Crítica Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia!: Ha vuelto a suceder...

2'5/10
El hecho de que una, a priori, inofensiva despedida de soltero en Las Vegas devenga en todo un desmadre de dimensiones antológicas que incluye un tigre, un bebé, un amigo desaparecido y una profunda amnesia que les impide reconstruir la historia de una noche demencial, puede llegar a ser comprensible, más aún si se tiene en cuenta las sustancias sospechosas que sirvieron como punto de arranque de la aventura. No obstante, que la catástrofe se reedite dos años más tarde en los prolegómenos de una nueva boda (del mismo personaje) con un desarrollo de los acontecimientos casi idéntico, resulta cuanto menos sospechoso y poco creíble. Si bien la estupidez humana es inagotable y los tropiezos con la misma piedra del camino se repiten una y otra vez, cuesta creer que nuestro pintoresco trío protagonista alcance tales niveles de enajenación mental de forma fortuita.
Desplazados a un idílico paraje de Tailandia con motivo de la nueva boda de Stu (la anterior fue boicoteada por el resacón de Las Vegas), los cuatro protagonistas de la historia pasan súbitamente de una tranquila velada en la playa con unos cervezas a la luz de una hoguera a despertarse en un ruinoso apartamento de Bangkok junto a un mono y un chino amanerado de consciencia intermitente. Más allá de la consecuente perdida de memoria de todo aquello que ocurrió en un noche aparentemente apacible, la principal preocupación de Stu, Phil y Alan será encontrar al cuñado del primero, un joven brillante de 16 años que nunca había salido de juerga, en una megalópolis ruidosa y caótica donde cada pista a la resolución del enigma es más intrincada que la anterior.
El esquema de esta Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! repite con una fidelidad pasmosa la fórmula del éxito hallada en su primera entrega, eludiendo el más mínimo ápice de originalidad que pudiese haber elevado la calidad del producto al de una secuela digna. Desafortunadamente, la copia es tan evidente que el espectador tendrá la sensación de estar viviendo un deja vu cinematográfico en el que tan sólo cambia el escenario y la progresiva idiotez de sus personajes. Las situaciones rocambolescas, los gags visuales, las sorpresas 'inesperadas' e incluso los gestos histéricos de los actores reinciden en lo ya ha creado anteriormente pero con un descenso evidente de su comicidad. De hecho, hasta las carcajadas o el más leve síntoma de una risa contenida son desterrados de una trama repetitiva, frenética y previsible, en la que tan sólo destaca la aparición del monje mudo y los títulos de créditos finales con fotografías francamente divertidas de las correrías de nuestros protagonistas.
Con una ironía que roza el esperpento, el director de la cinta, Todd Phillips, ha llegado a declarar incluso que su título original (The Hangover Part II) es un tributo a la saga El Padrino, en un intento de desmitificar el proverbio de 'segundas partes nunca fueron buenas' y de paso justificar así la calidad de una película realizada a partir del éxito brutal de su predecesora en las taquillas de medio mundo (fue la comedia adulta con más recaudación de la historia). Nada más lejos de la realidad; Resacón 2 es un despropósito mayúsculo que amenaza con reeditarse indefinidamente mientras los beneficios sigan abultando los fondos de su productora, tal y como está ocurriendo desde su esperado estreno a escala internacional. El dinero es el que manda, y el hecho de que el guión sea un calco poco disimulado de una película apreciable por su carácter transgresor y gamberro es una circunstancia relegada a un segundo plano mientras el espectador continúe asistiendo a las salas de cine.
Ni siquiera sus actores, lanzados al estrellato por la primera entrega de la previsible saga de 'resacones', consiguen salvar una historia que aumenta en su absurdez a medida que avanza en su trama; Ed Helms llega a resultar cargante por sus brotes nerviosos repetidos de forma periódica, Bradley Cooper parece desubicado en su rol de galán parcialmente reposado, y Zach Galifianakis, verdadera revelación de la anterior cinta, compone una interpretación tan marciana que es difícil empatizar con su particular sentido del humor.
Resacón 2 ¡Ahora en Tailandia! confirma lo que ya todos conocíamos; cuando Hollywood absorbe la capacidad creativa de un producto sorprendente convirtiéndolo en una mera excusa para prolongar su fórmula del éxito, la calidad de este deviene en un vago recuerdo de lo que fue su original. El cine pierde así todo su sentido en favor de la maquinaría industrial que lo sustenta. A partir de este punto, Todd Phillips y compañía se enfrentan a la cuestión fundamental; o continuar con este despropósito, o retirarse con dignidad justo a tiempo, aunque para muchos ya sea demasiado tarde.

Dulce Cine de Juventud; Esta casa es una ruina

Los mecanismos interiores de la carcajada pueden llegar a ser inescrutables. Sólo así puede entenderse que uno de los momentos más hilarantes y terriblemente divertidos de nuestra experiencia cinéfila se corresponda con la risa contagiosa de un jovencísimo Tom Hanks tras presenciar cómo la bañera sobre la que acaban de verter dos cubos de agua desaparece del suelo para terminar haciéndose añicos en el piso inferior de la masión que acaban de comprar. Más que una carcajada, lo del bueno de Walter es un grito de desesperación por todos los 'pequeños' inconvenientes sobrevenidos en la mudanza, sin embargo el sentido del humor del ser humano es a veces contradictorio, y si para él este penúltimo accidente era el colmo de una situación insostenible, para nosotros supone una escena memorable en la historia del cine que corrobora el talento, ya en desuso, de Tom Hanks para la comedia.
En esta sección ya nos referimos a otra de sus fantásticas interpretaciones cómicas en Big, que junto a Esta casa es una ruina legitimaron el talento de un actor iniciado en el mundo de la televisión y lanzado a la fama tras las exitosas 1, 2, 3...Splash! y Despedida de Soltero. Desafortunadamente, Hanks está viviendo su madurez artística entre códigos y ángeles (curiosamente bajo la dirección de Ron Howard, responsable de su primera película importante junto a Daryl Hannah), con la consecuente atrofia de sus capacidades interpretativas (a lo que también contribuye su aprecio por el botox). Suerte que podemos seguir gozando de aquella época de su carrera en la que Hollywood aún no le había obligado a ser un actor serio y respetado, como muestra la comedia intrascendente, alocada y divertida que hoy reseñamos.
Anna (Shelley Long) y Walter son una pareja de novios que buscan urgentemente una casa tras tener que abandonar el piso del ex novio de Anna en el que se alojaban hasta el regreso de este. Su prolongada e infructuosa búsqueda por la ciudad concluye al fin con la compra de una bonita mansión en el campo, todo un sueño para una joven pareja que pretende construir su vida juntos. Sin embargo, la apariencia idílica del edificio pronto devendrá en una pesadilla sin solución aparente. Obviamente, no se trata de la típica película sobre casas encantadas regentadas por espíritus malignos, aunque, de hecho, ocurran cosas muy similares; goteras, escaleras tambaleantes, una instalación eléctrica un tanto caprichosa, paredes de una consistencia idéntica al papel, y un suelo que apenas puede sostener una bañera. Al parecer el 'boom' inmobiliario también caló con fuerza en Estados Unidos y los efectos los padecen los nuevos inquilinos, quienes se ven forzados por las circunstancias a reconstruir una casa que se viene literalmente abajo, al mismo tiempo que se enfrentan a una profunda crisis de pareja por otro lado comprensible por la presión a la que son sometidos.
Esta casa es una ruina es un compedio de situaciones surrealistas sustentadas en un Tom Hanks pletórico, quien vertebra la trama y la dota de una comicidad irresistible. Más allá de los gags y situaciones estrambóticas que se suceden, la película no guarda en sí misma mayor valor cinematográfico, sin embargo, el mero hecho de ofrecer un entretenimiento sano deudor del espíritu cómico ochentero contribuye a considerarla como referente del cine familiar de su época y, como no podía ser de otro modo, objeto de elogio de este blog. Al fin y al cabo, a quién no le gusta relajarse un sábado por la tarde disfruntando de una comedia sin mayores pretensiones que suscitar una carcajada. Y hablando de risas incontenibles, a continuación os dejo el gran momento, súblime.                                                                

Series de Televisión; The Killing

 8/10
Tras el abrumador éxito comercial del subgénero policiaco o de investigación obtenido en la pequeña pantalla tras la irrupción de series como C.S.I Las Vegas en el año 2000 (la franquicia se extendería a Miami y Nueva York en 2002 y 2004 respectivamente), Navy, NCIS, Mentes criminales o Caso abierto, pocos éramos los que augurábamos un mínimo resquicio de originalidad en un formato de ficción explotado hasta la extenuación. La infinita perspicacia de los detectives de turno llegaba a ser cargante a lo largo de un ciclo de episodios autoconclusivos, sin el más mínimo atisbo de veracidad, de matices que aportar a una trama planificada con aséptica minuciosidad pero a su vez escaso ingenuo.
No obstante, cuando las esperanzas parecían ser toda una quimera para el espectador exigente, la cadena de cable estadounidense AMC nos ha devuelto la ilusión por el relato clásico policiaco, ese que se siente deudor de la novela negra labrada por referentes indiscutibles como Jim Thompson, Dashiell Hammett o Patricia Highsmith, gracias a un producto atípico dentro del panorama televisivo por su ritmo sosegado y ajeno a efectismos pero acorde con el estilo distintivo de otras joyas de la cadena como Mad Men o Breaking Bad, donde se prima la calidad artística sobre cualquier otra consideración comercial.
The Killing, la serie creada por Veena Sud y basada en el thriller danés Forbrydelsen, destierra el tradicional formato de episodios con un principio y fin delimitados por una trama aislada, para enlazar con otro de los hitos de la ficción televisiva Twin Peaks, a partir de la investigación del caso de Rosie Larsen, una joven asesinada y hallada en el maletero de un coche sumergido en un lago, que se extenderá a lo largo de los trece episodios que componen la primera temporada (la cadena acaba de anunciar su renovación). La extensión temporal de la que goza la serie (cada entrega corresponde a un día de la investigación) permite al espectador sumergirse en una opresiva trama ramificada en tres grandes líneas argumentales que tienden a confluir en torno al asesinato de la chica, dotando a la narración de una riqueza descriptiva y emocional inaudita entre los productos televisivos policiacos. Las disquisiciones morales de sus personajes, así como los puntos oscuros de sus conductas e historias individuales, se van desgranando paulatinamente en un desarrollo sin grandes alardes pero provisto de una veracidad incuestionable.
Con The Killing asistimos, por un lado, a un intenso drama familiar desencadenado por la súbita muerte de la joven, que sume a los padres de esta en una profunda depresión que los llevará a adquirir un papel determinante en el devenir de los acontecimientos; por otro se nos presenta un rotundo e implacable retrato de la vida política a partir del candidato a la alcaldía de la ciudad, quien se ve salpicado por el caso tras haber encontrado a la chica en un coche de la campaña; y por último guía el relato la investigación policiaca propiamente dicha, llevada a cabo por una extraña pareja de detectives compuesta por una tozuda mujer embarcada en su propia deriva sentimental y por su singular aprendiz, un policía de extravagantes recursos y apariencia de criminal en plena reinserción social. Como escenario de excepción de los acontecimientos, surge la ciudad de Seattle a modo de un actor más, creando una atmósfera cerrada, asfixiante y angustiosa marcada por la lluvia siempre presente (de hecho, el sol no aparece en ningún momento a lo largo de la serie).
La acción se desarrolla, pues, focalizada en los detalles de cada uno de los ejes argumentales con un ritmo pausado pero adictivo, como si de una novela de intriga en la que no se puede contener el ansia de conocer el final se tratase. The Killing arroja diferentes pistas falsas acerca del hipotético asesino de Rosie Larsen a lo largo de toda la trama; los presuntos culpables aparecen y desaparecen en cada capítulo a partir de constantes giros del guión, hasta confluir en un final que no contentará a todos por su ambiguedad pero que supone el sorprendente punto de partida para una más que posible prolongación del caso en la siguiente temporada. No en vano, buena parte del reparto ya ha sido renovado, incluidos los padres de la niña, unos excepcionales Brent Sexton y Michelle Forbes como los portadores de la carga dramática de la serie. A ellos les acompañan Mireille Enos, la actriz que da vida a la detective Sarah Linden en un rol que le ha valido su primera (y merecida) nominación a los Critic's Choice Awards; Joel Kinnaman, actor sueco que interpreta a Holder, el peculiar compañero de Linden; y Billy Campbell, como el concejal candidato a la alcaldía de Seattle; hasta componer un reparto de un atractivo evidente y dotado de una veracidad pasmosa.
The Killing es, sin duda alguna, una serie policiaca para aquellos que rehúyen de este género televisivo por sus efectismos y tramas planificadas al detalle. En la nueva creación de AMC hay algo más que un caso por resolver, existe un drama tras cada uno de sus personajes, seres que se enfrentan a sus propios problemas en un entorno opresivo y cerrado. En esta serie hay vida, no se trata de un mero decorado de cartón piedra construido para fascinar al espectador, aquí todo desprende autenticidad, emoción y mucha intriga.

Crítica Hanna; No, no y mil veces no

1/10
Esa niña, ya adolescente, llamada Saoirse Ronan debió quedarse tras los muros de los bellos caserones de Expiación o, simplemente, no abandonar el cielo en el que había quedado recluida en The Lovely Bones.
Sin embargo, supongo que por el ansia de dinero o por intentar relanzar su carrera y que no nos olvidemos de ella, ha decidido volver a ponerse a las órdenes de Joe Wright para traernos una de las películas más imbéciles y absurdas que veremos en esta temporada de cine.
Con Hanna confirmo mi teoría que dice que el 95% de las películas con más de dos guionistas son una auténtica tontería. El libreto de esta parece estar escrito por un conjunto de alumnos escogidos por un malvado profesor en alguna escuela perdida en lo más profundo del estado más defenestrado de los Estados Unidos de América. La constante desubicación geográfica a la que se nos somete y frases realmente simples, patéticas y sin sentido alguno inundan la capacidad sensorial de un espectador que, a los quince minutos, ya quiere probar los milagros del suicidio.
He renunciado a esperar al final del metraje para comenzar a escribir sobre esta película. De nuevo, me siento estafado. Muchos son los especialistas que pintaban la película como un thriller renovador, fresco e incluso, exuberante y artesanal, algo que me dejó a merced de la piel de gallina. Sin embargo, desde los diez primeros minutos, he comenzado a vislumbrar que me encontraba ante una somera gilipollez disfrazada tras el nombre del realizador de Expiación u Orgullo y Prejuicio. Una película cuyas escenas se ven venir desde bien lejos limitando la capacidad de sorpresa al espectador que, a la media hora, se siente como un verdadero guionista de Hollywood, al adivinar qué es lo que va a suceder en cada momento y sospechando acertadamente por donde van a ir los tiros, y nunca mejor dicho.
Hasta cuatro son los protagonistas “importantes” en esta cinta. En primer lugar, una niña de catorce años interpretada por Saoirse Ronan, a la cual vemos portando una pistola y escapando de sus captores como una vulgar Jason Bourne o el James Bond más experimentado. Si alguien se cree esto, mal vamos. La incredulidad crece por momentos cuando observamos a la gran Cate Blanchett rebajándose a poner sobre la mesa un rol alejado de sus tremendas capacidades interpretativas. En tercer lugar, ves a Eric Bana en un papel tan “interesante” que terminas por fijarte que tiene las orejas algo más separadas de lo normal que en su rol de padre sufridor en la película. Sin embargo, su escena a lo Matrix en la estación de Metro no tiene precio. Amén de un Tom Hollander del que poco más se supo.
Para más señas, una parte del metraje se desarrolla en España. Una España identificada por el toro de Osborne, por una pandilla de gitanos entonando con una guitarra y un violín, un camping bastante rupestre de Córdoba y dos chavales a los que les encanta el futbolín. Lo de Hollywood con España no es una relación de amor-odio. Es, simplemente, tocar los cojones.
Si usted tiene ganas de ir al cine y encuentra esta película en la cartelera, huya despavorido. Una hora y cincuenta minutos que pueden ser aprovechados en cosas más útiles para el ser humano que contemplar las exageradas estupideces que se suceden tristemente por este pretencioso thriller. Sus escenas de acción provocarán la risa floja en el espectador más curtido y, el que consiga aguantar la totalidad de la versión descargada (que siempre saldrá más barata), agradecerá la siguiente película que sus ojos contemplen.

Crítica Pequeñas Mentiras sin Importancia; La vida es todo un melodrama

 7/10
A pesar de la cercanía geográfica y la vinculación cultural consecuente con nuestro país, la cinematografía francesa es una industria que poco o nada tiene que ver con la precaria producción fílmica española. Ya sea por el chovinismo histórico característico de su sociedad o por la calidad superior de sus propuestas, susceptibles de traspasar fronteras e internarse con éxito en los mercados internacionales; la particularidad radica  en que una película como Pequeñas Mentiras sin Importancia (Le Petit Mouchoirs), un producto a priori intrascendente, de tintes melodramáticos y sin atractivos significativos, recaudó 32 millones de euros en tan sólo seis semanas, erigiéndose como la película más taquillera de 2010 en el país galo y siendo legitimada unánimamente por la crítica. Un fenómeno que difícilmente podríamos extrapolar a nuestro ámbito, donde la cuarta entrega de la sublimación del casticismo patrio, Torrente, constituye la única excepción popular a un panorama colonizado por la oferta estadounidense.
Más allá de inevitables (y desasosegantes) comparaciones con la industria comercial de nuestro país vecino, es preciso dignificar, por otro lado, la calidad de sus obras, a las que ha sabido imprimir un inconfundible sello de autenticidad fácilmente reconocible respecto al resto de cinematografías. Nadie como los franceses han cultivado el melodrama con tanto acierto y profundidad a partir de un género híbrido que se adecua fielmente a los matices, claroscuros y particularidades de la existencia humana. La vida no es ni un arduo camino de sufrimiento ni una fiesta constante ajena a responsabilidades o complicaciones; por lo que el cine, como reflejo indisoluble de esta, no puede ceñirse a un retrato parcial subdividido en comedia o drama. Resulta, así pues, más veraz y constructivo conjugar ambos aspectos hasta configurar una producto final desconcertante aunque auténtico.
Pequeñas mentiras sin importancia detenta esa reconocible aura melodramática por la que vascula a lo largo de su metraje entre la tragedia y el más entregado culto a la vida y la diversión. De hecho, podríamos aventurar que la película se construye a partir de una estructura circular marcada por los hechos acaecidos en su inicio y que vuelven a emerger en su desenlace. Mientras tanto, en su desarrollo, un cierto ambiente de alegría, complicidad y 'buen rollo' es el que impera sobre los ineludibles dilemas personales de cada uno de sus protagonistas.
La principal virtud de la película de Guillaume Canet, reconocido actor francés visto en Quiéreme si te atreves (2003) o Juntos nada más (2007) devenido ahora en director de éxito tras el thriller No le digas a nadie (2006), es el minucioso retrato de sus personajes, los cuales componen una historia coral donde sus respectivos problemas e inquietudes se entrelazan suscitando profundos sentimientos canalizados por la amistad que se profesan. El escenario en que se inserta, un paraje marítimo delicioso, lleno de luz y con un ambiente muy mediterráneo (aunque corresponda a la parte atlántica francesa), posibilita aún más la eclosión de esas emociones, adversas o no, desatadas entre la comicidad continua de un grupo de amigos que pasan juntos sus vacaciones.
Dicha historia coral no se sostendría, por otro lado, sin el trabajo excepcional de un elenco actoral en estado de gracia que dotan de espontaneidad y viveza a una película de dos horas y media de duración. Y es que la compleja tarea de mantener el interés de un espectador con atención dispersa (más aún si no es una sala de cine donde proyecta la película) precisa de una buena dosis de dinamismo y acción constante, que ayuda a conseguir cada uno de los actores, desde la internacional Marion Cotillard, hasta el sensacional Francois Cluzet, pasando por Gilles Lelouche, Benoit Magimel o Jean Dujardin (premiado en el pasado festival de Cannes por The Artist). 
El romanticismo inconsciente, la intensidad emocional, el ambiente festivo y nostálgico, o la fabulosa selección musical de su banda sonora (incluido el Firstful of Love de Anthony & The Johnsons), también contribuyen a hacer de estos Les Petits Mouchoirs una película notable que se disfruta en los pequeños detalles y que transmite ese incierto impulso a vivir, a amar, a ser coherentes con uno mismo, a gozar de la vida como si fuera el último día de nuestra existencia.