[Crítica] La gran estafa americana

La gente cree lo que quiere creer.

Con esta premisa, pronunciada por Amy Adams más lejos que pronto, se resume la nueva película de David O. Russell, una de esas cintas con personalidad propia que transita en terrenos donde el espectador se siente defraudado vilmente o entra en juego con los personajes de un guión calibrado como una pieza de relojería.
Christian Bale, Amy Adams, Bradley Cooper, Jennifer Lawrence y Jeremy Renner se encuentran en una perfecta comunión interpretativa con su director y un guión que les hace justicia como intérpretes y les aleja de cualquier tópico o papel anterior. Sus concepciones a la hora de hacer frente a tan compleja, pero sencilla trama, les hacen ser merecedores de todo elogio que se pueda verter sobre ellos. Especialmente nos fijamos en sus dos inspirados protagonistas, Adams y Bale. Bale y Adams, un tándem perfecto que, juntos o por separado, se llevan el mayor aplauso.
Decía Jean De la Fontaine, fabulista francés, que “engañar al que engaña es doblemente entretenido.” En este sentido, saltamos de la pantalla al texto, para referirnos a un libreto que resulta absolutamente adictivo y fascinante. Cada línea de diálogo es diametralmente opuesta a la anterior. Cualquier premisa que se vierte, será tumbada instantes después. No hay lugar para la sorpresa porque no es su lugar. Simplemente, estamos ante una historia de estafadores narrada por otro estafador nato, un David O. Russell al que encumbramos este año por su capacidad para resarcirse tras aquel producto perecedero llamado El lado bueno de las cosas.
La gran estafa americana es una parada en la estación de la mentira, del engaño, donde hay que dejarse llevar y no pretender entender nada de lo que está sucediendo. Ya lo hicieron, y para muchos lo consiguieron, los hermanos Coen con su Quemar después de leer. Aunque no estamos ante una comedia absurda, sino ante una representación nada literal del Caso Abscam que sacudió a Estados Unidos en los 70 y que terminó con la detención de un senador y seis congresistas norteamericanos.
Con una fotografía inmejorablemente ajustada a los criterios de la época, una banda sonora que evoca los más grandes temas de aquellos días (Live And Let Die de McCartney & Wings con Delilah de Tom Jones, por ejemplificar) o un desfile de peluquería que en nada, si pudiéramos, desmerece la cinta, La gran estafa americana es deudora de guiones del mejor George Roy Hill, Martin Scorsese o Francis Ford Coppola, en sus etapas más inspiradas.
Diez nominaciones son las que reúne esta American Hustle para la próxima edición de los Oscar. La pelea de este año por convertirse, a ojos de la Academia de Hollywood, en la película del año no puede estar más reñida. Y O. Russell y su equipo parten con ventaja sobre muchas de sus competidoras al ser una de las propuestas más frescas y divertidas del año.

[Crítica] Ignasi M.

Ignasi M., la nueva aventura fílmica que nos propone Ventura Pons, es un documental de factura intachable pero que poco aportará a la cinematografía general española a pesar del intento por retratar a lucha de un hombre frente a su enfermedad. El carácter de imperdible que posee este duro, pero por otro lado, simpático documental es un adjetivo otorgado por su protagonista. Un Ignasi Millet que se declara homosexual, seropositivo, restaurador de arte e independentista. Con este cóctel se cuece una forma de ver la vida y afrontar la adversidad rodeado de las posibilidades más positivas que ofrece vivir en cada momento.
Como en todo documental, se pueden extraer lecciones muy valiosas. Y más cuando sabemos que la enfermedad, el terrible SIDA, ataca duramente el cuerpo hasta llevarlo al límite de sus posibilidades. En ese contexto aparece un hombre dispuesto a entregarse a la cámara recordando sus mejores momentos en la vida e intentando repetir de nuevo viejas experiencias con sus amigos, familiares y gente más cercana.
Ventura Pons se acerca a la narración de Ignasi M. con una buena técnica aunque poco arriesgada en su planteamiento. De hecho, su nombre casi parece borrado de la factura final al contemplar la desplegadísima puesta en escena que realiza el propio protagonista de la cinta, dueño y señor de cada fotograma de una forma intensa e inmejorable.

[Crítica] Mindscape

Comenzar a ver una película y que, de manera inmediata, te recuerde a Minority Report, Origen y Luces rojas no te hace más que recostarte en el asiento y esperar paciente a ver qué sucede. Los primeros minutos de Mindscape no son más que una mera toma de contacto del director con el pedregoso terreno sobre el que está deambulando. Sin embargo, a medida que la trama comienza a desarrollarse, la película se torna en un interesantísimo experimento de trampas, inteligencia adolescente y peligrosa seducción.
Al mando de la nave, un realizador español que debuta en el largometraje. Un Jorge Dorado que viene avalado por su trabajo como cortometrajista y por la producción de Jaume Collet-Serra, quien ya recaló en Hollywood con Sin identidad o La huérfana. Con una técnica realmente notable, Dorado se marca un ejercicio de intriga muy destacado con un baile de géneros que no desentonan entre sí.
Dorado dirige con maestría a Mark Strong, Taissa Farmiga y Brian Cox en unos papeles que van desarrollándose de manera sólida a lo largo de la trama. Lo que más atesora Mindscape es un final que deja la mayor parte de los cabos del guión atados mientras asistimos a un clímax en el que, por qué no decirlo, se nos engaña a todos por más que intentemos el viejo truco de “me lo veía venir”. Sin embargo, la técnica juega malas pasadas al director. Un mago nunca debe enseñar sus trucos y ciertos planos en ciertos momentos nos invitan a pensar que algo está sucediendo aunque no terminemos de concretar qué es.
Hay muchas películas que han tratado el viejo arte de introducirse en los recuerdos y los sueños. Es algo que cobra sentido en el cine cuando los montajes en paralelo de realidad e irrealidad son absolutamente convergentes. La presencia de Mark Strong, la habilidad de Taissa Farmiga y un secundario como Brian Cox aportan la respetabilidad necesaria para que Mindscape se convierta en un producto más allá de un símil de telefilme. Aquí hay técnica, hay labor. Hay un realizador que, esperemos, comience pronto a dar guerra.

[Crítica] Gente en sitios

Hay que tenerlos bien puestos, muy bien colocados, para crear una obra de semejante calado social, económico y cultural. Gente en sitios, dirigida por Juan Cavestany, representa todo lo bueno y lo malo del ser humano en su interrelación con sus congéneres. De la mano de un reparto con lo más iluminado del cine español, el cineasta nos levanta una sonrisa con una desvergonzada muestra del surrealismo más cotidiano.
En el Manifiesto de André Breton, escrito en 1924, encontramos una definición del movimiento que encaja perfectamente con el sentimiento que demuestran los algo más de 80 minutos de metraje que propone Cavestany: “Automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.” Aquí no hay razón, solo inconsciencia procedente de la más absoluta rutina y una total pérdida de valor estético de nuestro componente humano.
Si hay una película en la que podemos sentirnos identificados todos y cada uno de los que nos acercamos a ella, esa es Gente en sitios (y ojo al título, generalista, sobrio, neorrealista, autodescriptivo). Con temas tan trascendentales para la sociedad actual como es el fraude inmobiliario, la búsqueda infructuosa de empleo, la lucha vecinal, la incomunicación interpersonal, la pérdida de las sensaciones con los objetos que nos rodean. Todo ello se encuentra encajado en un conjunto de sketches que nos retratan de una forma auténtica, objetiva e incluso hiriente.
No podemos ser ajenos a lo que Cavestany, con una técnica natural, nada artificiosa, nos muestra. Hay un nombre y apellidos de esta España en cada uno de los personajes de Gente en sitios. Todos y cada uno de nosotros nos reímos de la existencia de estos caracteres pero, si hallamos el verdadero fondo, encontraremos una pequeña parte de nuestra existencia necesitada de cambio. Con esta propuesta, el director ahonda en nosotros y nos propone otra mirada a la vida, a la cotidianeidad, a la rutina.

[Crítica] Vivir es fácil con los ojos cerrados

Vuelve David Trueba después de la magistral pieza cuyo título nos transportaba a la capital española a finales de los 80. Y lo hace rindiendo homenaje a la España más optimista, capitaneada por un profesor de inglés que sólo quiere ver cumplido su sueño: llegar a Almería y conocer a John Lennon para hacerle una proposición que cambiará su vida y la de los propios Beatles.
Trueba nos lleva de vuelta a nuestros propios sueños, aquellos que deseamos cumplir y que, por los azares de la vida, nos cuesta trabajo o, simplemente, no hemos podido realizar. La mirada de Javier Cámara es un hálito de vida, sonrisa y optimismo en medio de tanta información falseada, policía con la porra fácil y censura en todos los estratos de la sociedad. Quizás lo más destacado de la película sea el esbozo de simpatía que provoca la sucesión de finales a los que el director nos hace asistir y que nosotros no queremos dejar de mirar.
Parece como si la historia no quisiera abandonarnos, como si Antonio San Román fuese una parte de nosotros, la que siempre quiere mostrarse dispuesto a la aventura, la parte más desenfadada de nuestra vida a pesar de nuestras obligaciones. Y en el camino, nos encontramos con piezas que van encajando en el difícil puzzle de nuestros propósitos. Y aquí es donde aparecen dos actores claves para el desarrollo de la película. Un descubrimiento como hacía muchos años que no sucedía en el cine español, una Natalia de Molina encaramada al recuerdo del espectador y de una película que ensalza cada rostro en cada escena bajo el sol de la Almería de Lennon. De otro lado, Francesc Colomer, aquel niño que nos sobrecogió con Pan negro, de Agustí Villaronga, y que consigue hacerse con secuencias de un poder atronador.
Salir de Vivir es fácil con los ojos cerrados es no parar de recordar los versos de tan maravillosa pieza de The Beatles. Strawberry Fields Forever, incluida en aquel Magical Mistery Tour, deja poso en la cabeza de quien se acerca a la última película de David Trueba, narrada con maestría, con tempo, con una sutileza propia de un autor que sabe de qué está hablando en cada momento. Pisa fuerte sobre un terreno que no se descontrola en ningún momento. Vivir es fácil… es una de esas películas que impulsan el denostado espíritu del cine español y por las que hay que hacer valer el crédito moral que se merecen nuestras películas, nuestros directores y todo el personal que trabaja para iluminar esa pantalla blanca de los cines.
No quiero desperdiciar estas líneas sin recordar a un actor olvidado por el paso del tiempo y por circunstancias ya pasadas. Un Jorge Sanz que demuestra que nunca se llegó a ir sino que seguía esperando una oportunidad y al que le debemos todos los regresos que se quiera marcar.

[Crítica] Mandela: Del mito al hombre

No hay un año tranquilo en alguna de las categorías de los Oscar. Pero pocas veces una de las principales ha sido objeto de radiografía milimétrica como este año la de Mejor Actor. El nivel de los intérpretes sube hasta cotas pocas veces comparables. Idris Elba y su Nelson Mandela no se quedan atrás en esta dura competencia por el gran premio al intérprete masculino.
Mandela: Del mito al hombre, un homenaje muy acertado basado en la autobiografía del propio Mandela, no cuenta absolutamente nada que no sepamos ya acerca de uno de los líderes políticos más importantes del siglo XX. Su contenido autocomplaciente crece a medida que va transcurriendo la trama y no hay más que ojear las primeras páginas de libro homónimo para darse cuenta de que William Nicholson ha retratado lo más significativo a su juicio de la carrera de Mandela sin importarle cuantas elipsis utilizar.
Pese a lo rutinario de la cinta, lo realmente destacable es la implicación de un Idris Elba que sigue demostrando porqué es uno de los actores más destacados de su generación. Stringer Bell quedó atrás. Ahora es un actor con proyección cuya carrera, pese a los años que lleva delate de la cámara, está en franco ascenso. Su caracterización de Madiba, fuerte, voraz, distinguida, casi señorial, le hace ser el foco de atención de todo espectador que se acerque a la película.
Bien ambientada, desarrollada y planteada, quizás peca de demasiadas omisiones narrativas que nos llevan hacia los momentos que los telediarios de todo el mundo reflejaron sobradamente y nos alejan de las relaciones interpersonales, políticas, culturales y psicológicas que unieron a Mandela con los líderes de su tiempo, su familia y su propia persona.
Chadwick utiliza, quizás demasiado, la épica que le dan las imágenes aéreas con la banda sonora de Alex Heffes. Una técnica más que notable para llevar a la pantalla acontecimientos históricos de una importancia capital que unimos este año a los que, con más infortunio, narraba la abominable El mayordomo de Lee Daniels. El apartheid, la segregación y la lucha por los derechos civiles constituyen un manual histórico tan importante que no merece ni un segundo de distracción cualquier obra que llegue a nuestras manos, ya sea en Estados Unidos o en la Sudáfrica de Mandela.

[Crítica] El lobo de Wall Street

Cuando Martin Scorsese decide desfasar, es un maestro. En toda esta orgía cinematográfica de proporciones hercúleas sobresale un nombre propio. Un hombre que dejó atrás hace tiempo el aura de ídolo adolescente para convertirse en un actor con mayúsculas. Leonardo DiCaprio se arriesga hasta límites sobrehumanos en la concepción de un papel que podría haberle sobrepasado. Sin embargo, su fuerza y electricidad, demostrada a lo largo de tres horas sin bajar el pistón ni un solo segundo, lo coronan como una de las mejores interpretaciones masculinas del año.
Si quisiéramos describir las analogías entre Scorsese y su cine con El lobo de Wall Street diríamos que bien podría constituir el fin de una trilogía que reuniría Uno de los nuestros y Casino. La portentosa capacidad de Marty para iluminarnos y hacernos sentir empatía con sus personajes masculinos, por muy perversos que sean sumada a la épica de la narrativa de la que puede (y debe) vanagloriarse el cineasta hacen que necesitemos reunir estos tres títulos en una misma tarde lluviosa. El lobo de Wall Street es un prodigio de escritura narrativa (obra de Terence Winter, masterclass en Los Soprano) y de montaje. Salir de una sala de cine totalmente exhausto tras ver lo que Scorsese ofrece es una prueba del ritmo impreso a una película que necesitaba ser tomada en serio de principio a final.
DiCaprio, en su exhibición interpretativa, tiene la réplica en una serie de personajes a cual más disparatado. Sus secuaces en las distintas fechorías que lleva a cabo se llevan el premio gordo. Pero sin la aparición de Matthew McConaughey, el prólogo no tendría sentido. Jonah Hill tiene momentos de lucidez realmente brillantes que lo encumbran de nuevo tras una serie de afortunadas apariciones en los últimos años. Hay mucho del Ray Liotta de Uno de los nuestros en ese Jordan Belfort. Hay mucho de la Sharon Stone de Casino en el imponente papel (y bellezón) de Margot Robbie, todo un descubrimiento.
Martin Scorsese presenta su película, la adaptación de las memorias de uno de los crápulas más importantes que Wall Street haya conocido, en un momento de ferviente crisis económica y social en todo el mundo. Hace algún tiempo, nos podríamos haber reído con todo lo que vemos. Pero ahora, conociendo lo que sabemos, no nos hace ninguna gracia saber que existen miles de Jordan Belfort sueltos por el mundo. Y Scorsese lo sabe, provocando que DiCaprio se regodee en su libertinaje interpretativo que merecidamente le ha dado un Globo de Oro y, esperemos, el ansiado Oscar que lo consagre definitivamente en la Meca del Cine.
¿Hay que ir a ver El lobo de Wall Street? Definitivamente sí. Independientemente de su temática, de la que podremos renegar años luz, se trata de una de las experiencias cinematográficas más estimulantes de este periodo. Estamos ante un Scorsese que regresa al cine que mejor se le da hacer, el de los personajes sin escrúpulos, que venderían a su madre por una bala para su pistola. El mundo de los De Niro, de los Liotta, de Keitel, de Nicholson. Donde Marty se siente cómodo y donde nosotros, como sus seguidores y admiradores, deseamos verle, retratando lo más oscuro, ruin y avariento del ser humano.

[Crítica] Agosto

Las reuniones familiares siempre han sido el lugar donde la lavadora de trapos sucios comienza a funcionar. Viejas rencillas, engaños, deudas. Todo eso sale a la luz y, casi siempre, en los momentos menos oportunos. Más o menos es lo que nos viene a plantear la última película de John Wells, Agosto, que con un reparto de excepción pretende hacernos ver un par de jornadas en la complicada existencia de los miembros de una familia en proceso de autodestrucción comandada por Meryl Streep.
Pese a sus debilidades, la potente obra del dramaturgo Tracy Letts se ve condenada a ser únicamente representada por el exacerbado histrionismo de Streep y el buen hacer, sorprendente cuanto menos, de una Julia Roberts venida a más a lo largo de la trama. Sin embargo, todo lo que existe detrás de ella aparece difuminado. La gran cantidad de subtramas que giran alrededor de la familia pasan desapercibidas. Bien por la electricidad demostrada de ambas intérpretes o bien por que la consistencia a la hora de adaptar la obra a la gran pantalla no es lo suficientemente sólida. El caso es que personajes jugosos como el que representa Ewan McGregor, al que nos hacen creer abyecto, queda en un segundo, sino mayor, plano. O el primo con sorpresas de la familia, un Benedict Cumberbatch a quien el papel le viene muy pequeño.
Chris Cooper, el regreso de la mítica Juliette Lewis o el intermitente Dermot Mulroney se encargan de dar la réplica, inagotablemente, a dos actrices que compiten por llevarse el favor del público, el de su propio director y, a ser posible, acaparar algún premio. Si ha habido lucha de egos, no se nota puesto que ambas actrices se encuentran en plenas facultades para arrebatarse los papeles la una a la otra.
Es una lástima que este August: Osage County termine en las manos de una exagerada Meryl Streep en su concepción de matriarca. La familia transita por el camino de la disgregación, el ambiente se puede cortar con navaja de afeitar. Todo se desmorona por las mismas conversaciones de siempre. La obra es directa, fría, tanto o más que el personaje casi militar de Julia Roberts. Sin embargo, Wells solamente se queda en la superficie. Solamente mueve la cámara para cambiarse de sitio. No nos implicamos con los personajes, no entramos en la mesa de comensales.

[Crítica] Nymphomaniac Vol. 1

Comenzamos nuestro viaje, supuestamente introspectivo por las mieles, dolores y sabores del sexo, guiados por la mano de un Lars Von Trier que entrega su primera obra desde la polémica edición del Festival de Cannes donde decidió autoflagelarse (dialécticamente hablando) con la presente y futura dirección del certamen. Tras aquella obra magna titulada Melancolía, nos adentramos en lo más oscuro de la adicción al sexo, la ninfomanía en este primer volumen de esta polémica nueva película del cineasta danés.
Tomando como guía un sorprendente prólogo inicial, al son de Rammstein, descubrimos a una Charlotte Gainsbourg dispuesta a contarle, así de primeras, los aspectos más oscurso de su vida a un señor al que no conoce de nada y del cual solo sabemos que ama la pesca, la polifonía y la serie de Fibonacci. Si Lars Von Trier intenta decirme algo, va por muy mal camino. A lo largo de las dos horas restantes, nos encontramos con un tratado de psicología que, personalmente, me resulta demasiado lejano. Las correrías, si se me permite, de la protagonista terminan por parecerme absurdos intentos del director por conseguir de nuevo seguir autocalificándose de maestro de maestros.
Bien es cierto que Von Trier ha entregado al cine una serie de obras cumbre entre las que recordamos Rompiendo las olas o Bailar en la oscuridad, quizás dos de sus películas más conocidas y, justamente, las que le dieron una fama y reconocimiento más que merecido. Sin embargo, el rizo no se puede rizar más. A Von Trier se le permiten pocas licencias. Su fama de pretencioso le precede y su trabajo en Nymphomaniac, aunque estéticamente correcto y bien llevado, no le libra de acabar siendo cargante y displicente.
En este primer volumen, a la espera de todos los actores que llegarán en el segundo, solamente me quedo con la entrega de dos intérpretes. Un Christian Slater que hace unas breves apariciones, una de ellas en un símil majestuoso con la muerte de Edgar Allan Poe rodado en blanco y negro con toques de genialidad y una Uma Thurman ante la que merece la pena las dos horas de psicología “a lo Dogma”. Su capítulo condensa toda la ideología que intenta transmitir la película. El miedo, la pasión, la hipocresía, el engaño, los celos, el sexo, la familia, el dolor ante la pérdida. El fragmento de Thurman es lo único realmente auténtico en este panfleto psico-sexual de Von Trier.
Demasiada narración irregular, demasiada voz en off y centrada únicamente en el personaje femenino (muy del gusto del danés). Nymphomaniac merece algo más en el Volumen 2. O bien ser destruida por completo de nuestras retinas o ser elevada por su complejidad y profundidad final.

[Crítica] La gran revancha

De vez en cuando, y sin esperarlo, aparecen en cartelera una serie de películas que echan para atrás en un primer momento pero que, al acercarse tímidamente a ellas con sensación de tibieza, nos acaban por dar la sorpresa. Es el caso de Grudge Match, o traducida en España, La gran revancha.
Hay dos formas de tomarse una película de estas dimensiones. Bien como un producto en el que los protagonistas escupen sobre su pasado violando el recuerdo de dos mitos del boxeo como Jake LaMotta y Rocky Balboa o bien entrando en el juego que proponen, un tira y afloja de la tercera edad que homenajea al género y dos de sus más grandes representantes cinematográficos.
Sylvester Stallone, ya con 67 años, y Robert De Niro, quien cuenta los 70, protagonizan esta cinta en la que la carcajada está servida. Normalmente, este tipo de películas me recuerdan que aquellos a los que estoy viendo luchan por pagarse la jubilación con papeles de tres al cuarto. Sin embargo, La gran revancha me ha cerrado la bocaza. Un humor inteligente, con guiños a las sagas clásicas y con dos actores sumamente entregados a sus papeles han servido para que disfrute de casi dos horas de leyenda cinematográfica orquestado por un guión que encumbra su primera parte. Tampoco es dato baladí recordar que en escena hay cinco Oscars entre los cuatro actores principales, algo que llama la atención teniendo en cuenta el planteamiento de la cinta.
Por si fuera poco el pastel, nos encontramos con el regreso de Kim Basinger en su más alta dosis de belleza y un Alan Arkin con el que no necesitaremos recordar a Burgess Meredith como el más fiel escudero del “potro italiano”. Stallone y De Niro, frente a frente en una batalla por la ancianidad en la que buscan venganza y terminarán por encontrarse a ellos mismos.
Habrá quien diga y reitere que el sacrilegio es la nota predominante en esta película. Y yo dudo mucho que Sylvester Stallone quiera violar a su creación más mítica, el Rocky Balboa que ganó al mismísimo Scorsese (y De Niro) en los Oscars de 1976. No viene mal quitarse el polvo de vez en cuando, dejar de ser un purista casposo y disfrutar de dos mitos, uno más que otro, del cine como nunca jamás volveremos a ver.

[Crítica] Inside Llewyn Davis

Había ganas de ver la nueva película de los hermanos Coen. Tras Valor de ley, Ethan & Joel preparaban con mimo su próximo proyecto, una cinta de corte musical que nos llevaba de vuelta a los orígenes de la revolución musical norteamericana que tuvo lugar cuando la canción popular se mezcló con la música folclórica, más íntima, personal, menos ruidosa y rimbombante que los estilos predominantes en la época.
A espaldas de la industria discográfica nacieron una serie de músicos que se encargaron de volver a dar vida a las canciones que habían recibido de sus antepasados. Con una guitarra y su voz, lugares como el Greenwich Village de Nueva York, fueron su plataforma de lanzamiento a un público minoritario que oyó, antes que nadie, como se gestaba el nacimiento de una revolución musical.
Los Coen nos llevan de vuelta a los años 60, cuando Bob Dylan apenas había comenzado a cantar en unos cuantos pequeños locales y dúos o cuartetos vocales querían impresionar a los pocos representantes de los medios especializados o discográficos que acudían a estos lugares. De la mano de Oscar Isaac, en la que posiblemente sea la interpretación de su carrera, nos sumergimos en la oscuridad, la soledad de un joven que desea triunfar y sólo mira por su propio beneficio. Su vida no es vida. Duerme en los sofás que le prestan sus, cada vez más hartos, amigos y recibe las palizas de la misma profesión que ha escogido. Es una época donde el triunfo se cree desmerecido y los fracasos se suman por decenas. Cajas y cajas de vinilos con grabaciones ya olvidadas en el tiempo que Llewyn Davis intenta ocultar como tantos otros.
Basada libremente en las vivencias de Dave Van Ronk, a la sombra de un Dylan que apareció en aquella época como el buque insignia del folk y a quien los Coen representan de manera mágica, Inside Llewyn Davis (casualmente el gran disco de Van Ronk lleva un título homónimo, Inside Dave Van Ronk) es una de las piezas más notables de los hermanos Coen. Su veracidad, su intimismo, el énfasis realizado en la emoción de los personajes y las secuencias musicales, rodadas en plano fijo, nos funden en una comunión con ellos y sus protagonistas. Ojo a la escena con F. Murray Abraham, donde las escarpias invaden cada vello capilar provocando una sensación parecida a querer llorar y no poder.
Los Coen saben plasmar como nadie el fracaso y sus consecuencias. Son treinta años de carrera representando a personajes miserables, fracasados, hundidos, desalentados. Todos ellos sin rumbo fijo pero con un propósito. Y Llewyn Davis, de nuevo, no es más que un Ulises intentando volver a su Ítaca.