Crítica Un Juego de Inteligencia; Crueldad televisiva
El buen azar de los premios Emmy
La pasada noche se entregaron los galardones que cada año premian a lo mejor de la televisión en Estados Unidos. Los Emmy se celebraron por todo lo alto en una ceremonia en la que destacó el premio honorífico a George Clooney a tenor de su inmensa labor humanitaria tanto a favor de los derechos humanos como por su implacable intervención en el conflicto somalí de Darfur.
Sacamos en claro que Mad Men sigue siendo la mejor serie dramática para los académicos de la televisión por encima de otras apuestas con bastante potencia como son Dexter, Perdidos, Breaking Bad o The Good Wife, compañeras de nominación de la serie ganadora. El elenco protagonista, de los cuales también estaban pendientes de galardón sus dos estrellas, el sin igual Jon Hamm y su fantástica e inimitable recreación de Donald Draper y su esposa en la ficción, la bellísima January Jones en su particular homenaje a las mujeres que vivieron aquellos años 50 y 60, tan complicados para ellas y para el mundo.
Pero si asistimos al triunfo de Mad Men como mejor serie dramática, asistimos también a la victoria de Modern Family como mejor serie de comedia, una fantástica sensación de sarcasmo ante el sueño americano delante de un espectador que espera ver tan sólo las idas y venidas de una familia “aparentemente” normal. Con actores totalmente desconocidos, se ha puesto en la cabeza de las comedias americanas por delante de referentes como Rockefeller Plaza o The Office. Un caso similar se dio cuando, en la pasada edición de los Globos de Oro, Glee se impuso a todas sus demás contrincantes dando una campanada en medio de unos premios casi previamente establecidos.
Asistimos también a la decepción de Julianna Margulies al no poder lograr un merecido Emmy por su interpretación en The Good Wife pero presenciamos como uno de los actores favoritos de todo el mundo, Bryan Cranston, se alzaba con su galardón por Breaking Bad por tercer año consecutivo. Era la categoría más disputada y ciertamente no decepcionó. Actores de la talla de Jon Hamm, Hugh Laurie, Michael C. Hall o Matthew Fox amén del propio Cranston se disputaban por la codiciada estatuilla dorada que les acreditaba como mejores actores dramáticos.
La gran triunfadora de la noche fue The Pacific, una serie que se sabía de antemano, iba a ganar el premio a la mejor miniserie. Era de esperar y el dueto Spielberg-Hanks subió a recoger el galardón de la heredera de otra serie de referencia: Hermanos de Sangre.
Perdidos, en su último año de exhibición, no consiguió ninguna de las nominaciones a las que optaba. Seis eran, entre las que se cuentan Mejor serie de drama, actor principal, actor de reparto (por partida doble para los grandes Terry O´Quinn y Michael Emerson), dirección y guión aunque finalmente no se alzó con ninguno de ellos.
En los apartados menos destacados, aunque no por ello menos importantes e interesantes, Jim Parsons consiguió el galardón al mejor actor de comedia por The Big Bang Theory. Al Pacino fue el mejor actor en miniserie por You Don´t Know Jack. Por su parte, la archiconocida Edie Falco, ganadora en anteriores ocasiones de los Emmy por ser Carmela Soprano en aquella serie a la que sólo se me ocurre calificar como "genial", se alzó anoche con el premio a la mejor actriz en serie de comedia por Nurse Jackie.
Para consultar el palmarés más detallado y completo, acuda a www.emmys.comCrítica Niños Grandes; el divertido encuentro con la juventud perdida
Así pues, ahora que el tiempo nos sobra y nuestro cuerpo ha entrado en un estado perpetuo de relajación veraniega, ver una película como Niños Grandes puede suponer una despedida idónea para una temporada estival que, infelizmente, toca a su fin. Eso mismo pensarían Adam Sandler y su troupe cuando les propusieron realizar una película concebida como una vacaciones cinematográficas entre amigos donde dar rienda suelta a los tics cómicos de cada uno sin temer hacer demasiado el ridículo. El argumento no es un problema, ni siquiera la dirección de un gran conocedor del género y de la mayor parte del elenco, Dennis Dugan (Un papá genial, Los calientabanquillos, Zohan:licencia para peinar); Niños Grandes es todo un ejercicio de nihilismo cazurro al servicio del stablishment cómico hollywoodiense con tal falta de pretensiones que llega a empatizar con la pereza del espectador para un discurso fílmico más elevado.
Y en esta realidad es donde encuentra la película de Dugan su mayor aliado, en el simple divertimento del personal. La premisa; la muerte del entrenador de baloncesto del grupo. Aprovechando la ocasión del funeral, donde se reúnen los cinco tras treinta años sin verse, deciden alquilar una casa en el lago para pasar un fin de semana juntos con sus respectivas familias, ponerse al día de sus vidas y, en fin, rememorar los tiempos en los que, con 12 años, el mundo se presentaba como una excitante oportunidad de hacer gamberradas.
Adam Sandler, probablemente uno de los cómicos más influyentes de Estados Unidos con un talento más que discutible, produce esta cinta realizada para su propio lucimiento en la que, no obstante, se rodea de buena parte de sus colegas en la vida real. El primero de ellos, Kevin James, un actor maduro de gran talento descubierto en 2005 en Hitch, donde compartía pantalla con Will Smith, y que coprotagonizaría con el propio Sandler Os declaro marido y marido en 2007, es padre de una niña con sobrepeso algo rebelde y un niño que con cuatro años aún mama de la teta de su complaciente madre (Maria Bello), causando el impacto de sus antiguos compañeros. Tampoco podían faltar Rob Schneider, ese bajito histriónico descubierto en Gigoló y visto en varias ocasiones junto a Sandler (Un papá genial, 50 primeras citas), aquí en el rol de chamán enamorado de un mujer de más de 60 años; o Chris Rock, el estresantemente verborreico afroamericano algo descolocado en esta película; además de David Spade (el inolvidable Joe Guarro) como el solterrón borracho y algo salido. En el apartado femenino, Salma Hayek se preocupa de aglutinar las miradas del público masculino con modelitos de escote de vértigo y subtramas sin lugar alguna en el desarrollo de la película.
Así pues, diversión moderada aunque cómplice, especialmente para el público masculino, que reivindica ciertos valores en peligro como la amistad, tratada con la nostalgia de una generación de niños que pasaban las horas en la calle, haciendo travesuras y forjando batallitas que nunca se olvidan. En contraposición, una nueva juventud abstraída por la televisión, internet y las videoconsolas que miran la naturaleza como un entorno hostil y aburrido. Los Niños Grandes de Sandler se lo pasan en grande y parte de esa diversión traspasa la pantalla y hace que nosotros, en una cálida noche de verano, nos ríamos sin mayores preocupaciones que evitar que los mosquitos no acaben con toda nuestra sangre.
Retrospectiva Woody Allen; Zelig, la danzante aventura del hombre-camaleón
Concebida como un falso documental, Zelig nos narra la insólita existencia de Leonard Zelig, un hombre alienado en la empatía desmedida respecto a las personas que lo rodean y su consecuente pérdida total de identidad, es decir, su inusual capacidad para adoptar la personalidad física y psicológica de todo aquél con quien comparta su mera compañía; un hombre camaleón. Así, veremos gracias a un extenso archivo visual las extrañas manifestaciones públicas de un portento natural que atrae la evidente atención del mundo científico, ya sea junto al Papa Pío XI y su repentina reconversión a la fe católica, a Al Capone, Herbert Hoover o incluso junto a Adolph Hitler y su fastuoso triunfo sobre la voluntad del pueblo alemán. Una sucesión de personalidades de la década de los 20 que presenciarán cómo su características personales son absorbidas por un enclenque con poderes extravagantes y una sorprendente falta de percepción de los mismos, propiciando, aún más si cabe, la comicidad de las situaciones.
Desarrollada de acuerdo a las técnicas narrativas del género documental, la película encuentra en la fotografía en blanco y negro a su mejor aliado para alcanzar la mayor veracidad posible en las imágenes recabadas de la década de los 20, únicamente interrumpidas por intervenciones a color de personas que vivieron de cerca el fenómeno y ahora, en el presente de los años 80, prestan su testimonio a semejanza de tantos documentales sobre hechos históricos. Se cuenta, además, que para adquirir la textura granulada, incluso degradada, propia de las proyecciones de la época, Allen y su equipo de fotografía pisoteaban los fotogramas filmados para cosechar ese resultado; la imagen era, por tanto, muy semejante a las primeras películas de Chaplin o el cine mudo de comienzos de siglo.
Y es que Woody Allen apenas puede camuflar su desaforada admiración a una época en la que el cine crecía al calor del jazz, la bonanza económica del periodo de entreguerras y la prensa de masas. Precisamente este fenómeno, el de las masas (al que brillantemente puso nombre Ortega y Gasset en La rebelión de las masas) es el protagonista velado de una película que gira en torno a un personaje perdido en la ingente homogeneidad de estas. Fueron muchos los investigadores estadounidenses que enfocaron esta tendencia como un signo inequívoco del paso a la edad contemporánea, además de una oportunidad idónea para domeñar de forma global a un público que consumía masivamente todo tipo de productos según dinámicas observables de imitación. Es decir, en los años 20 se logró canalizar el impulso emotivo o material de la población a través de técnicas de publicidad y propaganda (si no es lo mismo, en efecto) que pretendían empatizar los gustos de millones de personas. Hombres-camaleones, al fin y al cabo, que adaptaban sus necesidas vitales al del resto de congéneres de forma inconsciente aunque inevitable.
Evidentemente, Allen ofrece una mirada mucho más dinámica y desternillante de todo este fenómeno. Con su particular sentido del humor, el genio neoyorkino construye una historia original y emotiva que no elude la pertinente historia de amor con un abnegada doctora (Mia Farrow) que no ceja en su intento de desvelar las razones de esta extraña enfermedad. A raíz de su relación con Eudora Fletcher y el amor cómplice que brotó de forma natural de la misma, Leonard alcanzará al fin el equilibrio que tanto ansiaba, encontrándose a sí mismo como la persona que nunca conoció.
En la opinión de este humilde crítico, Zelig se erige como una de las mejores películas de Woody Allen por el sorprendente uso del lenguaje documental en un discurso fílmico de ficción. Es impactante, original y desbordante en su imaginativa puesta en escena. Y por si fuera poco, su banda sonora, concebida como una regreso al pasado musical, supone un divertidísimo acompañamiento que se repite constantemente en nuestra mente una vez finalizada la sesión. Brillante Allen, una vez más.
Crítica Los Mercenarios; La República Bananera de los Esteroides
Crítica Philip Morris, ¡Te Quiero!; El rubio o el moreno: tú eliges
Pues me parece muy bien, oye. Pero me da igual.
Retrospectiva Woody Allen; La Última Noche de Boris Grushenko
Películas para Dos Vidas; Lost in Translation
La absoluta empatía que el espectador entabla con esos dos náufragos urbanos, extraños en una ciudad sin límites, es una revelación de la naturaleza misma de la película, ya que es desde nuestra posición meramente circunstancial de público a través de la que nos percatamos de lo absurdo de la existencia de un mundo creado para que no veamos más allá de nuestra propia experiencia o quehacer diario. Bob Harris y Charlotte son los protagonistas de esa revelación fundamental; dos personas perdidas ante la incomunicación de un mundo que no entienden y encerrados en un búnker cuya seguridad sólo la garantiza el aislamiento.
Ya poco les queda de una vida que dejaron en sus países de origen. Bob es un conocido actor estadounidense en franco declive que acude a la capital nipona a rodar un anuncio de whisky con la resignada certeza de que su carrera artística ha acabado y ya sólo puede salir adelante gracias a la admiración de los japoneses por sus viejas películas. Charlotte, por el contrario, es una joven desorientada recién licenciada en Filosofía, que llega a Japón de la mano de su novio fotógrafo, quien tan sólo tiene tiempo para trabajar. Los caminos de Bob y Charlotte se cruzan en la cafetería del hotel, donde acuden cada noche para calmar el temible jet lag y distraerse con el ir y venir de los huéspedes eclécticos que se alojan en él, entablando una relación sincera y profunda que los conducirá a un improbable romance de tan solo tres días aglutinados por la necesidad mutua y la coherencia de un mundo compartido, extranjeros curiosos en un periplo por una ciudad misteriosa en la que recorrer juntos sus insólitos caminos.
Lost in tanslation se erige ya como la película de más corta edad de esta sección en la que venimos recogiendo nuestras cintas favoritas, y no es casualidad. La película de Coppola se convirtió desde el mismo momento de su concepción en un clásico moderno por el depurado estilo visual de su directora, el guión pausado y medido que elaboró ella misma, las interpretaciones de sus dos aliados , o la nostálgica historia de amor que no puede más que suscitar una sonrisa perenne en el rostro del espectador entregado. La incomunicación en las grandes ciudades deja paso, pues, a pequeñas historias románticas como esta, filtradas entre los bloques de hormigón y las luces de neón, brotes verdes entre la gran inmensidad gris. El final; una interrogación desgarrada y enigmática entre susurros y lágrimas con sabor a despedida; un beso que da vida, aliento y esperanza.
Retrospectiva Woody Allen; El Dormilón
Urgencias; El buen doctor
Crítica Origen; El sueño compartido de Chuang Tzu
Una desgracia reproducida en bucle en los recovecos insólitos de su mente, con las resonancias aun estruendosas del marchar apresurado del tren, conectada con la muerte real de su mujer. Ambos soñaron conscientemente con un mundo forjado a golpe de brote de imaginación, recobrando cada uno de los recuerdos cruciales en el devenir de su vida, envejeciendo juntos tras una romántica promesa de amor eterno. No obstante, el sueño se hacía demasiado real; el deseo de vivir dentro de sus propios subconscientes, en la perfección creada por sus mentes, los apartaba del verdadero mundo en el que mientras dormían. Él necesitaba regresar para sentir el peso de la realidad sobre su cuerpo, para ello sembró la idea de virtualidad, de la falsa percepción de su sueño, en la mente de su amada, la misma idea que, como una bacteria resistente a todo tipo de envites externos, erosionó su mente y la condenó a vivir perpetuamente en un estado de ensoñación alucinógena hasta su presumible final.
Arrepentido, en la búsqueda de una falsa redención, Dom Cobb atesoraba sus recuerdos como la extensión vital de Mal, regresaba a la orilla de su Ítaca particular como un Aquiles condenado a una Odisea infinita. Y su subconsciente profundizaba aún más, perforaba el dolor latente de su corazón, encerraba en el sótano de su propio ser aquellos dolorosos recuerdos que presentaban a su mujer como una peligrosa homicida que busca venganza por lo que ella cree que ha sido la traición de su marido.
Bajo este profundo mundo sentimental subyacente, Cobb decide realizar su último trabajo en la superficialidad del mundo real, acuciado por la necesidad de volver a ver sus hijos a los que no puede accerder porque la justicia lo persigue. Para ello, deberá penetrar en la mente militarizada del heredero de un poderoso imperio industrial e inculcar en ella una idea que le suscite cambiar la estrategia expansiva de la empresa de su recién fallecido padre. Pero no puede hacerlo sólo; un equipo de los mejores arquitectos, programadores, químicos y actores le ayudarán en su compleja misión en la que no sólo deberá enfrentarse a las barreras defensivas del sujeto, sino a su propio subconsciente beligerante.
Christopher Nolan elabora en Origen un laberinto que se empecina en explicar redundantemente para evitar la desorientación del personal, que por otro lado permanece unas dos horas y media en estado de catarsis colectiva, algo realmente difícil en un tiempo de consumo rápido y digestión fílmica facilona. Y es que la película fluye con pasmoso ritmo, nervio, tensión sostenida y un alucinante estilo visual que provoca la sensación de estar presenciando una obra de arte cinematográfica de una originalidad precursora de un nuevo género. Nolan reinventa el thriller, le añade suspense, romance y ciencia ficción, y luego lo agita para conformar un cóctel explosivo de calidad evidente. Se hablan de muchas referencias, desde Buñuel y Resnais hasta Hitchcock, pasando por la espectacularidad futurista de Matrix, sin embargo, parece que Nolan se basta y se sobra para elaborar un discurso cinematográfico más o menos coherente, poderoso y original que se erige como una de las películas más interesantes del año.
Además, cuenta con un protagonista en perpetuo estado de gracia, en el momento álgido de su carrera y con visos de convertirse en uno de los más grandes de la historia; Leonardo DiCaprio. Y no sólo él; Marion Cotillard destruyendo mitos malévolos acerca del Oscar, Joseph Gordon Levitt en un registro antagónico respecto a 500 Días juntos, Ellen Page demostrando que hay vida tras Juno, Ken Watanabe correcto como siempre, y toda una serie de secundarios que ya han trabajado con Nolan (Cillian Murphy, Michael Caine) para conformar un elenco atractivo, de enorme personalidad y nivel artístico.
Cuando las luces se apagan y ese baile giratorio inseguro desaparece como un signo de interrogación, la mente continúa maquinando o quizás soñando con un mundo ficticio. Como Chuang Tzu, perdemos la referencia vital en el maremagnun confuso del sueño compartido al que nos hemos visto abocados; en fin, el cine.
Retrospectiva Woody Allen; Poderosa Afrodita
Lenny es un cronista deportivo casado con una experta en arte que aspira a regentar su propia galería. Su relación matrimonial es sólida, la pasión que los atrae como imanes opuestos aún no ha desaparecido con la inexorable rutina, y pasan el tiempo disfrutando de su compañía mutua. Sin embargo, el instinto maternal de Amanda (Helena Bonham Carter) comienza a despuntar de forma notable y el deseo de criar a un niño se empieza a convertir en una obsesión. A pesar de las reticencias iniciales y rotundas de Lenny, quien ve en la paternidad una amenaza algo desproporcionada, la pareja acaba adoptando a un bebé recién nacido, que se convierte en el centro de atención de sus vidas. Max crece y la perspicacia e inteligencia del niño no tardan en asombrar a sus padres (y si no que se lo digan a Lenny, a tenor de esa incómoda pregunta sobre quién manda en casa), quienes se encuentran felices por el prodigio que han criado. No obstante, en la mente de Lenny se desarrolla una sensación incómoda, un instinto de curiosidad insaciable acerca de los padres biológicos del chico, a los que imagina de una brillantez superior. La sorpresa será mayúscula cuando, tras su alocada búsqueda de los orígenes en el centro de adopción, descubre que la madre de Max es una prostituta que aspira a ser actriz de Broadway, para lo que se abre camino haciendo películas porno.
Poderosa Afrodita cumple a la perfección con cada una de las características cómicas y evidentemente personales del cine de Woody Allen; una historia insólita, personajes un tanto trastornados, ritmo endiablado, y tratamiento singular para una película que encuentra su piedra de toque en el retrato tierno y sincero de sus protagonistas. Y es que Allen se aleja de los habituales círculos intelectuales congregados en exclusivos restaurantes neoyorkinos donde dar rienda suelta a la más verborreica superioridad de clase, para mezclarse con personas de niveles culturales muy limitados, maltratados por la vida como en un círculo vicioso de desgracias a las que se enfrentan con inusitado valor.
Como esa sencilla, deslenguada y vivaz chica que escapa redundantemente de relaciones sentimentales destructivas del mismo modo que cambia de nombre. Bajo el de Linda Ash, conoce a ese extraño neurótico que paga únicamente por hablar con ella y que se esfuerza, desinteresadamente, en encontrarle a un buen hombre con intereses similares. La encargada de darle vida, una Mira Sorvino en estado de gracia que arrasó con todos los premios del año en la categoría de actriz secundaria, incluído el Oscar, al confeccionar un personaje que aunaba seducción con tierna espontaneidad. El plan de Lenny no resultó, sin embargo, el inescrutable azar proveyó a todos de un final ciertamente feliz.
Más allá del extravagante argumento y el ritmo frenético consabidos en su cine, Allen aporta a la película un desternillante coro griego a modo de obertura e hilo conductor que enlazaba con las inmortales tragedias griegas de forma cómica. Lo más hilarante, sin duda alguna, la contaminación de espacios y tiempo de los corifeos y el bueno de Lenny, los cuales aparecían sin previo aviso en épocas que no les correspondían. (incluido ese viejo Tiresias interpretado por el gran F. Murray Abraham). Esta ingeniosa vuelta de tuerca culminaba con un final algo apresurado aunque indiscutiblemente divertido mediado por un cúmulo de casualidades asombrosas que hilvanan a la perfección con el tono distendido y afable de la película.
Allen, así pues, confecciona una comedia alegre y apacible protagonizada por personajes sensibles y emotivos que recomendamos vivamente, como la mayor parte de sus obras, a todos aquellos interesados por el genio incontestable del judío más famoso de Manhattan.
Dulce Cine de Juventud; Abierto hasta el Amanecer
De risas con los Monty Python; El sentido de la vida
Ahora bien, que esta sinopsis apresurada no lleve lugar a equívocos; los Monty Phyton no ofrecen aquí respuestas elaboradas acerca de su apreciación personal de todo aquello que les rodea, más bien se mueven acordes a un afán deconstructivo de la cultura occidental que les ha sido transmitida e inculcada. Pocos salen indemnes de una crítica despiadada a lo que redundantemente se ha llamado la cultura superior occidental; políticos, burgueses, religiosos, soldados, intelectuales y un largo etcétera desgranado a través de lo políticamente incorrecto.
Y es que los Monty Phyton se mueven en esa peligrosa línea infranqueable de lo blasfemo y, por tanto, censurable, que rige la vida en sociedad y decreta aquellos que están dentro o fuera de ella. Suerte que el grupo haya utilizado el humor como herramienta de asedio, algo que no es tomado demasiado en serio aunque sus resultados suelan ser implacables. En todos los regímenes autoritarios siempre se ha permitido en mayor medida las manifestaciones cómicas de cualquier asunto que las arduas reflexiones, panfletos políticos o ensayos sesudos de la materia, ignorando que el impacto incitado por un gag o chiste aparentemente inofensivo puede rebasar las dimensiones del mismo. Los Monty Phyton juegan con esta dimensión de la realidad de forma brillante, atrincherando su despiadada crítica social en la presumible superficialidad de sus hilarantes sketches.
Y, desde luego, ¡qué hilaridad! Como ese número musical inolvidable parodiando las trabas sexuales impuestas por el catolicismo en la piel de un padre con 63 hijos que, no obstante, no duda en cantar que “todo esperma es sagrado”, aunque ello signifique la superpoblación de su casa del típico barrio obrero inglés. Tras esta demostración pública de orgullo católico, esa fantástica conversación entre un matrimonio protestante asombrado de la vulgaridad de sus pobres vecinos; ellos, afortunadamente, no están sujetos a esas restricciones aunque sí a su estereotipada frigidez estirada.
La etapa de crecimiento no es más asequible. Si no que se lo digan a esos pobres alumnos que deben sufrir las lecciones prácticas de sexo de un profesor abnegado que lleva a clase a su mujer para mostrar el funcionamiento básico del coito. Y tras ella, la guerra y su absurdo consecuente, aunque la flema británica no deje ver el horror zulú. Más allá y de reseñable diversión, el sketch de un matrimonio que elige por menú la conversación que disfrutarán esa misma noche o la cena indigesta de un hombre orondo (por decir algo) que termina por vomitar todo lo que come hasta explotar.
El sentido de la vida es una descacharrante sátira del género humano en toda su amplitud en la que se suceden historias dispares de humor surrealista. Es una lástima que, con esta película, los Monty Phyton decidiesen poner fin a su aventura en el cine juntos, al parecer por discrepancias internas y deseos de conformar una carrera independiente. Algunos tuvieron más suerte que otros; Terry Gilliam ejercitó su imaginación desbordante en proyectos que le reportaron gran fama entre un público consolidado (El rey pescador, 12 monos) y John Cleese se elaboró una trayectoria como cómico de cierta importancia; pero el resto se terminaron por retirar tras algunos papeles de escaso interés. El sentido de la vida fue un broche de excepción (con Premio Especial de Jurado de Cannes de 1983 incluido) a una breve aunque intensa carrera conjunta de risas absurdas y críticas descarnadas.