Sagas de Cine: Harry Potter y las Reliquias de la muerte Parte 2

 7/10
Para todos aquellos que nutrimos nuestra adolescencia con la fantasía desbordante de las obras de J.K.Rowling, la oportunidad de visualizar el antológico desenlace de la saga literaria en la gran pantalla supone  un acontecimiento trascendental. Es cierto que hemos madurado y nuestras preferencias intelectuales han podido cambiar sustancialmente, sin embargo, todos portamos ese recuerdo indeleble de las noches en vela devorando las aventuras de Harry Potter y trasportándonos a un mundo mágico repleto de criaturas extrañas, héroes circunstanciales y malvados innombrables. Ahora, la otra saga del joven mago que sobrevivió, la cinematográfica, toca a su fin tras diez años y ocho películas ante la expectación de fanáticos, conversos e iniciados en el 'universo Potter' de todos los rincones del mundo, unidos por el deseo de presenciar la apoteósica y última batalla entre el Bien y el Mal.
La espera ha valido la pena. La última parte del séptimo libro escrito por Rowling, Las Reliquias de la Muerte, (dividido en dos entregas en su adaptación cinematográfica), no escatimaba en dosis de espectacularidad, enfrentamientos mágicos y dramatismo a raudales para cerrar dignamente una historia fraguada a lo largo de miles de páginas; por lo que su reverso fílmico tampoco ha dudado en destinar todo el potencial de los nuevos recursos visuales a la recreación fantástica de un desenlace anhelado por todos sus seguidores. El ritmo sosegado y hasta cierto punto cansino de la anterior entrega (de la cual, sin embargo, se echan de menos algunas pinceladas de estilo) deja paso aquí a una acción frenética desarrollada a partir de fuertes impulsos sostenidos, en momentos puntuales, por un dramatismo que deja sin aliento al espectador.
Los responsables de esta última entrega eran conscientes de que cada secuencia, cada plano, debía ser concebido como si fuese el último, teñido por un innegable matiz épico y vertebrado en torno a un discurso de   heroísmo extensible a todos los personajes de la historia (y si no que se lo digan al bueno de Neville Longbottom). Y lo consiguen en virtud a la conjunción giros de guión inesperados, instantes trágicos, un uso de los efectos especiales casi perfecto, acción desbordante y una oscuridad que lo embarga todo y precede al hipotético fin de una era. A menos que Harry Potter asuma el rol atribuído por todos los que le rodean y decida enfrentarse, cara a cara, a su particular némesis, o lo que es lo mismo, el desdoble siniestro de su propia naturaleza como el elegido para abanderar a la comunidad mágica.
A pesar de su conseguido clímax apocalíptico, la película naufraga en los momentos de mayor intensidad, adolece de la emoción que el flujo narrativo y la acción precisan; y en este sentido, la discapacidad interpretativa de Daniel Radcliffe es paradigmática. Si bien ha sido notoria la evolución del actor a lo largo de la saga, la demanda de una mayor profundidad en la construcción de su complejo personaje, asolado por las dudas y el sentido de la responsabilidad del héroe, ha tendido a abrumar las limitadas dotes de Radcliffe y a constituirse en la nota discordante de un nutrido elenco de grandes actores británicos entre los que  destacan, incluso, sus compañeros de aventuras, el irónico y algo bobalicón Ron Weasley/Rupert Grint, o la resabida y madura Hermione Granger/Emma Watson, verdadera revelación de la adaptación cinematográfica e ídolo de masas entre los jóvenes de medio mundo.
El desangelado desenlace, sin el menor ápice de fervor acorde a la situación, o la escasa imaginación en la puesta en escena del etéreo encuentro entre profesor y discípulo, se ve recompensado, al menos, con un fascinante derroche de ingenio visual en las escenas de la batalla de Hogwarts (con un preludio sencillamente mágico), o con la tensión a flor de piel del duelo entre Lord Voldemort y Harry Potter. Es en estos momentos cuando asistimos a un auténtico y apoteósico final que hace justicia a una de las sagas cinematográficas más importantes de la historia, con altibajos, sí, pero definida por una historia que ha encandilado a cientos de miles de jóvenes de todo el mundo.
Harry Potter se despide, y lo hace con una obra irregular, imperfecta, aunque inspirada por un espíritu majestuoso, con una factura visual espléndida y un ritmo que sumerge al espectador en ese inquietante y decadente universo de maldad en ciernes. Ahora ya sólo queda rememorar la saga al completo, una vez conformado el mosaico, para disfrutar de las aventuras del joven mago y sus fieles compañeros, así como del extenso catálogo de secundarios a los que han dado vida el elenco de actores británicos más completo de la historia; desde ese malvado por antomasia que cobra pulso a través de la interpretación de Ralph Fiennes, hasta ese personaje central de la saga, el profesor Snape, que construye Alan Rickman, pasando por Maggie Smith, Michel Gambon, Helena Bonham Carter, Gary Oldman, Kenneth Branagh, William Hurt y un largo etcétera.
Palabras como quidditch, Gryffindor, Hogwarts, dementor o piedra filosofal, ya forman parte del imaginario popular contemporáneo. Y es que, al fin y al cabo, todos llevamos un pequeño Harry Potter dentro. La historia ha finalizado, pero la magia perdura.

Series de Televisión; The Shadow Line

9/10
La difusa línea que separa los bíblicos territorios del bien y del mal parece estar más sujeta a una cuestión de percepción personal que a una división moral definida entre virtuosos e infieles. Al menos eso es lo que se desprende de los contradictorios vaivenes argumentales a los que nos aboca la densa e intrincada trama de esta nueva serie de la BBC, donde cada uno de sus personajes abanderan su propia misión de acuerdo a unas ambiciones variables más allá de dicotomías existenciales acerca de la idoneidad de sus actos. Pues, cómo establecer un valor común sobre lo correcto, lo bueno, lo provechoso para la sociedad, cuando cada uno de los actores de este vasto tablero de ajedrez acomete sus movimientos según sus propias normas de integridad e intereses.
El misterioso asesinato del capo de la droga londinense Harvey Wratten no es sólo el fascinante arranque de esta miniserie de siete episodios creada por Hugo Blick, sino el punto inicial de la reconfiguración de una extensa red de nodos interconectados en torno al lucrativo mercado de las sustancias ilegales. Y es que cuando cae un gigante, son muchos los que acuden ávidos a suplir el vacío dejado. Es entonces, en ese caótico periodo de transición, cuando se desvelan las traiciones y lealtades larvadas durante años, las ambiciones no satisfechas, el miedo a perder lo hasta ahora gozado, las contradicciones de un submundo que no entiende de valores o tradiciones; y emerge, sobre todo ello, el dinero como catalizador último de la multitud de líneas trazadas para su consecución.
En pugna, las dos históricas familias del crimen organizado; los servicios de seguridad del estado y los traficantes, todos ellos unidos en una amalgama de núcleos independientes donde la honradez es una quimera y el afán de poder una condición indispensable. Apenas es posible discernir entre el amplio abanico de policías y funcionarios corruptos y la despiadada fisonomía de la jerarquía mafiosa, pues su simbiosis es el requisito ineludible para la pervivencia del sistema en un orden relativamente estable. Para ello son igualmente necesarios en el juego los periodistas, ya sea a través de su silencio o actividad, como curiosamente ha quedado ilustrado con el caso de las escuchas ilegales del News of the World en el Reino Unido.
The Shadow Line se antoja en ocasiones como un impenetrable rompecabezas de tramas yuxtapuestas y personajes con objetivos dispares e indescifrables, enmarcado en una atmósfera cerrada, cruda, de una violencia explícita sin paliativos donde cada acción es ejecutada sin contemplar sus consecuencias. Aquí no hay lugar para consideraciones sentimentales, no existe la familia ni la amistad, todo lo rige el interés por el dinero, por lo que los clichés tradicionales del género de gángsters carecen de sentido. The Shadow Line nos muestra un panorama hiperrealista de un ámbito oculto que apenas se siente en la superficie de la sociedad, narrado en un tono frío y un ritmo cadencioso salpicado de momentos de acción inesperada a partir del característico estilo pulcro y académico de los británicos sin artificios ni concesiones al espectáculo
Más allá del fascinante argumento que vertebra la serie y que, según su creador, fue construido con la ayuda de una pizarra blanca con la que atar cabos; un puñado de personajes memorables hacen de esta obra una exquisita muestra de cómo realizar un thriller dramático con rigor y profundidad. El veterano Stephen Rea da vida a Gatehouse, una misteriosa figura que hipnotiza a través de sus diálogos pero que apabulla con su despiadado proceder; Chiwetel Ejiofor y su rol como el policia Jonah Gabriel aporta el componente de moralidad a la trama; Christopher Eccleston está espléndido en la piel de Joseph Bede, Kierston Wareing convence como la compañera de Gabriel y un largo etcétera de secundarios que completan el mosaico desordenado de una historia con un final sorprendente.
Recomendar The Shadow Line es toda una obviedad. Un humilde servidor ha tenido pocas ocasiones de disfrutar de una serie tan bien construida, con un estilo tan convincente y un argumento decididamente adictivo. La ficción televisiva muestra una vez más que sus formatos son, en muchos casos y géneros, muy superiores a lo que puede ofrecer la duración limitada de una película, sin ser necesario extender la acción durante largas temporadas. Siete episodios son suficientes para contar una historia de una forma tan perturbadora, atractiva, dramática, frenética, cruda y magistral como lo hace la que podría ser, salvo una nueva genialidad por llegar, la serie del año. Y es que los británicos lo han vuelto a hacer; su producción es puro arte televisivo y, a pesar de no ser reconocidos por el público internacional, no cabe duda de que están un paso por delante del resto.

Series de Televisión; The Crimson Petal and The White

 8/10
El excelente estado de lucidez de los creadores norteamericanos de series televisivas ha tendido a concentrar buena parte de la atención internacional hacia sus inestimables productos, sin embargo, dicha incuestionable realidad dista mucho de excluir el interés por la producción de otros países. La industria de ficción de Reino Unido es, en este sentido, un claro ejemplo de cómo anteponer la calidad de sus obras al aspecto más puramente comercial de las mismas, a partir de formatos atípicos y temporadas reducidas que se adaptan a las características inherentes del material original en lugar de recorrer el camino inverso. Aún más sorprendente es el hecho de que este fascinante campo de experimentación creativa desarrollado en la televisión británica se ha incentivado de forma predominante desde el sector público a través de las cadenas de la BBC, las cuales han apostado por productos arriesgados, insólitos y, en muchos casos, alejados de los cánones tradicionales de lo políticamente correcto exigidos a la televisión pública.
La adaptación a la pequeña pantalla de la novela de Michel Faber, The Crimson Petal and The White (Pétalo Carmesí, Flor Blanca en español), publicada en el año 2002 con un rotundo éxito de crítica y público, se erige como un ejemplo idóneo para ilustrar la falta de tibieza de los responsables de la BBC a la hora de acometer sus proyectos. La miniserie de cuatro episodios dirigida por Marc Munden y adaptada por la dramaturga Lucinda Coxon supone un acercamiento al Londres victoriano desde un enfoque que dista mucho de la estética clásica y la narración académica consustanciales a los dramas de época. Aquí la cámara se agita y se deforma de acuerdo a la recreación de los ambientes contradictorios de la capital de un imperio sustentado en las desigualdades de su propio pueblo; todo adquiere un matiz barroco, esperpéntico incluso, que juega con los extremos del abanico cromático para dar carta de naturaleza a los sentimientos de sus personajes; desde la frialdad de los grises y azules metálicos de los bajos fondos hasta la explosión colorista del interior de los burdeles y las mansiones de la clase aristócrata. 
The Crimson Petal and The White narra la historia de Sugar, una prostituta con cierta fama entre la clase alta londinense sobre la que se extiende un halo de misterio que incentiva el deseo de sus numerosos pretendientes. Uno de ellos, William Rackham, propietario de una fábrica de jabones en decadencia un tanto trastornado por los problemas económicos y la enfermedad mental de su esposa, queda súbitamente prendido de la belleza delicada y la mente perspicaz de la joven, llegando a conseguir sus servicios en exclusiva para convertirla en amante y confidente de sus cuantiosos dilemas y preocupaciones existenciales. La conjunción de ambos mundos opuestos desvela la hipocresía subyacente de una aristocracia que acude a los bajos fondos para saciar los instintos humanos más primitivos vedados en su particular burbuja de solemnidad y comedimiento; y el impulso vital de los desheredados que mueren cada día fruto de las enfermedades y el hambre por escapar de ese pozo oscuro al que se han visto condenados a vivir.
Un grito desesperado es lo que pretende proferir Sugar a través de su 'Libro del Odio'. Allí se venga de todos aquellos señores respetables que le han robado su inocencia y su juventud, esa es la válvula de escape hacia una suerte de limbo inconsciente que la emplaza a una indiferencia existencial, hasta que el amor del señor Rackham le promete una vida digna alejada del burdel de la señora Castaway. La mirada desvaída de la bella Romola Garai (ahora en la nueva serie de la BBC, The Hour) dota de un atractivo hipnótico a su personaje, de frágil apariencia pero sólida disposición, suscitando una vaga sensación de lejanía, como si efectivamente fuese el ángel salvador que la demente señora Rackham veía en ella. Resulta complejo apenas retirar la vista de su poderosa presencia, como la débil llama de una vela hermosa, magnética, cautivadora, casi divina. 
Más terrenal, sin embargo, es el patético señor Rackham, interpretado de forma brillante y profunda por Chris O'Dowd, actor británico lanzado a la fama por su papel de geek en la sitcom The It Crowd y ahora en un rol diametralmente opuesto; o su esposa a la que da vida con una autenticidad pasmosa a pesar de su dificultad la actriz Amanda Hale. También espléndidos están la irreconocible Gilliam Anderson (la mítica agente Scully de Expediente X) como la señora Castaway, Richard E. Grant en el papel del oscuro médico de la familia, y la excelente Shirley Henderson como la señora Fox.
The Crimson Petal and The White es una obra de contrastes entre la podredumbre de las húmedas callejuelas londinenses de finales del siglo XIX y la elegancia impostada de los salones de la clase acaudalada; que se filtra en nuestra pensamiento en un vorágine desconcertante de sexo, esperanza, pasión y destrucción, con un ritmo pausado pero implacable, diálogos profundos y miradas que desvelan las más hondas sensaciones. Una serie con alma que te embarga desde un arranque demoledor (y algo inconexo), que te seduce en su devenir y que finalmente te atrapa en un desenlace evocador; una verdadera joya contemporánea con una estética fascinante, un elenco de actores insuperable y una valentía encomiable.

Dulce Cine de Juventud; Poli de Guardería

Lo habíamos visto en la piel de un forzudo guerrero con ansias de venganza en Conan, en la de una máquina indestructible llegada directamente del futuro en Terminator, masacrando a cientos de sudamericanos a mamporro limpio en Comando, o en plena selva luchando contra un cazador alienígena; pero jamás hubiésemos imaginado que el rey hollywoodiense del esteroide emplearía sus músculos sobrenaturales en apaciguar a las pequeñas fieras de un jardín de infancia de Oregón. Sin embargo, la industria del cine es, en ocasiones, caprichosa, y sus directivos, irónicos confabuladores dispuestos a someter a la estrella de acción del momento a una pequeña temporada entre niños con vejigas minúsculas y profundas crisis existenciales por unas lucrativas cifras de recaudación en taquilla.
Y es que en el fondo existe cierto morbo en ridiculizar a una figura cuyo 'atractivo' primordial se halla en su fortaleza física (Vin Diesel también lo ha padecido recientemente). Ivan Reitman, el director de esta Poli de Guarderia, ya había descubierto la (inexistente) vena cómica de Arnold Schwarzenegger años antes en Los Gemelos golpean dos veces junto a Danny DeVito, con el que volvería a formar dúo poco después en un despropósito mayúsculo como Junior; por lo que su objetivo de desmitificar al que para muchos era y sigue siendo un icono de la masculinidad se vio ampliamente alcanzado no sin suscitar cuantiosas carcajadas de escepticismo y bochorno ajeno. Aunque algunos bien podrían catalogar de versatilidad interpretativa a este radical cambio de roles en la carrera de Schwarzenegger, algo que volvería a producirse cuando el actor decidió pasar de interpretar a Terminator para dar vida a 'Governator', con un éxito aún más sorprendente que sus logros comerciales en el género cómico.
En Poli de Guarderia, Schwarzenegger es John Kimble, un fornido detective que debe infiltrarse como profesor en un pequeño colegio de la localidad de Astoria adonde acude el hijo de un importante narcotraficante recién salido de la cárcel. Kimble estrechará relaciones con la madre del chico y ex pareja del delincuente, y les protegerá de las intenciones de este, entre las que se encuentra llevarse al niño con él. Sus labores como policía estarán, sin embargo, simultaneadas con su nuevo trabajo a cargo de una ruidosa clase de preescolar donde imponer un poco de orden y disciplina en lo que se asemeja a una selva ingobernable de críos. Lo cierto es que es bastante divertido comprobar cómo la vena carótida de Schwarzenegger se hincha paulatinamente a medida que el caos aumenta a su alrededor hasta que sus ojos parecen salirse de sus órbitas y el rostro se contorsiona en una mueca de desesperación. Si existiese un mínimo de verosimilitud en la cinta, los pobres niños se habrían arrebujado en una de las esquinas del aula nada más aparecer tamaña figura de músculos, pero para desgracia de Kimble y placer del espectador, el flamante nuevo profesor deberá ganarse con sudor y esfuerzo el control de la clase, cosa que finalmente consigue para la sorpresa de todos.
Las películas precisan ser valoradas en su justa medida y conforme a sus propias intenciones. Poli de Guardería es una comedia complaciente para toda la familia y como tal, debe ser apreciada en cuanto cumple sus objetivos de entretener y propiciar un rato agradable para el espectador. Por si fuera poco, la oportunidad de ver a Arnold Schwarzenegger bregando con una legión de niños malcriados y traumatizados no tiene precio, más aún si ha seguido su dilatada carrera como 'action man' de Hollywood por antonomasia. Viendo películas como esta, nos viene la pregunta de por qué razón algunas personas deciden dedicarse a la política en lugar de hacernos reír con historias inofensivas y ficticias. Imagínense si no este alarido en un pleno parlamentario...                                                                                 

Crítica Sin Identidad; Me faltan cinco minutos

6,5/10
Se perfectamente que, al colocarme delante del ordenador para escribir esta reseña, estoy dando al traste con el concepto de actualidad. Sin duda, Sin Identidad es una película que ya puede estar considerada como “pasada de moda”. Pero el tiempo del que dispongo me obliga a dosificar las películas que veo.
Animado por la presencia de uno de los actores a los que considero como “imperdibles”, aunque no llega al status de “mis favoritos”, me dispuse a intentar descifrar los secretos que protegía la interpretación de un Liam Neeson bien recuperado de la muerte de su esposa y dedicado por entero al cine, su profesión, algo que se le da bastante bien y donde ha podido encontrar refugio a su pena.
Tras apariciones en películas poco exitosas, entre las que destaco El Equipo A, Neeson ha vuelto por sus fueros y regala a los espectadores un thriller que puede resultar incluso demasiado enrevesado a las mentes poco hechas al seguimiento casi con papel y boli del libreto de una cinta. Sin Identidad es una de esas películas de las cuales te arrepientes de hasta toser o pestañear. Y no por sus increíbles escenas de acción, que tampoco son para tanto y en ocasiones resultan algo ridículas e incluso inverosímiles, sino porque cada segundo de metraje es vital para entender la secuencia inmediatamente siguiente.
Liam Neeson es un buen actor, no especialmente destacado, pero con interpretaciones por las que siempre le recordaremos (véase La Lista de Schindler o Michael Collins) por lo cual es casi incuestionable la labor del espectador en perdonarle cualquier papel que se aleje lo más mínimo de sus amplias capacidades como intérprete. En Sin Identidad ofrece un rol complicado, alejado de casi cualquier tópico o convencionalismo, en el que por mucho que el espectador intente meterse en su piel acaba bastante más desesperado que el propio protagonista.
Neeson aparece acompañado por dos increíbles bellezas rubias. La primera de ellas, January Jones, vista en Radio Encubierta o American Pie y mundialmente conocida y galardonada por su inimitable rol de Betty Draper en la mágica serie de la AMC Mad Men. En Sin Identidad aporta un papel frío y sin prácticamente ningún suspense más que el de ser una de las llaves que resuelven la complejísima trama. Por otro lado, Diane Kruger, destacada actriz alemana que obtuvo el éxito mundial con Troya y se consagró con Malditos Bastardos. Como acompañante de huidas y persecuciones con el protagonista está muy bien pero su papel poco aporta al desarrollo de una trama que, sin ella, también tendría su interés.
Dirigida por el catalán Jaume Collet Serra, Sin Identidad supone su primera incursión en Hollywood. El resultado no es malo pero a mí me faltan cinco minutos de metraje para poder comprender algunos cabos sueltos que quedan a la imaginación del espectador y que ayudarían más a una hipotética mejor comprensión de las algo menos de dos horas de duración.
Como aliciente al visionado de la cinta, tenemos de regalo las dos portentosas interpretaciones de dos secundarios de lujo. Por un lado, el gran actor alemán Bruno Ganz (mundialmente recordado por recrear la figura de Adolf Hitler en sus últimos días en El Hundimiento). En segundo lugar, al veterano intérprete norteamericano Frank Langella, más conocido por encarnar hace cuatro años al presidente Richard Nixon en la cinta de Ron Howard Frost contra Nixon.
Poco más puedo aportar a este comentario sobre Sin Identidad más que recomendar su visionado pero sin gastar demasiado dinero. No es el peliculón del año pero merece la pena recordar que alguna vez se hacen películas que entretienen y de las que no se arrepiente uno de recomendársela a los amigos o conocidos.

Crítica Cars: El viaje hacia sí mismo de Rayo McQueen

7/10
Una de las virtudes más características del cine de animación tradicional ha sido la capacidad de sus responsables de dotar de una personalidad definida y entrañable a todo un amplio catálogo de animales y figuras fantásticas arraigadas en el imaginario popular. No obstante, todas ellas tenían un fuerte vínculo de unión en cuanto a manifestaciones puramente humanas de fácil identificación. La factoría Píxar ya se atrevió con su primera aventura cinematográfica en dar vida a objetos inanimados (concretamente juguetes) que de igual modo seguían atesorando ciertas similitudes con el ser humano, sin embargo, años más tarde cruzaría una frontera más al componer una historia protagonizada enteramente por coches de carreras. Aquí los lazos de empatía con el espectador eran más difusos en cuanto la representación visual y emotiva de los mismos colisionaba de alguna manera con nuestra propia concepción del objeto. Es decir, nos resulta extraño ver a un coche sin piloto que además habla y hace todo lo que un humano está acostumbrado a realizar.
Esta sensación de irrealidad ha lastrado de forma evidente a la valoración de esta película a pesar de los méritos narrativos y visuales que su director, John Lasseter, tuvo la habilidad de imprimirle. Según las palabras de este, Cars nacía de la necesidad de aunar sus dos grandes pasiones, la animación al más puro estilo Disney y el mundo del automóvil. Para ello, concibió una historia con alma, tierna y nostálgica, aderezada con la acción frenética de las carreras de Nascar, en las que participaba su personaje protagonista, el ambicioso Rayo McQueen. A partir de esta novedad (resulta cuanto menos curioso ver a cientos de coches como público en la competición) que progresivamente se va difuminando ante el espectador, Lasseter desarrolla el tradicional cuento impregnado por los valores de la amistad, el trabajo en equipo y la necesidad de ver más allá de las apariencias.
Y es que el éxito y la fama no lo son todo. A pesar de ser uno de los bólidos más rápidos de la Copa Pistón, Rayo McQueen tiene una vida solitaria, insustancial, sin el apoyo de la familia y los amigos que ha ido dejando en el camino por cumplir su sueño de ser el mejor, sin apenas comprender que esto no es más que algo pasajero, apenas un instante de felicidad. Pero todo cambiará súbitamente cuando recala por accidente en un pequeño pueblo olvidado de la Ruta 66 llamado Radiador Springs, donde conocerá a un variopinto grupo de automóviles con los que congeniará profundamente tras salvar las reticencias y prejuicios iniciales.
La dulce Sally Carrera, una Porsche 996 amante de la vida rural; el bueno de Mate, una viaje grúa oxidada con un gran corazón; el taciturno Doc Hudson, un legendario ganador de la Copa Pistón venido a menos; el vivaz Luigi, un Fiat 500 amarillo encargado de la salud de los automóviles del lugar; y otros muchos compañeros de Radiador Springs mostrarán a McQueen las bondades de una vida tranquila junto a aquellos que de verdad te quieren más allá de los éxitos circunstanciales, en una clara reivindicación de las pequeñas comunidades en paulatina extinción que salpican la geografía de Estados Unidos arrinconadas por las grandes autopistas y vías de comunicación.
Cars no es el mejor largometraje de Pixar, ni siquiera se encuentra en ese particular parnaso de joyas del cine moderno como la saga Toy Story o Up, pero de ningún modo merece ser tildada como una obra menor dentro de la brillante trayectoria de la compañía. La minuciosa recreación visual de los ambientes, el dibujo amable de sus personajes, la acción vibrante desatada en momentos puntuales y, sobre todo, el mensaje generoso y cargado de valores emanado desde los corazones de sus creadores, hacen de esta película un excelente y educativo entretenimiento para los más pequeños y un agradable pasatiempo para los adultos cargado de referencias y guiños cinéfilos. Ya sólo queda evaluar la deriva tomada por la entrañable historia de Rayo McQueen y cia. en su recientemente estrenada secuela. 

Retrospectiva Martin Scorsese; Alicia ya no vive aquí

7/10
La forja de los grandes genios de la historia del cine no siempre se corresponde con unos orígenes coherentes con el desarrollo de su obra posterior. Cuando pensamos en Martin Scorsese pocos dudarían en vincular su sello inconfundible con el género gangsteril cultivado en la mayor parte de sus obras inmortales; Uno de los Nuestros, Casino, Gangs of New York o Infiltrados son sólo algunos de los ejemplos que legitiman al director como privilegiado retrastista de los bajos fondos sociales y humanos iniciado ante el gran público con Malas Calles. No obstante, aquellas notas discordantes que salpican las filmografías de los grandes realizadores modernos deben ser de igual modo valoradas en cuanto manifestaciones que enriquecen a una obra que pretende ser heterodoxa.
La segunda película de cierta relevancia de Martin Scorsese, Alicia ya no vive aquí, ha sido relegada a una cierta posición de menor trascendencia en la mirada retrospectiva hacia su carrera cinematográfica en virtud al difícil acomodo de esta en el devenir artístico del director, siendo catalogada en ocasiones como una 'obra de encargo', como si ello fuese razón suficiente para su descrédito. Es cierto que en esta particular road movie no son identificables algunas de las líneas recurrentes del genio neoyorkino, sin embargo las incipientes pinceladas de estilo imprimidas a una trama de una modernidad irrebatible hacen de esta película una de las muestras más claras del nuevo cine que germinaba en Hollywood desde inicios de la década de los 70 y por el cual se quebraban los encorsetados patrones narrativos de un cine clásico agotado en sus planteamientos.
La historia de una mujer que desde niña soñaba con ser cantante y que ya madura emprende el camino hasta la consecución de su fantasía tras años de un matrimonio asfixiante, encandiló desde el primer instante a la actriz Ellen Burstyn, quien veía en este papel el paso decisivo hacia el estrellato. Por ello, se hizo con los derechos del guión de Robert Gretchell y aceptó el consejo de Francis Ford Coppola de confiar en su joven amigo Martin Scorsese para trasladarlo a la gran pantalla. La fórmula funcionó y Burstyn se alzó con el Oscar a la Mejor Actriz Principal tras componer una interpretación sublime de multitud de matices cómicos y dramáticos por la que daba vida con una autenticidad pasmosa a Alice Hyatt, una peculiar heroína moderna.
La cámara de Scorsese no desvía en ningún momento la atención de los vacilantes pasos de Alice por las anodinas ciudades de la América Profunda, que recorre junto a su irritante hijo de once años en su quimérica búsqueda del sueño al que renunció cuando era joven por un matrimonio opresivo (su vida parece desarrollarse de forma paralela a la del personaje de Meryl Streep en Los Puentes de Madison). En el camino, topará con nuevos hombres embargados de una masculinidad despótica, insensibles a sus anhelos y ambiciones guardados durante demasiado tiempo bajo la apariencia de una complaciente ama de casa. En este sentido, el prólogo de la cinta, de una riqueza y estética cromática que recuerda a El Mago de Oz, es especialmente clarificador en cuanto al verdadero carácter de Alice, pues ya se nos presenta a una niña tozuda que no duda en aseverar que todo aquel que niegue su talento "puede irse a la mierda".
Alicia ya no vive aquí es una película de un interés indudable auspiciada por el talento incontenible de su actriz principal y el excelente plantel de secundarios que la acompañan, desde los jóvenes Harvey Keitel y Kris Kristofferson hasta Diane Ladd (nominada al Oscar) pasando por el hijo de Alice, un excelente Alfred Luther que corrobora el buen trabajo con los actores que siempre ha caracterizado a Scorsese. Su narración transgresora y una temática que rompía con multitud de clichés de la época no hacen más que atestiguar la calidad de una película que precisa de un análisis más profundo y una valoración más justa en la ya extensa filmografía del gran Scorsese.

Películas Para Dos Vidas; Philadelphia

Estamos ante una de las obras maestras de nuestro tiempo. Cine absoluto, con mayúsculas, de ese que tanto echamos de menos cuando ahora vamos al cine. Una cinta infravalorada por la mayor parte de la sociedad pero que contiene los más claros contrapuntos de la bondad y la maldad del ser humano. Gracias a Philadelphia nos damos verdadera cuenta de en qué mundo nos estamos viviendo, un mundo controlado por seis o siete tiburones de las finanzas que no tienen en cuenta más que sus propios intereses dejando de lado el propio concepto de civilización, tan denostado en estos tiempos que corren. 
La película debe su nombre a la ciudad donde se firmó la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Aquellos padres de la patria quisieron que Philadelphia se convirtiera en la ciudad del amor, de la bondad y del encuentro entre culturas y pueblos, muchos de ellos de diverso y heterogéneo origen. 
Estamos ante una de las más brutales interpretaciones de la Historia del Cine. Sorprende ver a un Tom Hanks cultivado en la más absoluta comedia (Esta Casa es Una Ruina, No Matarás al Vecino o Despedida de Soltero) interpretando de manera tan magistral y sublime a un enfermo de SIDA homosexual que es despedido vilmente de la empresa en la que trabaja. Películas como ésta son la prueba irrefutable que nos demuestra la versatilidad de los actores que más admiramos. Y Tom Hanks es todo un referente. Tanto cautivó su interpretación de Andrew Beckett que la Academia de Hollywood decidió premiarle con un merecido Oscar, uno de los pocos premios más bien concedidos en toda la Historia del Cine. Al año siguiente, Hanks volvería a triunfar con Forrest Gump, otorgándole de nuevo el Oscar por segundo año consecutivo, algo que sólo consiguió Spencer Tracy. Su interpretación dio a conocer al mundo la enfermedad del SIDA y su transmisión a través de diversos métodos nada seguros. Podemos decir que Philadelphia cambió el mundo que, unido a la muerte de Rock Hudson y Freddie Mercury, comenzó a hacerse preguntas y a investigar sobre qué era exactamente el síndrome de inmunodeficiencia adquirido.
Que Hanks es un gran actor no lo duda nadie. Sin embargo, no hay que olvidarse del elenco de actores que conforman las desventuras de nuestro protagonista. Su abogado, un Denzel Washington en estado de gracia, nos regala escenas y secuencias de una magnitud incalculable. La trascendencia de sus palabras abrió las puertas a millones de homosexuales afectados por la terrible enfermedad del SIDA y si a eso le sumamos que interpreta a un abogado de raza negra inmiscuyéndose en los asuntos de un bufete lleno de letrados ricachones blanquitos, no digamos más.
Y, ¿quién es el gran jefe de ese bufete tan indeseable y odioso? Pues nada más y nada menos que Jason Robards, otro de los grandes actores de la época dorada del cine. Quizás algo más desconocido pero con una carrera brillante que incluye títulos como Julia, Todos los Hombres del Presidente, Tora, Tora, Tora o Magnolia. Su papel de abogado sin escrúpulos que no tiene reparo en despedir a un hombre enfermo es, cuanto menos, sobrecogedor. Su enfrentamiento en la sala con Denzel Washington es de lo mejorcito de la película.
Pero no podemos olvidarnos de la sufrida madre del personaje de Hanks, una gran dama de la interpretación, esposa de Paul Newman y una de las actrices más respetadas de su tiempo. Joanne Woodward aparece poco en el metraje pero su emotiva presencia en todas y cada una de las secuencias que interpreta hacen saltar las lágrimas a cualquiera. Sin embargo, tampoco es de rigor no mencionar a nuestro Antonio Banderas en su segunda incursión en el cine norteamericano. Salvó los muebles con una interpretación sublime destrozada por su propio doblaje al español.
Si nada más comenzar la cinta, suena la canción Streets of Philadelphia a través de la desgarrada voz de Bruce Springsteen, es una señal de que estamos ante una absoluta masterpiece de su director, Jonathan Demme (El Silencio de los Corderos) con un libreto impresionante obra de Ron Nyswaner. 
Como es una cinta de obligado visionado y disfrute para todos los amantes del cine no pienso seguir desvelando ni desgranando ningún detalle de la película. Simplemente poner un fragmento de la película, aquel donde después de la veintena de veces que he visto Philadelphia, aún se me siguen saltando las lágrimas.


Crítica Sólo una Noche; Mini-infidelidades

6,5

Al colocarse delante de esta película y, comenzando por contemplar el cartel, algo nos está diciendo que posiblemente estemos justo a punto de ver algo que ya hemos visto. Extrañamente, esta película nos suena sospechosamente a otra que realizó el gran Mike Nichols en 2004, que barrió a la crítica de medio mundo y le reportó a sus cuatro protagonistas un status que creían perdido.
Cuatro protagonistas estamos a punto de contemplar en esta cinta, dirigida por la debutante Massy Tadjedin. Al igual que en aquella cinta de 2004, son dos hombres y dos mujeres. Y es aquí cuando debemos comenzar las distinciones. ¿Por qué? Pues simplemente porque las comparaciones son odiosas. Comparar Closer con Sólo una Noche resulta, cuanto menos, una ofensa al ojo avizor. Bien es cierto que la cinta de Tadjedin es algo más que interesante pero por algo de lo que en tiempo atrás no me haría sentir orgulloso.
Hablo de una interpretación excelente de una actriz a la que, confieso, poco aguanto. Keira Knightley me parece bastante desagradable y aún no se explicar el porqué. Quizás sea su insoportable acento british o por su manera de moverse en pantalla. Sin embargo, ahora la realidad es otra y ya basta de dar palos por cosas sin fundamento. 
Me parece que es de justicia reconocer el gran papel y la gran química con su compañero de reparto, el francés Guillaume Canet, de la actriz británica a la que todos recordamos por piratear a gusto junto a Johnny Depp y Orlando Bloom en aquella franquicia Disney de tanto éxito. 
Pese a no haber ni una sola excena de sexo, algo que hace que la película cobre una simpleza asombrosa alejada de la complejidad narrativa de Closer, esta película tiene tintes de un buen guión construido sobre una sólida base fijada en un tema muy recurrente a lo largo de la Historia del Cine: la infidelidad. 
También, y como no podía ser de otra manera, he de dar mi voto negativo al rostro ladrillero de un Sam Worthington que debió quedarse en Pandora con aquellos bichillos salidos de la sórdidamente capitalista mente de James Cameron. Y también he de castigar duramente a una actriz cuyos atributos ya no son suficientes para convencer a nadie de ir al cine a verla. Yo no soy fan de Eva Mendes. Ni siquiera desde que mostró sus encantos en Training Day para deleite de Denzel Washington ni cuando comenzó La Noche es Nuestra de aquella manera tan "o te gusta o no te gusta" a los ojos de un Joaquin Phoenix que no tardó en unirse a aquella "fiesta". No, no soy fan de Eva Mendes ni en esta película ni en ninguna otra. La falta de química con Worthington compite con los sosainas personajes que trajeron Angelina Jolie y Johnny Depp en The Tourist o el propio Depp con Penélope Cruz en Piratas del Caribe IV, de la cual jamás debió salir la anteriormente mencionada Keira Knightley.
A todos los que nos encantó Closer, su guión, sus actores y su apasionante trama, encontraremos en Solo Una Noche algunos resquicios de aquella cinta aunque, naturalmente (y vuelvo a reiterarlo), las comparaciones son más que odiosas. Aunque lo intenten, si que es verdad que la empatía con los personajes queda lejana. Si entre ellos logran alcanzar algo de química, con el espectador resulta algo un poco más complicado aunque no imposible.
Se nos ha entregado una película interesante que se deja ver mientras nosotros seguimos indagando acerca de las virtudes o maldades de esa mala práctica llamada "infidelidad".