[Crítica] Philomena

No somos conscientes de la suerte que tenemos de contemplar a Judi Dench en la pantalla. No nos acordamos lo suficiente de la fuerza desgarradora que transmite esta intérprete que llegó al cine de la mano de Kenneth Branagh en Enrique V (1989) tras una larguísima y productiva trayectoria en el teatro. Pese a sufrir considerables dolencias físicas, Dench no quiere retirarse y a sus 79 años se la considera una de las grandes damas de la escena contemporánea.
Buena prueba de ello es el papel desgarrador, humano y basado en hechos reales de Philomena Lee, una mujer irlandesa que estuvo durante cincuenta años buscando al hijo a la que obligaron a desprenderse por haber cometido un pecado casi mortal a ojos de la férrea comunidad de monjas en la que permanecía interna. Un guión de Steve Coogan, también protagonista de la cinta, en colaboración de Jeff Pope le sirve a Dench para lucir su talento, de sobra conocido, en la gran pantalla. 
A través de la vergonzosa historia de Philomena, en la que nos retrotraemos a los tiempos más oscuros de la fe católica, en la que hasta respirar era pecado (y no había lugar a discutirlo), las monjas eran seres oscuros y los sacerdotes, cabezas pensantes de todo el organismo represor eclesiástico. Se nos contrapone de inicio el placer que supone el primer amor, aunque sea hasta sus últimas y más irresponsables consecuencias, contra la obligación moral de deshacerse de todo lo que recuerde a un pecado del que nace el sentimiento mismo de la vida. 
Hay una eterna lucha entre la fe y el escepticismo, el ateísmo o el agnosticismo durante toda la película. Planos que contraponen la ferviente creencia en la mediación de Dios y sus ángeles que tiene Philomena a pesar de lo que sufrió siendo apenas una joven con las atronadoras opiniones del periodista encarnado por Coogan, con frases absolutamente demoledoras y destructivas. Pese a todo, Stephen Frears abusa en demasía de una serie de flashbacks que no le hacen justicia a un relato que debería haber sido totalmente lineal dejando al espectador sacar sus propias conclusiones sobre la atrocidad recaída sobre Philomena y no unas imágenes de vídeo casero que buscan la lágrima fácil. 
Tampoco se distingue a ciencia cierta el sello Frears en la película, que parece orquestada en su totalidad por un Steve Coogan que se mueve con una soltura indiscutible por aquellos vericuetos más recónditos a los que el relato se ofrece. Philomena ofrece una sesión de carcajadas mientras nos da zarpazos de una realidad triste de un pasado al que hay que ajusticiar como se debe. Una de cal y dos de arena.

[Crítica] La mujer del chatarrero

Habrá quien, a estas alturas de siglo, se atreva a pronunciar la palabra “manipulada” para describir esta película. Cuando conocemos todo lo que trae consigo la crisis, sobre todo en los países más desfavorecidos y más dados al personalismo de sus gobernantes, todavía permanecen ocultos millones de problemas de millones de familias en todo el mundo. La mujer del chatarrero es sólo un fiel reflejo de todos esos problemas, acuciados por la obsesión de quienes nos dirigen por el “recorte” y la “austeridad”, en la que una madre de familia se ve condenada a vivir a las puertas de la muerte por no cumplir con la burocracia establecida y no tener derecho, que retumba en este 2014, a una sanidad gratuita y universal.
Danis Tanovic, ganador del Oscar por En tierra de nadie, nos presenta este pseudo-documental en el que nos trasladamos a un pequeño pueblo gitano en Bosnia-Herzegovina en el que veremos cómo, además de la desprotección sanitaria, se vive en una vergonzosa situación en la que para poder sobrevivir, hay que desguazar coches y vender los restos por una miseria que apenas da para pagar un medicamento.
Lo peor y más triste de todo es que lo que Tanovic refleja en esta película no sucede en el marco donde permanece contextualizada la trama. Si miramos a nuestro alrededor, en el centro mismo de las capitales más importantes de cada país dentro incluso de los continentes que creemos más desarrollados, tenemos las imágenes más cruentas, desoladoras y dolorosas que nos podamos imaginar. Tanovic nos remueve las conciencias y nos genera impotencia. Nada hay que hacer ante tales situaciones. O eso es lo que parece. Necesitamos más documentos (escritos, audiovisuales, etc.) que sirvan, de forma testimonial, para denunciar abiertamente qué está pasando en el mundo, que estamos hartos de tanta indiferencia de tanto sátrapa gobernante.
La mujer del chatarrero es una historia real, la misma que vivieron los protagonistas y a los que el propio Tanovic pidió que apareciesen como actores principales en este discurso social tan deplorable. Cada secuencia remueve por dentro, nos hace recapacitar y darnos cuenta de que la realidad sigue siendo catastrófica por mucho que se empeñen los parlanchines mandamases. La mujer del chatarrero representa la visión más cruel del cine europeo, tan necesaria para abrirnos los ojos como sencilla en su planteamiento y ejecución.

[Crítica] Her

Resulta harto complicado hablar de la última película de Spike Jonze sin caer en el tópico o en la palabra fácil. Estamos ante la obra más delicada que han visto nuestros ojos en mucho tiempo, una pieza cumbre e imperecedera, piedra angular en la exposición del talento de su protagonista y con uno de los libretos más sobrecogedores de la contemporaneidad cinematográfica.
Her roza en su proximidad el término distopía, una sociedad ficticia que se queda atrás en este golpe de efecto pero que aporta una disconformidad con lo establecido. No se consigue distinguir si Her es una denuncia contra las normas tecnológicas establecidas en esta ordenación social en la que el mismo concepto de “sociedad” tal y como lo conocíamos está cambiando de forma vertiginosa. Ya no hay relaciones entre personas cara a cara y, las que permanecen, se encuentran viciadas y faltas de interés.
Spike Jonze, en cada línea de guión, asesta una puñalada frontal al concepto actual de las relaciones humanas. A todo lo que creíamos establecido sobre el trato con los viejos amigos o, con lo que resulta más chocante, con la propia pareja. El eje central de este paradigma se encuentra en el rostro de Joaquin Phoenix, injusto olvidado en los Oscars pero presente en quienes de verdad sienten el cine más puro y absoluto. Su interpretación es un total cambio de registro con su película anterior, la genial The Master. Pocos actores se encuentran en una plenitud de talento tan consagrada como la de Phoenix. Spike Jonze lo arma con el mejor guión y construye un Theo doliente, enamorado y perdido en un mar de dudas entre su pasado real, su presente virtual y su futuro. Jonze crea una obra con un carácter visionario y se eleva a los altares de cuantos vieron un futuro cercano antes que nadie y lo supieron mostrar sin perder un ápice de sentido del realismo.
Theo representa la clave de una nueva forma de contar las historias de amor, de cara a la pantalla y en su propio trabajo, escribiendo notas de amor para terceras parejas. El futuro de tan honorable sentimiento está siendo enterrado bajo toneladas de litio, plástico y acero. ¿Puede existir el amor hacia alguien que no conoces y con el sabes que nunca podrás interactuar? Aquí es donde aparece una actriz sin la que la película no encontraría su sentido. Scarlett Johansson, con su sensual voz rota, enamora a su protagonista y nos seduce a los espectadores. Un sistema operativo que rompe los esquemas de Theo y le hace preguntarse quién es, qué desea en este presente incierto de su vida en el que acaba de destrozar su anterior relación (magnífica siempre Rooney Mara). No termina de ser apetecible ver cómo existe un perfecto individualismo romántico pero tampoco podemos evitar no esbozar una sonrisa al observar al encantador Theo consiguiendo lo que siempre deseó, alguien que le comprendiera, le escuchase y con quien compartir su vida.
Pero, ¿quién sabe?

[Crítica] Monuments Men

George Clooney regresa a la dirección con una película que bebe del mejor espíritu del cine bélico de mediados de siglo XX, en su faceta de productor, guionista, realizador y protagonista. Sin embargo, no se nota un esfuerzo por adaptar las líneas del libro que trajo esta historia a la actualidad y que fue escrito, de manera sobresaliente, por Robert M. Edsel.
Solamente hay unas pocas escenas realmente brillantes a lo largo de la, por cierto alargada, trama. Una de ellas es precisamente la que utiliza como arranque a la película y que Clooney utiliza como inteligente gancho para salvar su trabajo en los primeros minutos. Alexandre Desplat sirve una banda sonora al compás de este tipo de producciones, cintas bélicas en las que se entremezclan un buen número de chascarrillos y la historiografía pasa a un segundo o tercer plano narrativo.
A medida que avanza la película, contemplamos como George Clooney va destilando tanto carisma y está tan encantado de conocerse que resulta algo sobreactuado. Hay personajes desdibujados que solamente sobreviven a la criba cuando actúan por separado al grupo. Es el caso de Bill Murray y Bob Balaban, quienes nos dejan sólo un par de secuencias para el recuerdo. John Goodman y Jean Dujardin se complementan a la perfección y, aisladamente, son de lo más apetecible de la película. Sin embargo, el mayor error de la producción radica en no haber escogido a Matt Damon como protagonista absoluto. Sin embargo, su labor compartida con Clooney le hace un flaco favor y lo coloca como el personaje más interesante la trama pese a su escaso desarrollo narrativo.
George Clooney, sabedor de sus capacidades y talento detrás de la cámara, realiza un encomiable trabajo de dirección. Pese a su duración, hay un gran trabajo de montaje y una cuidadísima fotografía. También es evidente que su director reinventa el concepto de “peli de amigos” para pasar olímpicamente del libro en el que se basa la traa e intentar dibujar a un grupo de colegas en busca de las obra de arte que Adolf Hitler pretendió convertir en su colección particular en el Führermuseum de Linz. No hay contextualización, sabemos poco de las maravillas que buscaron aquellos expertos. Si la intención del director era obviar aspectos historicistas para hacernos bucear en la obra de Robert Edsel, entonces hace un trabajo excepcional. Si no, la película se queda a medias, apagada.
Sin duda, Monuments Men es un divertimento exquisito, cuidado como entretenimiento pero no como obra que pretenda recordar a los héroes de Monumentos. Si nos dejamos de teoría y vamos a la práctica, es evidente que pasar un buen rato con un reparto de excepción y una trama más que interesante será la mejor opción para disfrutar del buen cine cómo se debe.

[Crítica] Nebraska

Con un presupuesto de tan sólo 13 millones de dólares, el más bajo de su carrera junto con Entre copas, Alexander Payne arriesga ante el público con una historia narrada en blanco y negro y desarrollada de una manera magistral, propia del estilo de un director con sello propio. Nebraska, además, cuenta con la magnética presencia de un actor inmenso, Bruce Dern, al que su director recupera en un soberbio retrato de la vejez en una particularísima road movie con espíritu de viejos clásicos de la literatura universal.
La marca de la casa Payne está en cada fotograma que vemos. La soledad, la pérdida de la esencia de vivir, el viaje desde un punto A hacia un punto B con una marcada capacidad para el autorretrato psicológico y vital. Alexander Payne ya nos metió en carretera en Entre copas y nos retrató la soledad del hombre mayor en A propósito de Schmidt con un aplaudido Jack Nicholson.
Aquí, descubrimos la lucha de un hijo por contener a su padre en un viaje hasta Nebraska para cobrar un supuesto premio de un millón de dólares. Aquí no hay premio que valga, sólo hay una melancolía acentuada con una fotografía muy particular que aumenta la desazón que los personajes de Payne ya transmiten por sí mismos. Parte de esta melancolía la lleva en su interior un Bruce Dern con un discutible pasado de alcoholismo, pérdida de licencia de conducir y un irrefrenable vicio de no poder decir que no a nada.
Alexander Payne nunca ha sido amigo de las filigranas técnicas sino de la cotidianeidad más absoluta. Su cine se basa en la normalidad de las situaciones que recrea. No hay que hacer un esfuerzo por valorar si lo que está sucediendo en pantalla puede ser verosímil o no. Hay un poder de la imagen que sirve para narrar las historias más sencillas que podamos imaginarnos. Woody no es más que otro personaje Payne que ha fracasado en su vida en los aspectos en los que tenía que haber estado más acertado. Algo semejante a lo que le sucedió al Giamatti de Entre copas, al Nicholson de A propósito de Schmidt o al Clooney de Los descendientes. A su vejez, cree estar más cerca del éxito con un premio que no es más que una tapadera comercial que, como en el resto de su vida, se niega a creer y afrontar.
Pequeñas situaciones cómicas, la mayor parte protagonizadas por June Squibb (la adorable esposa de Nicholson en A propósito de Schmidt) aderezan una trama en la que más vale reír y no llorar. Tanta melancolía, demasiada tristeza y soledad en el ambiente no deben contagiar ni nublar la percepción de unos personajes irredentos buscando un destino incierto y nada complaciente.

[Crítica] Cuento de invierno

Akiva, si no sabes torear. ¿Pa qué te metes?” Así podriamos empezar una reseña más que correcta que defina a la perfección una de las películas más condenadas al ostracismo que nos podamos imaginar en este año, década casi de cine. Akiva Goldsman, guionista de Batman Forever, Batman & Robin, Ángeles y demonios o El código Da Vinci, ha decidido meterse a director y reventar la taquilla con una mala película “de amigos”. Y es que para salvar los muebles no hay nada mejor que levantar el teléfono y contactar con quienes te dieron días de gloria: Russell Crowe, Jennifer Connelly o Will Smith con el fin de preparar la superproducción del año. Y no hay mejor forma de empezar que contratando como protagonista a un Colin Farrell a quien el destino no para de jugarle malas pasadas.
Hay poco defendible en esta monstruosidad fantástica que pretende recrear el amor perdido por el azaroso destino y la necesidad de encontrar un milagro para poder seguir adelante. Un milagro es lo que ha llevado a Akiva a dirigir una película, a escribir guiones durante veinte años y encima ganar un Oscar por el guión de Una mente maravillosa. Hay un enfado monumental detrás de todas estas líneas que no terminan de expresar con totalidad una sensación de estafa con una duración de casi 120 minutos en los que no se si has pagado tu inexperiencia, Akiva, o me has querido robar mi dinero en un día tan comercialmente especial.
Con esta representación de la batalla cielo-infierno, bien-mal, bondad-maldad lo único que consigue es aburrir, provocar inexplicables movimientos en el asiento y aumentar la miopia de quien se atreve a ver la película. Cuento de invierno es todo lo malo que le podamos desear al cine, un guión farragoso lleno de frases estrelladas, una construcción de personajes fallida y una capacidad para dilapidar el talento de actores como William Hurt o la propia Jennifer Connelly que quedará, o no, para los anales de la historia.
Esta tarde veré Batman & Robin. No porque me guste sino porque Goldsman me acaba de convencer que es lo mejor que ha hecho en toda su (milagrosa) carrera. Frases como “Hola Frío, soy Batman” o “Ahora sé porqué Superman trabaja solo” no me dolerán tanto.

[Crítica] Cuando todo está perdido

Robert Redford sorprende a propios y extraños demostrando una fuerte capacidad mental y física en Cuando todo está perdido, la segunda película de J. C. Chandor tras la interesante Margin Call. En esta aventura, a lo largo y ancho del océano, asistimos a una total experiencia en la que el hombre se encuentra con sus miedos, con Dios y su propio destino.
No hay un sólo diálogo en toda la película. Todo pasa a través del tranquilizador rostro de un protagonista entregado por completo a su aventura. Somos testigos de un viaje hacia un final que se torna calculado y predestinado desde el primer momento. Chandor apuesta por dejar al hombre sólo ante los elementos, ante las circunstancias de un viaje consigo mismo a través de la nada en el que tendrá que poner a prueba su pericia, su experiencia y sus intenciones de seguir con vida.
Al término del film cuesta imaginar a otro actor que no sea Robert Redford interpretando a esta suerte de Jeremiah Johnson vagando en solitario por el ancho mar. Es curioso como sólo pronuncia dos palabras, perfectamente clarividentes, a lo largo de la película que, para muchos, responde a los verdaderos designios de una película que abandona al hombre a las manos de un ser superior (o de sí mismo, según se mire) en quien se deposita el destino de este ser humano. Redford encarna a todo hombre en la encrucijada de la vida, en la que debe elegir cuáles son las decisiones correctas a riesgo de equivocarse y dar al traste con todo. Dispone de todo cuanto podría tener en tan duros momentos, para izarse contra su destino o culminar su obra de fatal manera.
Chandor, aunque consciente de que hace un trabajo interesante en su factura técnica, no puede evitar caer en el sentimentalismo ocasional americano. Efectos de sonido discordantes en ciertos momentos con la intención de la cinta, una banda sonora escasa (aunque debió ser absolutamente nula) y ciertos momentos que invitan a la más incómoda risa. No obstante, la papeleta la resuelve con una ferviente fe en sí mismo un Robert Redford al que se le notan los años pero que sigue conservando parte del talento que un día le llevó a ser uno de los actores de referencia en el Hollywood clásico. Su aura permanece intacta y la elección de este proyecto, aunque arriesgada por su edad (roza los 80 años), es más que acertada por mucho que las nominaciones a los premios gordos de la temporada le hayan obviado de mala manera.
El actor rubio es quien, de todas las formas posibles, consigue mantener a salvo una producción que, en manos de otro intérprete podría haberse convertido en un símil a cualquiera de los productos que Wolfgang Petersen realizó en su carrera más que en una experiencia casi de cine mudo. Sin embargo, y a riesgo de ser comparada con películas como Gravity por su culto al existencialismo, es toda una fuente de inspiración para todo ser solitario. Y es que, como dijo Friedrich Nietzsche, “la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar.”

[Crítica] Alabama Monroe (The Broken Circle Breakdown)

Hay dos tipologías de espectador. Una es el “espectador férreo” y la otra “espectador lacrimógeno”. Yo me creía en el primero de ellos hasta que una serie de circunstancias me hicieron ver la luz y pasarme al lado de la lágrima fácil. No es que confiese ser del segundo grupo al ver Alabama Monroe sino que la propensión al llanto, quieras o no, se hace mucho más plausible con este tipo de historias, por otro lado, ya manidas.
No es la primera vez que nos cuentan la tragedia de una pareja abocada a terminar como el rosario de la aurora. Sin embargo, la novedad que nos presenta su director, Felix Van Groeningen, es la de un montaje que pretende narrar una historia partiendo de hechos aislados inherentes a la propia trama. Hay saltos cronológicos que hacen perder la atención más que retenerla y confunden en algunos momentos. La utilización de la tijera en la sala de montaje es un elemento indispensable a la hora de realizar una película y, por tanto, importante en su valoración final.
Sin embargo, el uso de una acertada banda sonora que bebe directamente del country y el bluegrass, movimiento musical norteamericano heredero del folclore tradicional y que se popularizó en los 40, es un notable punto a favor a la hora de enfrentarse a las tristezas que emanan de la película. Con esta base, los dos protagonistas (excelsos en la construcción de sus respectivos) se embarcan en una lucha a favor de la vida en la que atacarán a todo aquel que intente atentar contra sus ideales. No se ve un descarado culto a Estados Unidos aunque sí un gusto del protagonista por la respetable cultura popular americana que sirve como eje central de su propia psicología.
La narración fragmentada nunca ha sido del gusto de este cronista. En este sentido, se debería poner más atención a aspectos narrativos mucho más evidentes que comienzan a fallar cuando no hay unos buenos cimientos en el guión. Solventar los fallos con la posproducción no es una buena idea. Pese a todo, la película es candidata al Oscar a la Mejor Película Extranjera por Bélgica y ya fue premiada en Sevilla con el Gran Premio del Público. Su capacidad para crear un universo lacrimógeno, nudos irreversibles en el estómago y un trágico melodrama hacen de Alabama Monroe un experimento muy vistoso pero tremendamente tramposo.

[Crítica] La Venus de las pieles

Emmanuelle Seigner. Mathieu Amalric. Dos personajes, dos actores practicando un ejercicio metadiscursivo que solo alguien como Roman Polanski es capaz de solventar con maestría y nitidez. La venus de las pieles se encuentra a medio camino entre la obra más pura y absolutista del Polanski más clásico y su tendencia a la contemporaneidad como cineasta que ha demostrado en los últimos tiempos.
Es la cuarta ocasión que el director polaco trabaja con su musa, Emmanuelle Seigner, quien derrocha talento y sensualidad a lo largo de un metraje en que encuentra un equilibrio perfecto con su partenaire masculino, un Mathieu Amalric con evidentes toques, ínfulas y parecido con el propio director de la película. Este ejercicio metacinematográfico, interliterario si se me permite, transita entre sucesivas adaptaciones de la misma obra. La homónima escrita a finales del siglo XIX por el alemán Leopold von Sacher-Masoch y que terminó por dar nombre a cierta tendencia sexual que evitaremos reiterar sirve al dramaturgo norteamericano David Ives para crear una cueva llena de pasillos ocultos que se cruzan unos con otros a lo largo de un iluminado camino interpretativo.
Como en anteriores obras (léase Un dios salvaje, El cuchillo en el agua o aquella rareza titulada Callejón sin salida) la acción transcurre en una sola estancia. La cámara se funde con el espacio, retratando cada rostro de ambos personajes mientras disfrutan de su propia reconversión en “intérpretes interpretados”. Hay mucho de Lunas de hiel, de Repulsión, de La muerte y la doncella en esta nueva incursión cinematográfica de Roman Polanski en la que los papeles se confunden con la realidad, los actores se confunden con ellos mismos y el cineasta aparece reflejado en cada uno de ellos, aunque Amalric termine siendo su vehículo de expresión.
Estamos a punto de contemplar un ejemplo de representación de un subtexto fílmico que mejora, si cabe, la concepción cinematográfica del propio guión primario de la película. Hay referencias a Wagner, a Tiziano, incluso a John Ford. ¿Quién no ha deseado ver alguna vez un musical de producción belga basado en La diligencia? En toda esta demostración de utilización del lenguaje teatral y cinematográfico, brilla la doble Emmanuelle Seigner, la que es capaz de representar a la más vulgar del reino mientras se prepara para dotar a su personaje, complejo como pocos, de un estilo dominante, perverso y malévolo que deja sentado al director de la obra, un Mathieu Amalric rendido a los pies y deseos de su pareja en este reparto condensado pero bien desarrollado.
La venus de las pieles se introduce bajo la piel con frases demoledoras sobre romanticismo y dominación. La reconversión del texto original que realizan Ives y Polanski se traduce en una representación en tiempo real de las virtudes y perversiones del más común de los mortales. Todo ello aderezado con una inquietante banda sonora de uno de los compositores en mejor forma de la última década (y sucesivas), un Alexandre Desplat que vuelve a demostrar que ningún trabajo es similar al anterior.

[Crítica] Al encuentro de Mr. Banks

¿Quién no ha llorado alguna vez recordando alguna de las mágicas secuencias que incluye la película Mary Poppins? ¿Quién no se emociona cantando, cuando la ocasión lo requiere (o no) aquellas armoniosas melodías que permanecen en generaciones de niños, adultos y mayores? Es todo un acierto que Disney Pictures quiera dedicarle este año a la cinta de Robert Stevenson un cincuenta aniversario como se merece. Además, decenas de nuevas ediciones en alta definición aparecen en estas fechas como onomástica perfecta para celebrar y recordar el rodaje de tan mítica película.
Disney tira de archivo para recuperar viejas conversaciones, olvidados nombres de las bambalinas de Mary Poppins para homenajear, no al personaje en cuestión interpretado dulcemente por Julie Andrews, sino a su autora. Una Pamela Lyndon Travers encarnada con una solvencia shakesperiana por la siempre genial Emma Thompson, en un papel que la dignifica como intérprete tras años alejada de su verdadero talento. Al encuentro de Mr. Banks no funcionaría de la misma manera con otra actriz.
Las traseras de la producción, algunas de ellas por lo menos, quedan al descubierto en esta película mientras observamos los intentos frustrantes de un Walt Disney (representado con una soltura encomiable por Tom Hanks) por hacerse con los derechos que le permitan tener el control total y absoluto de la adaptación de la novela de Travers a la gran pantalla. Sesiones de grabaciones y lectura del guión, a cual más hilarante, de las cuales los créditos finales darán buena muestra.
Pero, Al encuentro de Mr. Banks, no es solamente la trastienda de la fábrica de los sueños que fue la factoría Disney en sus buenos tiempos. Es también un viaje al pasado a través de la propia P. L. Travers, sus propios miedos y traumas, sus recuerdos familiares los que le llevaron a concebir el personaje tan inmortalizado por Stevenson en 1964. En estas sesiones de viaje en el tiempo, encontramos a un Colin Farrell crecido en su papel de padre, convencido de su trabajo y alejado de cualquier tópico al que podamos articularlo.
Detrás de Mary Poppins hay una historia que merece ser contada, una tragedia personal que refleja un sufrimiento. Y ahí, John Lee Hancock sabe utilizar los elementos más dramáticos de la narrativa cinematográfica, entre ellos una meritoria banda sonora, para impostarnos una lágrima en los ojos, para empatizar con una niña que se siente en plena soledad en el mundo. Estos detalles le servirán para crear un icono que, tras veinte años de lucha por parte de Mr. Disney, llegó finalmente a la gran pantalla no sin las desaprobaciones pertinentes de P. L. Travers, incluso después del estreno pese a que la película quiera manifestar lo contrario.
Al encuentro de Mr. Banks es tremendamente gozosa. Los que recordamos Mary Poppins como una de las películas imprescindibles de nuestra infancia disfrutaremos como niños volviendo a entonar aquellas melodías que no transcribiré aquí por falta de espacio. Y, sinceramente, por no soltar una lagrimita de emoción pensando que este tipo de películas ya no se hacen.