[Crítica] Mejor otro día

Normalmente, solemos encontrarnos películas que invitan al optimismo más exacerbado en situaciones que no dejan lugar a la alegría, optimismo o la vitalidad. Mejor otro día, la nueva película de Pascal Chaumeil (Los seductores, Llévame a la Luna) invita a sentarse, intentar disfrutar lo más posible y olvidarla en cuando cruzamos las puertas del cine en dirección a la vía urbana.
Pierce Brosnan sigue en su estela de trabajos, posiblemente bien remunerados, que le están sirviendo para tratar de no desaparecer tras su paso por la saga del agente secreto más famoso de la gran pantalla. Trabajar con Roman Polanski o con Susanne Bier han sido sólo algunos de los intentos del intérprete irlandés por labrarse un futuro alejado del encasillamiento de años anteriores. Imogen Potts estrenará hoy su segunda película en la cartelera española tras Need For Speed, una actriz que no resulta del todo simpática por su excesivo histrionismo pero que generará algunos admiradores por la sencillez del trato a sus personajes.
Dos personajes a los que acompañan Toni Collette, abonada ya a las películas que se ruedan fuera de la industria, y un Aaron Paul en su más que conseguido intento por zafarse de Jesse Pinkman y demostrar su valía como actor en productos de menor trascendencia pero mayor oportunidad en cuanto a cambio de género se refiere. Todos ellos son quienes adaptan una novela de Nick Hornby que versa sobre las segundas oportunidades para gente que cree no tener otra escapatoria ante los problemas de su vida.
Mejor otro día posee algunas secuencias absolutamente inverosímiles. Incluso la sobreactuación de muchos de sus intérpretes en ciertos momentos alejan al espectador de una película ya de por sí lejana. El tratamiento de estos problemas quizás es el equivocado y Chaumeil contribuye a extraer una imagen nada positiva de quienes sufren cada día humillaciones públicas, la soledad, la locura del amor o una grave enfermedad de un ser querido muy cercano. No parece que Mejor otro día esté dirigida a quienes acaban de salir de una depresión o quienes tienen en su cabeza demasiados problemas, de esos que consideramos graves y ante los que siempre nos empeñamos en creer que hay poca o ninguna solución.

[Crítica] 9 meses... de condena

El humor absurdo debería ser considerado ciencia desde el momento en que, lo que parece que va a hacernos levantar del asiento, cerrar el libro o apagar el sistema, nos hace esbozar una vergonzosa sonrisa que no sabemos si borrar rápidamente antes de que nos descubran o mantenerla con todas las consecuencias. En cine hay multitud de ejemplos que ilustran situaciones que rozan el límite de lo que debería ser considerado “humor”. Sin embargo, en todos nosotros existe un cierto componente morboso que nos hace ir más allá.
En 9 meses… de condena, el actor, guionista y director Albert Dupontel nos pone en la tesitura de rendirnos ante lo que se presupone una nueva muestra del absurdo barato o seguir viendo una comedia sobre los equívocos provocados por una noche descontrolada de una magistrada excesivamente controladora. Llena de paradojas y situaciones que bordean peligrosamente la comedia con la vergüenza ajena, 9 meses… de condena es una experiencia disfrutable pero no olvidable. ¿A qué se refiere el término “no olvidable”? Pues a dos apariciones sorpresa, que no desvelaré por motivos inherentes a la crítica, que hacen desembocar la sonrisa en carcajada. Una mención, evidentemente retocada, al preso más peligroso de cierta Familia encarnado por un Monty Phyton (ojo al dato) y un peculiar traductor al lenguaje de signos de un telediario recreado por un actor francés recientemente galardonado con el Oscar.
Todo ello se encuentra aderezado con pinceladas, pocas pero concisas, de comedia surrealista. Una película que se ríe de sí misma y que, por lo menos, cumple lo que promete. No decepciona pero tampoco interesa demasiado más allá del mayor pecado del film, sacrificar la historia completa al recuerdo por parte del espectador de secuencias a cual más bizarra obviando grandes premisas que podrían haberla convertido en, otra más, deliciosa comedia muy del estilo francés. Sin embargo, los galos cuando quieren también dominan el arte de provocar desde lo más primigenio.

[Crítica] Anochece en la India

Hay actores con los que rápidamente uno siente una cierta empatía al verlos en la gran pantalla. Es el caso de una de nuestras mayores glorias, en este nuestro cine patrio, un Juan Diego encumbrado desde hace años a lo más alto del talento y respeto de una profesión, industria y público. Recién galardonado en el pasado Festival de Málaga con la Biznaga al Mejor Actor, el intérprete sevillano llega a la cartelera con Anochece en la India, una road-movie con ecos a León de Aranoa y a un cine de autodescubrimiento muy de moda.
Estos viajes hacia alguna parte comienzan en el momento en que el protagonista decide replantearse su vida y adquirir habilidades que antes no poseía. En plenas facultades, el personaje de Juan Diego decide embarcarse en una aventura que lo llevará, por tierra, hasta la India con un único objetivo: descansar en paz para siempre. Ricardo se ha cansado de vivir, se encuentra enfermo y postrado en una silla de ruedas para el resto de sus días. Su historia se narra con absoluto pesimismo. No hay lugar para la esperanza, sí para las cosas claras.
Chema Rodríguez, su director y guionista, nos embarca en la historia de Ricardo con un comienzo que invita a seguir una trama desde el principio sabidamente negativa. Desde la sublime secuencia que componen los diferentes planos de la entrevista para el puesto de auxiliar y enfermero hasta la presentación de un personaje principal que compone la quintaesencia del hombre cabreado. Para eso, Juan Diego es perfecto. Los improperios nunca han sonado tan correctamente como los pronunciados por un actor de marcado carácter.
Este viaje en busca de un destino fatal se realiza en compañía de una mujer, rumana, de unos cuarenta años, que dejó su país natal por no hallar la suficiente valentía para enfrentarse a una situación familiar muy delicada y que encuentra en su camino a un Ricardo necesitado de empuje físico pero no mental. La relación entre ambos adquiere una significación muy teatral, asistimos con el avance del metraje a una reiteración de elementos que nos hacen alejarnos de lo que se pretende contar. Sin embargo, el cuidado con que estas dos personas se tratan (y maltratan) es una cuestión a tener en cuenta para evaluar este duelo interpretativo entre Juan Diego y Clara Voda.
Durante toda la película se mantiene la transmisión de un espíritu de finalización, de término, de conclusión que enriquece la narración y la deshace de todo convencionalismo. Se reivindica el derecho a disponer de la propia vida más allá de los límites divinos o espirituales que la tradición nos ha impuesto. Sin embargo, la última frase que se pronuncia en la película es la arena que necesitaba tanta cal. Una idea que permanece mientras todo lo que hemos visto anteriormente afirmaba lo que el mundo quiere negar. La vida sigue su curso y en ese viaje, inevitablemente, hay que encontrarse con la muerte.

[Crítica] El desconocido del lago

El desconocido del lago, último Giraldillo de Oro en el Festival de Sevilla, propone algo mil veces estudiado pero de una forma completamente distinta a lo ya enunciado. Una historia de suspense, de voyeurismo a lo Alfred Hitchcock y erotismo homosexual plácidamente narrada y abigarrada en una base muy sofisticada.
Con un desfile de miembros viriles sin precedentes, El desconocido del lago aúna un espíritu de contracorriente con un extraño manierismo que la hace más cercana de lo que pueda parecer a primera vista. Con la excusa de plantearnos el cruising como una forma de contarnos una historia tremendamente perturbadora, Alain Guiraudie nos hace observadores neutrales de una trama que recuerda a las líneas de Patricia Highsmith y evoca planos de Réne Clément y un Roman Polanski en la plenitud de su trabajo.
El desconocido del lago es también una de las ganadoras implícitas del año. Apuesto cualquier miembro de mi cuerpo a que todo espectador que decida acercarse a dejarse llevar saldrá con una sensación que supera la definición de “satisfecho”. El Festival de Sevilla pone en el disparadero algunas de las obras más destacadas del cine europeo anual, una reinvención muy particular del film noir, llevado a unos extremos poco explotados.
La última gran película premiada en el SEFF dibuja un suspense contenido pero llevado con un ritmo tan milimétrico que cada secuencia absorbe al espectador más que la anterior. La capacidad de convertir un paradisíaco lugar, apartado de cualquier resquicio que tenga que ver con la civilización, en un paraje de crímenes y miedo es posible gracias a la mano de Alain Guiraudie y un reparto plagado de talento que hasta ahora desconocíamos.

[Crítica] Noé

El esperado regreso de Darren Aronofsky ha sido tan espectacular como se prometía desde que culminó Cisne negro y pasó a intrigar a medio mundo con el que sería su siguiente proyecto, una adaptación de uno de los pasajes del Génesis en el que Dios decide acabar con la humanidad y enmendar el error cometido el séptimo día de la Creación.
Noé no puede ser analizada en el primer visionado. Es imposible comprender la dimensión espiritual, narrativa y transgresora que pueda tener su polémica propuesta. Prohibida en multitud de países, sobre todo de culto islámico, la última cinta de Aronofsky cumple con su primer propósito: no dejar indiferente a nadie. El cineasta ha demostrado en toda su filmografía que es capaz de relacionar pasajes, sobre todo, del Génesis bíblico con las imágenes que estaba mostrando. Desde La fuente de la vida a El luchador, Aronofsky pretende hacer ver que la religión está más presente de lo que realmente se cree a simple vista.
Cierto es que Noé daba más miedo en un principio cuando, por las sinopsis e imágenes que iban llegando, parecía ser una continuación espiritual de La fuente de la vida, consabido fracaso que casi tumba a una major y al propio cineasta. Sin embargo, Aronofsky pretende ir más allá de lo que osó traspasar en aquella cinta y nos proporciona un ejercicio técnico consolidado y narrativamente ambiguo pese a estar basado en las, de por sí ambiguas, Sagradas Escrituras.
¿Es realmente Noé el salvador del mundo o uno de los mayores villanos de la Cristiandad? En este texto no se entra a juzgar la posible historicidad o no de los acontecimientos narrados y la relación que esta parábola bíblica pueda tener con algún hecho ocurrido miles, millones de años atrás. Darren Aronofsky deja abiertas numerosas cuestiones relacionadas con el propio credo católico, incluso llega a plantear un Dios violento, castigador y justiciero, idea que transmite el Antiguo Testamento pero que la Iglesia omite en favor de un Creador bondadoso, misericordioso y lleno de perdón.
Noé como obra fílmica puede considerarse como la peor película que Aronofsky ha podido hacer o como la mejor y más completa demostración de sus intereses espirituales, creencias subjetivas que hacen al hombre como ser humano, indefenso y sumiso a un poder etéreo, divino e invisible. Aquí es donde aparece Ray Winstone, en su imponente papel de “villano”, descendiente de la venenosa estirpe de Caín, cabeza visible de todos los “hombres” sean inocentes o culpables de todo mal. En él se refugia un guión que plantea la maldad innata que posee todo ser humano que no merece ser salvado de la catástrofe definitiva. El mundo se ha convertido en un lugar gris, lúgubre, lleno de muerte.
Darren Aronofsky prescinde de muchos de los elementos que le caracterizan como cineasta pero nos regala auténticos minutos que valen un oro de pureza extrema. El montaje realizado para narrar los primeros versos de la Creación, recogidos en el Génesis, es el instante mejor planteado de la película. El resto navega entre El señor de los anillos y la mejor de las películas de Cecil B. DeMille con efectos especiales en demasía. Para el recuerdo quedan esos ángeles destronados, convertidos en grandes monstruos de piedra y que evocan un cruce entre Bárbol y cualquier criatura creada por el maestro Ray Harrihausen.
Aronofsky se convierte en un exagerado. Aún más de lo que fue en La fuente de la vida, su mayor batacazo hasta la fecha. Sin embargo, y para hacer honor a la verdad, la profundidad psicológica, la barrera espiritual y las interpretaciones que hace el cineasta del texto bíblico merecen ser estudiadas en algo más que una crítica semanal. El hecho de que nos planteemos si realmente Dios es el villano más omnipresente jamás concebido, si mata a sus propias criaturas por, simplemente, haberse equivocado al crearlos y por qué obliga a realizar unos sacrificios en pos de la divinidad y la humanidad que carecen precisamente de divinidad y humanidad.
Noé es mucho más que una película. Noé es una declaración de intenciones de un cineasta arriesgado como pocos que transmite más de lo que realmente aparenta. Jugando con conceptos tan espirituales como el deseo, la codicia, la maldad, la bondad, la redención y la fisicidad de la muerte, Darren Aronofsky crea su particular Torre de Babel. Noé es una obra que perdurará no como un éxito sino como una total y libérrima experiencia.

[Crítica] Rio 2

Pixar, estáis acabados. El trabajo realizado durante años por DreamWorks, BlueSky y la resurrección de Disney con títulos como Rompe Ralph o Frozen: El reino de hielo ha hecho que la factoría que dominó la animación durante casi dos décadas tenga un serio problema de creatividad manifiesto. La decisión de continuar con polémicas secuelas de clásicos como Cars o Buscando a Nemo no hacen más que generar desconfianza en un público cada vez más cercano a otros estudios con mejores datos de taquilla y mayor calidad en sus producciones.
Es el caso de BlueSky, la división de animación de 20th Century Fox, quien ha apostado por una secuela de Río para seguir inundándonos de espíritu festivo, tópicos brasileiros y un marcado sentido de la actualidad en una producción que se caracteriza por divertir tanto a niños como a adultos. Temas como la deforestación del Amazonas o la llegada inminente del Mundial de fútbol convierten a Río 2 en una película cargada de diversión, canciones y buen ánimo.
Un guión nada rebuscado, con el regreso de los personajes que hicieron que la primera entrega fuese un éxito, es la excusa para dejarse llevar por una cinta que transita también, de manera humorística, por las complicadas relaciones familiares con Blu como curioso protagonista. Regresa una banda sonora muy característica con trazos de la música popular brasileña, el marcado colorido que hizo definitoria a su predecesora y un homenaje a los programas talent-show que aparecen ahora en televisión y que tan de moda se encuentran: The Voice, The X Factor y sucedáneos.
En conclusión, Río 2 ofrece un grato momento de diversión, risas y ciertos movimientos cadenciosos en el asiento mientras esperamos la llegada de la siguiente pieza musical que nos haga mover, aunque sea sólo un poco, nuestro esqueleto de cinéfilo.

[Crítica] Need For Speed

Siempre es complicado adaptar una obra anterior, ya sea haciendo un remake de alguna película, llevando a la pantalla una obra literaria o traspasando la línea que existe entre el videojuego y el cine. Una línea muy estrecha que separa dos mundos completamente distintos pero que se nutren de continuas fuentes de inspiración mutuas.
Este redactor puede afirmar no haber jugado a más de diez videojuegos en toda su vida. Y entre ellos, curiosamente, se encuentran la mayoría de las ediciones del Need For Speed, con lo que todo lo que la película pretenda contar, parece cercano. Pese a las reticencias mostradas, la esperada adaptación de la franquicia creada por Electronic Arts no ha resultado tan decepcionante como se podía esperar.
Gracias, sobre todo, a un solvente Aaron Paul en su etapa post-Breaking Bad y en unos intentos por desencasillarse del papel que le ha dado la fama y el reconocimiento mundial. Su Jesse Pinkman queda atrás y ahora nos hallamos ante un actor con talento que tendrá que probarse en diferentes géneros (el próximo viernes se estrena Mejor otro día, en la que nos detendremos).
Efectos especiales a rebosar, un guión nada complicado y con muchos de los códigos definitorios de este tipo de películas en las que el lucimiento de los vehículos pasa por encima de cualquier otra consideración. Tampoco se puede esperar mucho más de una franquicia cuyos mayores valores de diversión eran las carreras temerarias por las ciudades intentando hacerse un hueco para participar en otras pruebas organizadas por “jefes” locales y consagrarse entre los ases de la velocidad.
Michael Keaton, interpretando a la radiofónica voz que se escuchaba en ocasiones por el videojuego, Dominic Cooper como el villano odiable, estereotipo de toda película similar. Need For Speed es una película del montón, pero del montón que merece la pena ver cada X tiempo sin importar su calidad más allá del mero entretenimiento con una buena dosis de palomitas.

[Crítica] Enemy

Enemy no es la mejor adaptación que se ha realizado de aquel magnífico autor portugués que todos deberíamos leer, al menos, una vez en la vida. José Saramago es alguien complicado de adaptar ya que sus universos escapan a nuestra primera comprensión total y no es fácil abandonar sus líneas aún con la primera lectura de alguna de sus obras. Sin embargo, Denis Villeneuve tampoco hace la peor de las traslaciones literatura-cine ya que su reinterpretación de El hombre duplicado nos lleva por derroteros aún más perturbadores de lo que es capaz una adaptación del estilo.
El doble peso narrativo de la cinta recae en un solvente Jake Gyllenhaal, uno de esos actores que parece haber madurado y mejorado con el tiempo. El personaje A, un profesor de instituto atormentado por sus relaciones personales y por un trabajo que cada vez le da menos satisfacciones. El personaje B, un actor de segunda fila con una vida establecida y un futuro que, aunque incierto, parece ser algo más optimista que el que posee A. Tertuliano Máximo Afonso, en la película Adam, encontrará una razón para que su vida se convierta en una auténtica pesadilla.
Paradójicamente, es el cine quien cambia la forma de vivir de Adam, ya que una simple película alquilada en el videoclub situado debajo de su casa, le muestra a sí mismo en una realidad alternativa. Saramago expone en El hombre duplicado que “el caos es un orden por descifrar”. Nos han educado para que creamos que no existe nadie igual a nosotros, si acaso parecido. Que cada uno de nosotros somos únicos. Y en cuanto el espejo se rompe y vemos la vida que se sitúa al otro lado, aparece ese desorden.
Saramago demuestra que sólo puede quedar uno. La premisa A conoce a la premisa B y se origina la premisa C, el cataclismo que hará temblar los cimientos de dos mitades absolutamente idénticas. Denis Villeneuve realiza una adaptación muy destacable con una fotografía en tonos amarillos, ámbares y ocres junto con una banda sonora ampliamente perturbadora así como un montaje que restalla en ocasiones como un látigo sacudiendo ambos cuerpos protagonistas. Sin embargo, la película tiene un problema que la anterior adaptación de Saramago no tuvo. Y es que Fernando Meirelles, en A ciegas, reunió demasiadas líneas (que no las mejores) del libro Ensayo sobre la ceguera, algo que no ha sucedido en Enemy. Su guionista, Javier Gullón, traslada la acción a saltos y se olvida de explicar al espectador no iniciado en la obra del portugués, las motivaciones que mueven a ambos personajes (y a sus parejas, importantísimas en el desarrollo final de la trama) a culminar de una manera tan efectista y con uno de los mejores finales que la literatura ha visto jamás. Enemy plantea más dudas si cabe de las que el libro dejó abiertas. Es una adaptación tan libre como fieles resultan sus intenciones para con su influyente obra.
José Saramago nos hizo reflexionar sobre nuestra propia identidad y la seguridad en nosotros mismos en una obra tan importante como inmejorable como es El hombre duplicado. El consejo desde estas líneas, como siempre será, es acercarse a la novela antes de dejarse llevar por Villeneuve y Gyllenhaal de este grato aunque un tanto insuficiente experimento.

[Crítica] Ida

Ida es el título de la nueva película de Pawel Pawlikowski. Ida es el nombre de una joven condenada a un sufrimiento perpetuo por un pasado al que ha llegado con años de retraso y ante el que, impotente, asiste para encontrar la más dolorosa de las verdades. Ida es una película que refleja y fotografía un término tan complejo como el sacrificio.
A través de dos interpretaciones, complementadas a la perfección, el espectador va descubriendo los entresijos de un pasado lleno de falsedad, traición, guerra y muerte. Todo ello tendrá que asumirlo una joven novicia a punto de ser ordenada monja en un convento. Su única familia parecer ser una tía, con turbio presente y glorioso pasado comunista, con la que apenas ha tenido contacto y que deberá ser su guía en un momento tan incierto.
Pawlikowski hace un uso plenamente justificado del blanco y negro para contar esta historia que nos retrotrae al nazismo más recóndito, aquel que llegó a las pequeñas aldeas de la Polonia invadida en 1939. Esta fotografía, plagada de intimidad, arte y sensibilidad, encuentra a la perfección razones más que suficientes para lograr un objetivo en cuanto a imagen se refiere. La sencillez de sus encuadres, no necesariamente perfectos y ajustados a la ya vetusta regla de los tercios, retratan a los personajes de una forma cotidiana y absolutamente normalizada. La cámara se mantiene fija ante los designios de cada intérprete en esta road-movie en busca de soluciones a un pasado muy lejano.
Su condición de novicia, mujer entregada a Dios en cuerpo y alma, también se verá seriamente en peligro. Ida ha escogido vivir una vida que no le corresponde, que no desea. Pero el sacrificio que debe hacer esconde la verdadera esencia de su deseo como persona, dejar atrás vidas pasadas y asumir las consecuencias de sus actos renunciando incluso a sus más fervientes instintos de joven adolescente.
Pawel Pawlikowski crea una obra de arte al alcance de todo aquel que opte por contemplar algo diferente en pantalla, una película pequeña en su dimensión pero enorme en su contingente. Detrás de todo lo que vemos hay desde un ideario político hasta preceptos bíblicos pasando por una aventura de búsqueda personal al amparo de la triste mirada de una joven entregada a sí misma para siempre.

[Crítica] Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!

Cinco premios César, la gran triunfadora de la pasada gala de los premios del cine francés, avalan esta producción dirigida, escrita, producida y protagonizada por Guillaume Galliene que recoge sus miedos, traumas y complejos de juventud de una manera incomparable pero, sobre todo, altamente divertida.
Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! supone el primer largometraje de Galliene tras su paso por el teatro, de donde procede esta pieza adaptada en formato largo, todo un reto para su autor según ha confesado a todo aquel que le ha entrevistado. La cinta es un homenaje explícito a la figura de su madre, importante pilar en su desarrollo personal desde bien joven y a quien le debe la totalidad de cada línea del guión.
Pese a su carácter lúdico y a la multitud de secuencias cómicas que nutren la trama, es inevitable no caer en la sonrisa fácil cuando aparecen las escenas rodadas en España que sirven para alimentar, una vez más, los tópicos manidos que poseen los foráneos de nuestras costumbres y folclore popular. Y si Paz Padilla se mete de por medio, mal asunto.
Sin embargo, y partiendo de un guión que transita entre la comedia biográfica y el drama de juventud, Guillaume y los chicos es una cinta que bebe del mejor Norman Bates en un desdoble interpretativo sólo a la altura de su protagonista y  espíritu de la película. Resulta inevitable no asistir estupefacto a todo lo que de la pantalla emana. Sin embargo, Galliene lo adereza todo con un particular sentido del humor y un loable ejercicio de autoría que le ha colocado como gran triunfador de la cinematografía francesa de este año.
No se puede hablar de Guillaume y los chicos sin caer en la descripción de alguna secuencia de la película como modo ejemplificador. Es por ese motivo que este cronista debería dejar de escribir y dejar que sea el espectador el que reciba una sesión de terapia psicoanalítica sobre la familia y el proceso tan oscuro que supone pasar de una edad a otra queriendo expresar tantísimas cosas a los que nos rodean.

[Crítica] Byzantium

Siempre resulta un placer ver a Neil Jordan en plena forma. El realizador irlandés, artífice de obras clave como Juego de lágrimas, Entrevista con el vampiro, Michael Collins o Desayuno en Plutón, regresa al género de los vampiros para recordarnos que hay vida más allá de las somnolientas sagas en las que adolescentes hormonados demuestran sus habilidades.
Byzantium posee mucho de Entrevista con el vampiro. Su gusto por el clasicismo, unido al lirismo que impregna Jordan a sus planos, hacen que la película sea una sugerente y satisfactoria propuesta. Saoirse Ronan, quien también estrena El Gran Hotel Budapest, comparte protagonismo con Gemma Arterton, con quien mantiene las distancias interpretativas en un duelo muy destacado entre un bien, oculto tras una máscara de bondad, y un pragmatismo casi maligno encarnado con la sensualidad manifiesta, aunque algo sobreactuada, de Arterton.
Byzantium recuerda en numerosos aspectos, entre ellos la propia dualidad psicológica del dúo protagonista, a la adaptación de la novela de Anne Rice en aquel momento brillantemente encarnada por Tom Cruise y Brad Pitt. Una inmoralidad de actos que no excusan las consecuencias de los mismos. Byzantium también es la búsqueda de la identidad perdida con el tiempo, de intentar recuperar la propia esencia desubicada a lo largo de los siglos.
Neil Jordan sabe como otorgar la fuerza necesaria a un guión que, aunque nada complaciente, no deja de ser un experimento laberíntico por los límites del género. Plagada de secuencias brillantes, fruto del buen hacer de un director con amplio gusto por recrearse en una belleza subjetiva a través de la mirada que nos proporciona su cámara, Byzantium es una apuesta arriesgada desde la inseguridad que genera rodar una cinta similar tras los precedentes taquilleros contemporáneos.
Como toda obra fílmica que se precie, la última obra de Neil Jordan deja poso en el espectador. Da que pensar. Rompe con lo establecido y ofrece una cinta en la que la moral queda escondida bajo las alfombras y el sadismo irrumpe en los rostros inocentes de sus protagonistas.

[Crítica] Los canallas

Claire Denis ejerce su derecho a utilizar los clásicos a la hora de dejarse influir. En esta ocasión, escoge a Akira Kurosawa y sus Los canallas duermen en paz para intentar trasladar a una muestra de cine negro actualizado lo que sucedía en aquella magnífica obra de un director irrepetible. Un suicidio es el punto de partida, el leit motiv de las dos películas pero Claire Denis se aparta de Kurosawa en el momento en que decide desmarcar la acción hacia un futuro narrativo que exporta la magna idea del cineasta japonés.
Chiara Mastroianni y Vincent Lindon son los protagonistas de una película, Los canallas, que explora de lleno las relaciones familiares, los lúgubres rincones de la perversión humana y el poder en la sombra. Claire Denis realiza un ejercicio noir muy alejado de lo que realmente se esperaría de este género pero con un cierto aire que la hace algo más que pasable. Somos testigos durante todo el metraje de unas elipsis, marca de la casa por cierto, que ocultan ciertos aspectos de la trama que aunque resultan primordiales para su total comprensión, no son más que una excusa para intentar adelantarse al presente en el que nos hallamos.
Cada secuencia que transcurre es víctima de una elipsis anterior. Sin embargo, no nos falta ningún dato a la hora de analizar qué es lo que sucede alrededor de las vidas de estos personajes. Marco Silvestri, el cual posee una vida soñada y que hace tiempo que apartó a su familia en un alarde de egoísmo personal volverá en cuanto su hermana y sobrina necesiten de su ayuda. Claire Denis no profundiza en demasía en el pasado de esta familia ni tampoco en el que une a un poderoso magnate con la que se presupone que es su amante, mujer, objeto o madre de su último hijo. En este punto, Denis nos hace juzgar la relación de conveniencia que se establecen entre Silvestri y Raphaelle, el uno para desenmascarar a quien cree el origen de todos los problemas y desaires de su familia, la otra en un intento de protección de sí misma y de su propia descendencia.
Sin embargo, y aunque queramos verle una sucesión de acontecimientos que nos hacen dudar de la corrección de lo que vemos, Los canallas es una obra que no termina de convencer. Posee escenas que destacan por encima del resto, sirva de ejemplo el prólogo, cuando una incesante lluvia precipita sobre los acordes de los británicos Thindersticks. Ni transmite pasión ni es despreciable. Simplemente es una película que ver, intentar disfrutar en la medida de sus posibilidades y olvidar pocas horas después.

[Crítica] Non Stop (Sin escalas)

Non Stop es la película más inverosímil de la semana. Cuando creíamos que había otras propuestas que superaban con creces la capacidad del espectador para conferir veracidad a lo que estaba viendo, de repente aparece la nueva película de Jaume Collet-Serra para traspasar la delgada línea roja de la benevolencia. Non Stop, de nuevo, recurre al viejo elemento de hacernos sospechar de todo cuanto árabe se suba a un avión aunque sea para no hacer más que el loable gesto de dormir durante el viaje.
Liam Neeson vuelve a colaborar con el cineasta catalán tras Sin identidad, un protagonista al que se le suma Julianne Moore y la reciente ganadora del Oscar Lupita Nyong´o. El reparto no consigue convencer pese a lo equilibrado de su planteamiento. Son muchas ya las películas que transcurren en un avión y la sensación de angustia ya comienza a desvanecerse tras numerosos intentos por sorprender.
Un prólogo mal desarrollado presenta al melancólico Liam Neeson, convertido en los últimos años en un tipo duro del cine de acción. Su presencia en las dos entregas de Venganza le ha hecho merecedor de un status respetable dentro de un género que pide a gritos nuevas fórmulas con cada experimento que se estrena. En esta ocasión, y sintiéndolo mucho, Collet Serra no acierta como pudo haberlo hecho en Sin identidad con esta pretendida intriga sobre SMS, terrorismo y un avión en vuelo internacional.
En un intento por combinar Aeropuerto con Air Force One, Jaume Collet-Serra patina estrepitosamente. Un guión inconsistente, inverosímil como pocos, sostiene una película que ni sus propios protagonistas consiguen salvar de un naufragio anunciado. Non Stop no le hace ningún favor al género de acción ni a sus intérpretes, a los que deseamos una pronta mejoría y nuevos proyectos interesantes.

[Crítica] Jimmy P.

Vacía, desalmada, hueca y sin consistencia. Así es, sin más dilación, el resumen más certero que se desprende del visionado de Jimmy P., la última película de Arnaud Desplechin con un desaprovechado dúo de talentos con los nombres de Benicio del Toro y Mathieu Amalric, al que veremos más veces en los últimos dos meses que en años de cine venideros.
Jimmy P., por mucho que trate un tema profundamente psicológico, no aporta técnicamente absolutamente nada llamativo al espectador. Planos despistados, zooms imposibles e inexplicables, un montaje torpe y llevado hasta unos límites que rozan el sopor. Además, hay que soportar un acento inglés por parte de ambos intérpretes que ralentizan sobremanera el timing de la película.
Más allá del tratamiento que se le quiere dar desde el guión a una problemática psicológica como la que posee el personaje de Del Toro, la película parece estancarse en cada paso que da, en cada plano que prosigue al anterior. Ni rastro de emotividad, a excepción de una secuencia que parece querer explicar y a la vez condensar toda la rabia que lleva dentro Benicio Del Toro. Hecha a trozos, Jimmy P. navega sin rumbo entre la provocación de sueño profundo y el interés por saber si, de una vez por todas, sucede algo que realmente interese para no arrepentirse por haber entrado a la sala.
Existen temas lo suficientemente interesantes a lo largo de la trama como para desaprovecharlos de este modo. La situación de los indios en Norteamérica, el cruce de civilizaciones, la diferencia profesional entre el nuevo y el viejo continente. Todo ello, con un guión mucho más sólido y consistente, daría lugar a una curiosísima pieza que por desgracia no existe por ningún sitio.
Quizás lo mejor de Jimmy P. sea ver a dos actores con un talento innegable enfrentándose en pantalla. Amalric y Del Toro son personalidades diametralmente opuestas y todo lo que se pueda decir para intentar defender su trabajo en la película, su composición de dos personas con un buen corazón luchando por sacar lo mejor de sí mismos, será poco. Lo que sucede es que cuando el fondo es bueno pero la forma no, hay un problema de vacío muy consistente que apenas encuentra solución.

[Crítica] El Gran Hotel Budapest

Veni, vidi, vici. Wes Anderson llegó, vio y conquistó. Finalmente con su última obra, El Gran Hotel Budapest, el director más extraño y peculiar de nuestros días ha culminado el proceso de germinación de su semilla cinematográfica. Con un reparto de ensueño, el cineasta completa una maravilla técnica y narrativa que bebe de los textos del hoy olvidado literato austriaco Stefan Zweig.
Impecable en su realización, inmejorable en su cuadro artístico, The Grand Budapest Hotel funciona como una pieza de relojería fuertemente engrasada en la que todas las piezas se complementan hasta crear una obra de orfebrería casi perfecta. El octavo largometraje de Wes Anderson también es una pieza de madurez artística en la que el cineasta expone sus mayores influencias y las combina con el fin de lograr su mejor trabajo hasta la fecha.
Por El Gran Hotel Budapest se alojan, aparte de Zweig, una traslación técnica al arte que desarrolló Stanley Kubrick de rodar en interiores (más en un hotel, como es el caso) a través de unos travellings que sirven como tour de force para el espectador a la hora de seguir a la legión de caracteres que aparecen en la película. Hay zooms, rápidos, también a la manera Kubrick en aquel Hotel Overlook que aquí emerge en el ambiente. Otro nombre propio al que Anderson homenajea de forma impecable, esperemos que intencionadamente, es al Alfred Hitchcock de Alarma en el expreso y Cortina rasgada. Jeff Goldblum y Willem Dafoe sostienen una perfectamente ejecutada secuencia en un museo en que el suspense a través de unos simples zapatos cobra vida (con motocicleta negra incluida) a la manera de Paul Newman y Wolfgang Kieling.
Hablar de The Grand Budapest Hotel es hablar también de su alma máter. Es la primera vez que Wes Anderson decide otorgarle el papel protagonista a un actor que nunca había trabajado con él anteriormente. Gene Hackman ya lo hizo en Los Tenenbaums pero en esta ocasión, con el universo imaginativo del cineasta ya formado, al que menos se podía imaginar liderando la tropa era al magnánimo Ralph Fiennes. Su trabajo es uno de los asuntos propios de la película. Su particular dicción, su amaneramiento pedante, su comportamiento inmoral pero lícito en todas las situaciones, su rostro impertérrito ante el peligro. Fiennes simplifica de manera sobresaliente la complejidad de llevar a cabo un guión tan profundamente enrevesado. He aquí el verdadero mérito de un profesional sin posibilidad de símil. El debutante en cine Tony Revolori se mantiene perfecto en todo el metraje aún a sabiendas de que tiene enfrente al monstruo de Ralph Fiennes y es la réplica en juventud de F. Murray Abraham, trabajo nada fácil.
Cada uno de los llaveros del póster de The Grand Budapest Hotel representa a un intérprete diferente. Los hay que salen apenas unos minutos, los hay que llevan un peso considerable dentro de una trama cuyo mayor valor es adentrarse por géneros como la comedia slapstick, el suspense, el romance o, incluso, toques de acción y violencia con dos rostros de excepción: Willem Dafoe y Adrien Brody.
La película posee un fuerte trabajo de dirección artística, fotografía y atrezzo, todo ello complementado con la banda sonora de otro nombre propio: Alexandre Desplat . La acción transcurre a través de una serie de maquetas que sirven de localizaciones para esta representación lograda de los alrededores de tan maquinadas fechorías. Teleféricos, fachadas, cabinas telefónicas, trenes o monasterios. Todo comprende un universo fascinante a descubrir una y otra vez a través de la mirada de quien, ya de manera definitiva y sin lugar a dudas, se ha convertido en uno de los mejores creadores cinematográficos de los últimos años.

[Crítica] La bella y la bestia

Christophe Gans abandona la oscuridad y la neblina mortecina de sus últimos trabajos y se introduce de lleno en una auto-invención de la paleta cromática hasta límites insoslayables en su adaptación de La bella y la bestia, el popular cuento europeo. Hay dos referentes máximos que tenemos en mente a la hora de leer esta nueva incursión de Gans en la gran pantalla. Es inevitable acordarse de Jean Cocteau y de Disney. Las comparaciones, pese a las expectativas y para no faltar a la costumbre, son odiosas.
Sin embargo, y pese a un arranque muy interesante y positivo que nos ayuda a encontrar la versión más generalizada del cuento, la que escribió Jean-Marie de Beaumont y que ha sido la llevada al cine en mayor número de ocasiones, nos encontramos con una oda a lo hortera, al colorido sin ton ni son. En medio de este jardín, hallamos a Léa Seydoux y Vincent Cassel, dos actores de lo más destacado de su generación, intentando salvar el barco del hundimiento más certero.
Pese a los esfuerzos de los protagonistas, incluso del español Eduardo Noriega, la película empieza a hacer aguas una vez que la Bestia hace su sonada (y sonora) irrupción. Si el comienzo era interesante y planteaba de manera correcta lo que sucedía en aquel cuento, nos vamos removiendo en el asiento intentando hallar soluciones a lo que se intenta vislumbrar al otro lado de la gran pantalla.
Hay secuencias loables pero errores de lectura básicos. El montaje nos lleva de manera lineal hasta un presente en el que se funden las imágenes del pasado con el presente para explicar el origen de la maldición del príncipe. Pero todo está tan recargadísimo que al espectador no le queda tiempo ni para utilizar la imaginación. Christophe Gans se atreve a fantasear sobre lo fantasioso creando un considerable mareo de luces, colores y sonido.
A lo largo de la trama, entendemos también el porqué, aparecen unos personajillos que evocan un siniestro cruce entre los minions y los ewoks. Los perros de aquel príncipe, debido a la horrible maldición, han sido convertidos en unos bichitos con los que Seydoux tendrá poco para interactuar. Secuencias que rozan el ridículo invaden una producción que podría haber recuperado el precioso cuento del que ha hecho gala la infancia y el cine europeo a través de sus versiones más reconocidas. La bella y la bestia se deja ver. No responde a los planteamientos iniciales del espectador pero se obtiene la sensación de, por lo menos, no haber caído en un aburrimiento in extremis y haber sucumbido a la lira de Orfeo.

[Crítica] Una vida en tres días

Jason Reitman regresa tras la infame Young Adult con una cinta que, aunque roza de cerca las mismas sensaciones que su predecesora, consigue remontar el vuelo en los minutos finales en un alarde interpretativo y de dirección que condensa toda la energía de la película. Una vida en tres días, acongojante título español, es la propuesta de un director cuyo talento ha pasado a mejor vida y ahora se refugia en recuerdos de su éxito y en productos de calidad muy ínfima.
Reitman fue el creador de tres obras clave en el cine indie norteamericano: Gracias por fumar, Juno y la maravillosa Up In The Air. Sin embargo, ha ido perdiendo el norte como realizador apartado, en cierto modo, de los designios de la industria y quienes le comparaban con Alexander Payne ahora no tienen más remedio que callar y sufrir en silencio.
Pese a tener a dos intérpretes de altura, Labor Day no consigue más que ser una propuesta muy conservadora, lejos del riesgo que le presuponemos a un realizador como Reitman y que no encandila en ningún momento. NI Kate Winslet ni Josh Brolin levantan un guión que resulta inverosímil por la insuficiencia de su planteamiento, en el que es absolutamente imposible creerse ni una sola línea. En una benevolente reinvención del síndrome de Estocolmo, observamos como una mujer con un pasado muy turbulento decide entregar su vida a un desconocido con una historia aún más sórdida.
Jason Reitman dirige con una normalidad pasmosa, sin preocuparse de sorprender al espectador y narrando una historia presente de una forma tremendamente lineal y sin aspavientos. Pero parece estar de moda en la actualidad el uso continuado, y mal ejecutado, de flashbacks sin ton ni son que marean más que explican.
Por si fuera poco, existe a lo largo de la trama, una molestísima banda sonora que irrumpe cada vez que parece que va a suceder algo de interés. Es ingenuo pensar que el espectador verá satisfecha su atención simplemente por tener un tamborcillo de fondo resonando con el ruido de cada coche que pasa por el plano en cuestión. Hay almíbar por todos los costados de una película que intentó ser un drama lacrimógeno y se acabó convirtiendo en una película más con una sobresaliente factura televisiva.

[Crítica] Dallas Buyers Club

La siguiente crítica ha sido redactada por Carlos Fernández Castro (@CarlosFdzCastro) al que agradecemos enormemente su aportación.

Los ejecutivos de Hollywood tienen una mente perversa, ¿qué otra explicación puede encontrarse? Últimamente, parecen haber descubierto el placer definitivo: contratar directores con personalidad propia, con el único propósito de cortarles las alas, mediante la asignación de proyectos artísticamente castrantes. ¿Una demostración de poder? Quizás, pero de lo más absurda, inútil, y poco productiva. La última víctima de esta nueva tendencia ha sido el director de obras tan independientes y arriesgadas como C.R.A.Z.Y. y Café de Flore, lo cual confirma que todos tenemos un precio, excepto los buenos de Park Chan-Wook (Stoker) y Denis Villeneuve (Prisioneros).
Y es que Dallas Buyers Club es ese tipo de películas en las que todos los elementos están al servicio del abominable "basado en hechos reales"; incluso el talento del director. Bien cierto es que su argumento es atractivo e interesante, pero también podemos afirmar que el estilo empleado por Jean-Marc Vallée, a la hora de llevarlo a la gran pantalla, adolece de una impersonalidad alarmante. El estudio de personajes que tanto destacaba en sus anteriores proyectos, brilla por su ausencia en este trabajo, y no precisamente debido al escaso potencial de sus dos protagonistas.
Sería injusto ignorar la impecable factura técnica del film, así como las potentes interpretaciones de Matthew McConaughey y Jared Leto (aunque no por ello merecedoras de un Oscar), y su retrato sobre esa América profunda que desprecia la homosexualidad y derrocha ignorancia por los cuatro costados. Pero no son razones de suficiente peso como para invertir dos horas de nuestras vidas frente a una pantalla de cine. Estamos ante el clásico error de querer realizar una película que cuente una historia más grande que la vida, lo cual desemboca en el no menos clásico quien mucho abarca, poco aprieta.
Dallas Buyers Club podría haberse ahorrado la segunda mitad de su guión, en beneficio de una mayor profundización de los personajes en sus momentos más críticos y psicológicamente interesantes. Sin embargo, la relativa ambición de Vallée parece haberse enfrentado a las insensibles tijeras de sus productores, circunstancia que se percibe en el (frecuentemente) atropellado ritmo narrativo del film.
Dentro de un par de años, habremos olvidado esta película. Tan sólo será recordada como el vehículo que condujo Matthew McConaughey para lograr su primer (¿y único?) Oscar. Después de ver esta película, nadie sentirá indignación por la corrupción reinante en el sistema sanitario americano, nadie experimentará la emoción de haber asistido a una preciosa historia de amistad, y nadie recordará el sufrimiento de su protagonista. Dale un par de semanas y habrás olvidado incluso su título.

[Crítica] 300: El origen de un imperio

Zack Snyder está perpetrando últimamente una serie de nefastas adaptaciones, secuelas o reinicios (reboot en el argot) que no le están haciendo la justicia que debiera tras una década de éxitos y logros entre los que incluimos Amanecer de los muertos, la propia 300, Watchmen e incluso Ga´Hoole, con sus fallos y virtudes. Sin embargo, El hombre de acero y el guión de 300: El origen de un imperio lo ponen en el disparadero de aquellos más exigentes con un tipo de cine más de género, que no sea una sucesión de secuencias disparatadas y sin orden.
300: El origen de un imperio no le hace ningún favor a su antecesora. De hecho, merecerá más la pena aprovechar el tiempo que dura ésta mal llamada secuela en ver, de nuevo y por enésima vez, aquel logro técnico que supuso 300 con aquel magnético protagonista llamado Leónidas que nos dio frases de oro durante años. En esta nueva cinta de la factoría, los clichés que Snyder utilizó con maestría para introducirse en el bolsillo a crítica y público se repiten hasta la saciedad en un intento por exagerar lo exagerable.
Es una lástima que se haya desaprovechado la oportunidad de embaucarnos con la trágica historia de Jerjes, el rey-dios persa que luchó contra los griegos por el control del Mediterráneo oriental y que Rodrigo Santoro encarna con excelsa habilidad. La Segunda Guerra Médica, vista a través de los ojos de Frank Miller, resulta una experiencia muy satisfactoria. Pero Snyder al libreto y Noam Munro en la dirección nos han chafado el experimento.
Santoro aparece difuminado en esta batalla de Salamina, donde toma un excesivo protagonismo Artemisa, a quien pone voz, rostro y cuerpo una sobreactuada e impostada Eva Green volviendo a repetir de nuevo sus fallos como actriz. Pasamos casi de improviso por las batallas de Maratón, Artemisia y Salamina sin darnos apenas cuenta de lo que supuso cada una para el curso de aquella época histórica. Pero se entiende que tampoco era el objetivo de Miller, ni Snyder ni Munro. 
Una obra más redonda y completa no hubiera estado de más. El único intento loable de sus escritores ha sido el intentar ampliar la acción simultánea de lo que estaba sucediendo al otro lado de las Termópilas. Así, en 300: El origen de un imperio, asistimos a una cronología anterior, presente y posterior a la batalla donde los espartanos sucumbieron ante el “poder divino” de Jerjes.

[Crítica] Las aventuras de Peabody & Sherman

Érase una vez una época en la que los más jóvenes de la casa, los niños como solíamos llamarlos, se entretenían viendo productos televisivos enriquecedores y de un espectáculo tal que las horas se consumían enteras detrás de unos personajes que transmitían vitalidad, energía e incluso, como es el caso de Peabody & Sherman, algo de cultura general que educaba por encima de cualquier otro modo de diversión. 
20th Century Fox resucita a los legendarios personajes de los años 50, creados por Ted Key y que durante años sirvieron de entretenimiento a legiones de niños que disfrutaban con este singular dueto formado por un niño y su padre, un perro letrado, muy culto y que se presenta en la gran pantalla con un toque algo pedante.
Sin embargo, y aunque no se quiera, la carcajada asoma con cada movimiento histórico de estos dos personajes y su máquina del tiempo. A medida que avanza la película y nos encontramos con Tutankhamon, Menelao o Leonardo Da Vinci, la risa se desploma sobre nosotros impidiéndonos tomar en serio lo que estamos viendo. Sin embargo, aunque el público objetivo de la película es infantil, no resulta del todo fácil seguir la retahíla de chistes que plantean los dos personajes. Es necesario un conocimiento algo amplio para disfrutar ampliamente de la dimensión de los comentarios de tantos seres que pueblan la pantalla durante la hora y media de metraje.
Rob Minkoff, responsable de aquella masterpiece marca Disney titulada El rey león, dirige con temple una película que se podía haber vuelto en su contra con facilidad. Aunque el nudo de la historia parece querer anudarse aún más por momentos, su director hace levantar el final para concluir de manera más que decente una trama divertida pero muy condescendiente.

[Crítica] Joven y bonita

Joven y bonita es el título de la nueva película de François Ozon, uno de los directores más en forma del cine europeo contemporáneo. Cada nueva aventura suya es recibida con una soberbia curiosidad y predisposición a lo que nos desea contar un cineasta que lleva en esta industria casi un cuarto de siglo. 
Autor comprometido con su propio cine, con unos códigos muy definidos basados en sus propias experiencias vitales en las que seguimos a unos personajes que parecen perdidos ante la inmensidad social, económica y cultural actual. Joven y bonita nos presenta la difícil época a la que se enfrenta una adolescente que acaba de cumplir 17 años y su personalidad, cuerpo e intereses comienzan a girar hacia otros derroteros. Isabelle decide embarcarse en un peligroso tiovivo de sexo, prostitución y dinero que verá comprometida la naturaleza de su paso a la madurez.
Ozon narra con temple una historia tremendamente dura en la que hay lugar a cuestionarse diversos movimientos de su protagonista, encarnada con maestría por la modelo Marine Vacth. Desde el primer fotograma, somos conscientes de que estamos ante una mujer objeto, siendo observada a través de unos prismáticos por su hermano pequeño. Éste, situado a su vez en la adolescencia más descarnada, comienza a hacerse preguntas, a querer saber del mundo y a cuestionar las acciones de su hermana. Los hombres utilizan a Isabelle a su antojo y ella parece amoldarse a cualquier petición. Busca el placer pero no lo obtiene, simplemente se ha tomado su aventura como una vía de escape a posibles momentos años atrás que la dejaron turbiamente afectada. 
François Ozon se arriesga al componer un personaje tan lineal pero a la vez tan lleno de matices. Cada paso que da adquiere un significado en función de la ubicación que se haya escogido. Las escaleras mecánicas del Metro, del subterráneo, adquieren una dimensión narrativa muy específica. Influencias tan evidentes como el Buñuel de Belle de jour o Ese oscuro objeto del deseo o Rimbaud y su poema Nadie es serio a los 17 años, que duele en cada verso que se recita. Isabelle es distinta a todas las chicas de su edad. Ha decidido, motu proprio, inmiscuirse en una realidad que no le corresponde. Hay lugar hasta para encontrar la atracción física y para plantear que los actos menos morales generan un alto grado de miedo y desconfianza. 
A través de la voz de Françoise Hardy, una de las cantantes más intimistas y populares de Francia, recorremos un año crucial en la vida de Isabelle. A lo largo de cuatro estaciones, somos testigos de un profundo viaje a través del placer indigno, la búsqueda infructuosa de la felicidad y las consecuencias de cada decisión vital.