[Crítica] Dos madres perfectas

Horroriza ver como dos grandísimas actrices como son Naomi Watts y Robin Wright se ven envueltas en este tipo de metrajes chapuceros, inverosímiles y casi de pesadilla. Dos madres perfectas, otra tropelía llevada a cabo por los traductores españoles, es una de esas películas que le hacen plantearse a uno cuánto dinero ha costado, en qué lo habrán invertido e incluso crean un sentimiento de culpa por haber participado, en modo alguno, de lo que se está transmitiendo. 
Naomi Watts llegó a protagonizar películas de una calidad tan sobresaliente como Mulholland Drive (David Lynch, 2001), 21 gramos (Alejandro González Iñárritu, 2003) o entretenimientos con pretensiones dispares como King Kong (Peter Jackson, 2005) o Extrañas coincidencias (David O. Russell, 2004). Robin Wright ha sido recordada siempre por dos inolvidables películas. La una, titulada Forrest Gump, nos descubrió el amor a través de los ojos de Tom Hanks y aquella Jenny, a quien terminamos por querer para nosotros mismos. La otra, La princesa prometida, de la cual casi ni hace falta hablar. Actualmente, y de manera magistral, participa junto a Kevin Spacey la serie de Netflix House Of Cards, con un éxito atronador. Para cualquier espectador que recuerde estos referentes, sentarse a ver Two Mothers acabará por ser una experiencia totalmente olvidable.
Su directora, Anne Fontaine, adapta a la escritora británica Doris Lessing, Premio Nobel de Literatura en 2007. Su novela, The Grandmothers, es una obra dividida en cuatro capítulos que narran cuatro historias independientes y de la cual, Fontaine, adapta solo la primera de ellas en la que dos mujeres, amigas desde la infancia, ven como sus matrimonios quedan destruidos y se enamoran de sus hijos, cada una de su contrario. El estupor renace cuando la inverosimilitud de la historia se respira por todos los fotogramas de la película. Hay una dirección imperfecta, el reparto se encuentra perdido en un mar de dudas y el único que parece tener las cosas claras es el personaje del marido de Rozeanne. 
Podemos llegar a entender que lo que estamos viendo se puede resumir en un intento por romper las barreras impuestas por la sociedad en lo que al amor se refiere, un tratado sobre el libre albedrío en algo tan complejo y estudiado como es el amor. Aquí no hay incesto alguno, simplemente nos choca cada cruce de miradas que se produce en esta melodramática tomadura de pelo que podía haber sido dura en su tratamiento del amor prohibido pero que consigue el efecto contrario, acercase más a la comedia de folletín más que a un drama sobre la imposibilidad de la pasión y el deseo. 

[Crítica] Stella cadente

Pocas películas repelen y apasionan al mismo tiempo. Esa doble cualidad garantiza un interés que aumenta a medida que avanza el metraje tanto por la sensación de desaire ante lo que nuestro racional cerebro (en ocasiones) pretende ver y lo que nuestro sentimiento de voyeur cinematográfico ansía ver. Stella cadente, la primera ficción en largometraje de Lluís Miñarro, bordea peligrosamente la fina línea que separa el hastío de la pasión. 
Sin embargo, una somera reflexión ante la experiencia vivida nos hace decantarnos por un lado de la balanza. Esta particularísima retrospectiva sobre el reinado de uno de los monarcas más desconocidos de nuestra Historia, Amadeo de Saboya, nos lleva hasta un siglo XIX alejado de cualquier convencionalismo e historicismo pretendido. El reinado de Amadeo de Saboya fue el gobierno de un títere en manos de la corruptela que ha dirigido siempre un país condenado a no ser conducido por el buen camino. La España posterior a la salida de Isabel II se convirtió en un conglomerado de nombres inútiles ante los que se presentó un rey con, como siempre, una renovada lista de propuestas de las que jamás se supo. 
Una tortuga enjoyada que representa la Providencia, lenta como el paso del tiempo en la corte de Amadeo. Lluís Miñarro juega con el concepto onírico del cine y roza con maestría el surrealismo absoluto. La deformación de la realidad que vive un monarca títere, en manos de una casta política más pendiente de sus asuntos personales y sus favores que del propio Gobierno de un país que se destrozaba cada día. Sobresaliente Álex Brendemühl en el complicado papel de un rey sometido a una atemporalidad manifiesta. Escuchar a Alain Barrière o Françoise Hardy mientras observamos a un rey aguardando a su pomposa mujer, encarnada por Barbara Lennie, es algo que ya nos avisa del carácter reaccionario de la propia propuesta.
Referencias manifiestas a la pintura de Diego Velázquez o Gustave Courbet o al cine de Stanley Kubrick y Luchino Visconti, el uso tan particular de dos cineastas únicos en la concepción de la luz como elemento indispensable en la creación de escenarios, son algunas de las que encontramos a lo largo del interesante visionado de una película tan extraña como impensable. Lluís Miñarro y Stella cadente son, sin ninguna duda, una de las experiencias más célebres de este 2014 de cine español. 

[Crítica] Hermosa juventud

¿Se puede desmitificar una idea tan arraigada como la necesaria emigración para conseguir trabajo? Jaime Rosales prueba su teoría sobre la juventud y la salida hacia otros países para intentar ver la luz al final de un túnel que ya se ha convertido en creencia. Hermosa juventud no pretende poner a todos los jóvenes por igual pero su retrato, crudo y desgarrador, plantea las necesidades de un sector de la juventud cuyas ambiciones en la vida están todavía por demostrar. 
Rosales, con su quinta película tras una estela de ejercicios de autor con notable factura y moderado éxito, ha conseguido una trama muy cercana al cine social europeo e incluso con evidentes similitudes con una de las obras clave de los belgas hermanos Dardenne, El niño. A través de la mirada de Ingrid García Jonsson y Juanma Calderón, Jaime Rosales nos entrega un conjunto de fotografías que ilustran la realidad de miles de jóvenes que, o no consiguen trabajo aun buscando con los medios habidos y por haber o se dedican a la vida contemplativa hasta que el grifo de los progenitores opte por cerrarse definitivamente. 
Estos dos protagonistas deciden probar suerte con el mundo del porno para poder ganar algunos euros, un dinero fácil que llega a través del desagradecido ejercicio de la pérdida de la dignidad. Poco tiempo después, y como dice uno de los amigos de la pareja, les sucede algo que debería convertirse en lo más maravilloso que pueda pasar. Sin embargo, para ellos, la llegada de un hijo se convierte en un calvario y el egoísmo comienza a hacer mella. 
En Hermosa juventud, Rosales no dibuja un ejercicio tan sombrío como en otras películas. Nos traza una fina línea entre el vacío de varias vidas enganchadas a los bancos de un parque y el ímpetu por sacar la vida adelante, aun sacrificando factores importantes en una pareja, en una familia. Hermosa juventud plantea la necesidad de huir de España a realizar trabajos que, por definición, pueden lograrse en este mismo país. ¿Hay trabajo si se busca o no hay trabajo porque no hay ganas de encontrarlo? Aquellos que plantean esa cuestión, a lo largo del metraje, lo equiparan a algo casi tan banal como la búsqueda de un novio y son aquellos que renuncian a cualquier jornal por no considerarlo “digno”. 
Tras Las horas del día, La soledad, Tiro en la cabeza y Sueño y silencio, Jaime Rosales prosigue por la estela del cine comprometido con la realidad social de un país aquejado de fuertes síntomas de agotamiento. Cada nueva pieza de este director es una nueva oportunidad para recapacitar, reflexionar e intentar hallar respuesta a tantos porqués que llenan la cotidianeidad. 
Manos a la obra. 

[Crítica] Todos están muertos

Elena Anaya vuelve a la pantalla, algo que siempre se debe agradecer, para recrear a una vieja gloria de la Movida madrileña. Aquella época donde la música definía la contracultura y todo lo que respirase nuevos aires alternativos a la realidad de la juventud en los años 70 y 80. Beatriz Sanchís dibuja en Todos están muertos, la caída de una diosa de aquel Olimpo, aquejada de una agorafobia destructiva y traumatizada por la muerte de su hermano. 
Pese a lo interesante de la propuesta, Todos están muertos no termina de dar con la tecla para tocar una fibra a aquellos irredentos que vivieron lo mejor de la diversión madrileña en tan agitada época ni los que llegamos tarde a sus letras, sentidas como poco y destruyendo la realidad dominante haciendo uso de otra realidad de choque. Las secuencias que recrean los videoclips del grupo Groenlandia evocan una necesaria nostalgia a la que hay que rendir pleitesía. 
Sin embargo, Sanchís aleja la trama del espectador al querer dibujar un panorama romántico extraño. El pasado del personaje de Elena Anaya, lo más interesante de la película sin duda alguna, nos interesa demasiado como para desdibujar la trama con posibles, con dudas, con incertidumbres que no llevan a ninguna parte. El peso del recuerdo lo carga sobre sí el personaje de Nahuel Pérez y dibujado en el presente por Patrick Criado, descubierto en Águila Roja y consagrado en La gran familia española (esperemos que por muchos años). 
Es interesante ver como de la Movida madrileña y sus adalides sólo quedan recuerdos, más tristes unos que otros, pero al fin y al cabo recuerdos. Elena Anaya dibuja un personaje férreo pese a su debilidad psicológica, donde cada paso significa aún más que el anterior. Su personalidad es tan arrolladora como inestable es el guión donde se sustenta. En medio de todo ello, transitan las vidas de unos personajes que buscan una irremediable redención en un mundo que, por muchos años que transcurran, ya no les pertenece. 

[Crítica] Dom Hemingway

Existe una categoría de actores a los que, da igual el trabajo que hagan, siempre consideraremos como un atractivo personal en la pantalla. En el caso de este cronista, Jude Law representa esa actitud de predisposición ante cualquier producto que presente un actor que con el paso del tiempo se ha ido ganando un status y posición bastante respetable.
La película que nos ocupa, el estreno de esta semana de 20th Century Fox, es Dom Hemingway. Una de esas cintas que recuerdan a otras tantas pero que no se asemeja a ninguna. Lo que viene siendo un batiburrillo de influencias buenamente llevadas pero, en muchas ocasiones, peligrosamente ejecutadas. Dom Hemingway, como mayor aliciente, es el personaje interpretado por un Jude Law absolutamente pasado de rosca como posiblemente jamás lo hemos visto y jamás lo veremos.
Lejos queda aquel Dan de Closer (Mike Nichols, 2004), el gigoló Joe de Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001) o el apasionante Vassili de Enemigo a las puertas (Jean-Jacques Annaud, 2001), por solo hablar de algunos de sus mejores trabajos. Ahora, Jude Law sigue en proceso constante de maduración y probando nuevas formas de demostrar su ya consabido talento delante de la cámara. En Dom Hemingway se estrena con 12 kilos de peso más y su calvicie, para su propia desgracia, mucho más marcada. Con este fin, el intérprete británico dibuja un personaje deslenguado, misógino y con un carácter profundamente ególatra. El prólogo de la película, un curiosísimo plano secuencia en honor del miembro viril, da perfecta cuenta de lo que es capaz este particularísimo protagonista.
Sin embargo, y pese a que el comienzo nos hace una promesa de frenesí a lo Guy Ritchie, la película se va desinflando conforme comienzan a suceder los extraños y surrealistas acontecimientos que se van desarrollando. La secuencia del accidente, excepcional ralentí, parece ser la última muestra del poder de convicción del comienzo de la película. Detrás de todo lo artificioso del asunto, se ejercita la redención del peor de los seres humanos. Un delincuente, irreverente e irrespetuoso que representa lo más oscuro de nuestra existencia pero que desea salvarse mediante continuas oportunidades. Veremos si Dom Hemingway se redime en taquilla y Jude Law sale airoso de una trampa con la que nos deja, personalmente, plenos y satisfechos.

[Crítica] Redención

Los que creíamos que Cuento de invierno, la última tropelía de Akiva Goldsman, era la peor película de lo que llevábamos de año éramos unos ingenuos. Hemos tenido que esperar la llegada de Jason Statham y su Redención para darnos cuenta de lo que es capaz un guionista cuando quiere dirigir sus primeros largometrajes y no sabe muy bien a qué atenerse.
Redención, pese a la sintonía que desprende siempre un personaje como Jason Statham, atado y encasillado al cine de acción desde años inmemoriales, es una película que hace aguas desde su inicio. No hay cristiano que entienda cuál es el objetivo último del director a la hora de llevar esta historia de búsqueda de una verdad y tomar la justicia de manos de quien la quiera encontrar. Monjas, gángsters, ballet y un tipo duro que siempre representará el adalid de la diplomacia callejera. Statham hace lo que puede en una cinta que se le va de las manos y que escapa a su control.
Nos suponemos que este ex militar, desaparecido tras llegar de Afganistán, quiere encontrar al hombre que mató a una mujer con la que, intuimos, hizo más que buenas migas. En este contexto, un Chris Menges que intenta fotografiar el Londres más oculto y desconocido, nos recorre los submundos que existen debajo de las postales turísticas de la capital inglesa. Pese a ello, Redención es un mal experimento y la peor película de este cronista haya visto en lo que llevamos de 2014.
Steven Knight debió asegurarse de tener un buen guión, sólido y sin fisuras, antes de embarcarse en una trama que le ha salido muy cara. No hay que hacer leña del árbol caído. Knight tiene pendiente de estreno Locke, su segundo largometraje (esta vez con Tom Hardy) con muchísima mejor pinta y un cartel que esperemos cumpla con las expectativas. De momento, y sin poder remediarlo, Redención es una de las películas a evitar si no se quiere tener la sensación de haber perdido tiempo y dinero.

[Crítica] Madre e hijo

Madre e hijo es una de las películas más crudas de la realidad actual. Desgranando las relaciones que se establecen entre diferentes clases sociales en un país que las siente con vehemencia en su cotidianeidad, el director Calin Peter Netzer dibuja esa doble realidad con un sostenido ejemplo de similitud documental y dureza narrativa. Todas las conversaciones que escuchamos a lo largo del metraje nos enemistan con cada personaje que aparece en pantalla. El planteamiento de cada actor sobresale en cuanto el tremendismo de la situación comienza a hacerse palpable.
La habilidad de su director también radica en saber cuándo termina el efecto de lo que está narrando. En un primer momento, estamos más pendientes del accidente que desata las acciones de la película pero, poco a poco y sabiamente, nos va introduciendo en un mundo que no nos es extraño. Las relaciones familiares, especialmente la de protección que se crea entre madre e hijo, nos ocupan sobremanera. Un vástago absolutamente oculto por el abrigo de su progenitora, quien hará todo lo que esté en su mano (legal o ilegal) para librar a su hijo de un terrible crimen.
Hay una relación de extrema dependencia entre uno y otro. En un caso será material, económica; en otro será puramente sentimental y sensible. El director sabe mostrar la debilidad de madre e hijo en el momento debido, no dejando nada al azar ni al albedrío del espectador que, paciente, contempla cada movimiento de un hecho irremediable.
Calin Peter Netzer, asistido por el guión de Razvan Radulescu (responsable de, entre otras, La muerte del señor Lazarescu) realiza una película nerviosa con el irredento pecado de querer introducir la cámara en el desarrollo de la rutina de los personajes abandonando la firmeza y librando una batalla con la gravedad en la que sale mal parado. Sus excesivos movimientos convierten la película en un experimento sobre la capacidad del espectador de tener la vista en movimiento más de cinco segundos seguidos. Estéticamente, y sin tener en cuenta este desafortunado aspecto, Madre e hijo es una interesante propuesta del siempre destacable cine rumano. Una dolorosa realidad, otras veces llevada al cine, pero que convierte su autenticidad en su mayor sello de identidad.

[Crítica] Donald Rumsfeld, certezas desconocidas

Ganador del Oscar al Mejor Documental por Rumores de guerra, Errol Morris analiza de manera fría y muy calculada la figura del exsecretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld, en The Unknown Known. Interesa poco, o casi nada, lo que este político de amplia trayectoria pueda intentar contar en un documental que se expone como su testamento político y audiovisual, sus memorias narradas a un veterano cineasta con el fin de dejar constancia de sus opiniones en torno a sucesos como el intento de asesinato a Gerald Ford, sus años de congresista o su intervención en las decisiones que llevaron a Estados Unidos a la Guerra de Irak.
The Unknown Known es un documental aséptico, frío, parece que realizado con la connivencia del propio entrevistado quien, con su sonrisa malévola, parece querer dar por zanjada cualquier cuestión que le plantee su interlocutor. Rumsfeld responde con paradójicas respuestas que se tornan contradictorias, con sonrisas esquivas y con silencios incómodos que nos hacen continuar con el sendero de opiniones que tenemos del equipo con el que el presidente George W. Bush emprendió su mandato de ocho años al frente del país más poderoso de la Tierra.
Donald Rumsfeld tiene respuesta para todo. Desde la justificación del ataque e invasión de Irak y la relación que, presuntamente, existía entre Saddam Hussein y la cabeza de Al-Qaeda hasta las sorprendentes revelaciones de cómo pidió matrimonio a su esposa casi sin quererlo. Todo ello mezclado con imágenes históricas, quizás lo más interesante de la película por su componente memorial a la hora de recordar turbios escenarios de la política norteamericana donde Rumsfeld estuvo presente desde que comenzó su carrera bajo el brazo de Richard Nixon.
The Unknown Known no nos descubre nada nuevo sobre la política de George W. Bush ni tampoco sobre las decisiones que se tomaron en un día tan cruento como el 11 de septiembre de 2001. En su lugar, nos encontramos en una sala oscura, sentados delante de alguien que podía haber dado respuesta a numerosos interrogantes históricos pero que prefiere mantenerse al margen, autorizado por su entrevistador, de una realidad de la que parece haberse zafado al dejar el mapa político. Errol Morris desaprovecha la oportunidad de poner a un peso pesado de Bush Jr. contra las cuerdas y se vuelve un ser condescendiente con las respuestas, siempre dudosas, de quien fue el máximo responsable de la Defensa norteamericana durante casi una década.

TCM y Cineteca estrenaron Too Much Johnson, un trabajo inédito de Orson Welles


Esta noche, la Cineteca del Matadero de Madrid acoge uno de los acontecimientos más importantes en el mundo del cine de estos años. El canal TCM presenta el conjunto de imágenes filmadas por Orson Welles y que servirían como prólogo a una de las obras que presentaba en 1938 con su compañía, Mercury Theatre. La película, si es que podemos calificarla así, se presenta esta noche en un evento con entrada libre hasta completar aforo y la banda sonora en directo del músico Remate.
Too Much Johnson es un conjunto de planos, secuencias, tomas y pruebas de cámara en que la notable presencia de Joseph Cotten, a la postre uno de los grandes actores del Hollywood clásico y colaborador de Welles desde sus inicios en el teatro, alimenta la mayor parte de esta particularísima experiencia. Esta cinta se creía perdida en el incendio que asoló la vivienda del cineasta en Madrid pero se encontró el pasado año en un almacén de una mensajería en Italia.
Too Much Johnson serviría como prólogo a una obra escrita por William Gillette, que a su vez adapta una anterior pieza teatral que data de 1894 y creada por Maurice Ordonneau. En la obra que nos ocupa, Orson Welles pretendió renovar el planteamiento del teatro introduciendo en la función imágenes en movimiento y no centralizar la obra al desarrollo que los actores pudieran hacer sobre las tablas. Sin embargo, la imposibilidad de introducir un proyector en el teatro donde se representaría hizo que el proyecto quedara abandonado y guardado en una lata que viajaría en el tiempo hasta terminar desprendiendo un fuerte olor en un viejo almacén.
La intrahistoria del Cine nos regala pequeñas sorpresas de vez en cuando. Too Much Johnson es una de ellas. El hallazgo y restauración de esta pequeña película que reúne elementos cómicos y slapstick es todo un motivo para volver a evocar la figura de Orson Welles, quien realizaría su primera película en 1941 consiguiendo debutar con una auténtica obra maestra mil veces estudiada: Ciudadano Kane.
A las 20:30, en Cineteca Matadero, tendrá lugar la proyección de tan importante documento. Too Much Johnson contará con la interpretación de la banda sonora de Remate en riguroso directo, en una experiencia absolutamente irrepetible para los amantes del verdadero cine. Paralelo a este estreno en Cineteca, TCM ha preparado un ciclo de cine dedicado por entero a uno de los cineastas más importantes del siglo XX programando obras como El cuarto mandamiento,  El tercer hombre o Sed de mal.

[Crítica] Big Bad Wolves

El cine israelí, desgraciadamente, no suele llegar con frecuencia a las pantallas españolas. Su capacidad para aunar el realismo con tintes de fantasía o incluso fuertes toques de humor negro son algunas de las características más tradicionales de una cinematografía extensa y muy destacada. Sin embargo, nos toca asumir que Big Bad Wolves llegará a las salas gracias al aval que proporciona el que hubiese sido alabada por, nada menos, que Quentin Tarantino como “la mejor película de 2013”.
No es de extrañar lo que nos dice el realizador de Pulp Fiction, Malditos bastardos o Django desencadenado. Este tipo de película es el que hace las delicias de los amantes de esa extraña combinación, delicada y pulcra, entre la comedia negra y el sadismo más truculento. Big Bad Wolves tiene también un marcado componente de actualidad. La pedofilia, las violaciones de niños y su asesinato, son asuntos que aparecen en las portadas de los medios de comunicación tristemente con demasiada frecuencia.
Sin embargo, y lejos de realizar un juicio crítico realista, los realizadores de la película deciden jugar con aquella vieja máxima que tantas alegrías nos ha dado a los consumidores de cine por la cual uno debe “tomarse la justicia por su mano” si quiere evitar la espera de una justicia que, posiblemente, no deje las cartas en su sitio. El mayor valor técnico de Big Bad Wolves reside precisamente en su prólogo. Una cámara lenta sigue a tres niños que, inocentes, juegan en una vieja casa abandonada mientras una banda sonora profundamente épica, nos mete la angustia en el cuerpo. A partir de ahí, se desatan todas las furias del infierno en una surrealista relación que se establece entre un policía en desacuerdo con las decisiones de su superior, un padre en busca de justicia y un profesor desdibujado y muy tímido. Entre los tres, sostendrán una complicadísima trama que se alimenta de secuencias en las que la carcajada se corta entre momentos de agitada respiración.
Big Bad Wolves es una película que vuelve a narrar hechos que vemos casi cada día en televisión, cine y series. Pero, de nuevo, la importancia de saber darle la vuelta a los acontecimientos, equilibrar la comedia con el drama y apelar a la técnica de forma sencilla y correcta te asegura un éxito personal y que el efecto boca a boca surta el efecto que se merece.

[Crítica] Viva la libertà

No estamos seguros de la necesidad de contratar a un hermano gemelo de Rajoy, Wert, Montoro, Merkel, Obama o cualquiera de los nombrados por todo el mundo como dirigentes de sus respectivas naciones. Intuimos que peor no se puede ir pero dicen que más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer. En Viva la libertá, la nueva película de Toni Servillo, se explora en esa posibilidad por la cual, sabiamente, un político decide tomarse un respiro para descansar y dejar reposar la cabeza.
Tampoco es que la película destaque por nada en especial que no sea la interpretación, doble para más inri, de un Servillo en permanente estado de gracia. Su último gran éxito, La gran belleza, le ha elevado a unos altares en los que ya estaba desde hace varias décadas gracias a su incansable trabajo en el teatro. Viva la libertà, dirigida por Roberto Andò, es una experiencia cómica, con algún antecedente filosófico pero que poco más aporta que no sea unos minutos de percepción de otra realidad alternativa en la desgastada política actual.
El hecho de sustituir a un político depresivo por su hermano, de carácter bipolar y con un sentido del humor fino a la par que gran conversador y mejor inteligencia, podría ser algo que resultase simpático a través de la gran pantalla. Muy poca gente sigue creyendo de verdad en aquel que tienen delante. Cuando la política se ha convertido en la mayor mentira de nuestro tiempo, falsos cumplidores de promesas que jamás llegan han pasado a ser los grandes villanos, aquellos a los que hay que perseguir y controlar de manera férrea.
Toni Servillo se desdobla y cuestiona realidades sociales, económicas y culturales que afectan a todo ciudadano de este continente (y de cualquier otro, si se me apura). Su otro yo, el alter ego de Enrico Oliveri, ha decidido dar rienda suelta a una palabra que falla sobremanera en la política actual: inteligencia. Ya no hay propuestas, no hay soluciones. Solo ladrones, cobardes e idiotas. Hace falta una vuelta de tuerca. Si algún día podemos volver a gritar “viva la libertad”, ese será el momento en que las cosas, de una vez por todas, hayan escogido el camino correcto para dejase suceder.

[Crítica] A 20 pasos de la fama

La historia de la Música está llena de leyendas, con nombre y apellido, marcas de guitarra, conciertos ya impregnados en nuestra retina, discos que consagraron nuestra vida en un determinado momento y a los que volvemos cuando la nostalgia nos invade. Sin embargo, y aunque no sepamos sus nombres, detrás de aquellos forjadores de leyendas entre los que incluiremos a Ray Charles, Bruce Springsteen, Aretha Franklin o los Rolling Stones se encontraban una serie de voces a cual más importante a la hora de la concepción de los grandes temas de cada uno.
What I´d Say, Say a Little Pray For You o Gimme Shelter son sobradamente conocidos en cualquier círculo que, medianamente, tenga un interés por la música real, la de verdad, la que se interpretaba con instrumentos y no con máquinas electrónicas que solventan carencias y falsifican las melodías. Detrás de la voz de Mick Jagger en Gimme Shelter, hay una corista que heló la sangre a quien presenció aquel derroche vocal tal como lo cuenta el cantante en A 20 pasos de la fama.
Y es que la reciente ganadora del Oscar al Mejor Documental, dirigido por Morgan Neville, analiza la figura de todas aquellas cantantes que estuvieron a la sombra de las grandes estrellas. Estar detrás de Diana Ross, Donna Summer o Tina Turner convertía tus oportunidades de ser solista en más que una realidad. Sin embargo, muchas de ellas ni siquiera pasaban de grabar un solo disco y caer irremediablemente en el olvido.
Este documental, tensado de una manera sobresaliente, recordando momentos históricos y buceando entre los mares de los estudios de grabación, nos acerca a la realidad de aquellos coros, aquellas chicas ilusionadas por darles la réplica o doblar sus voces con las de auténticos maestros. A 20 pasos de la fama muestra también la realidad que, actualmente, viven aquellas personas, olvidados cargamentos de ilusión de los que ya sólo queda un par de pistas en algún CD de esos que consideramos joyas de nuestra colección privada. Aquellas voces son patrimonio de la humanidad y Morgan Neville nos devuelve a una época con plena añoranza de lo que realmente significaba la música.

[Crítica] Welcome To New York

Decía Milan Kundera que “el hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores". La frase, perteneciente a una de sus obras cumbre, La insoportable levedad del ser, podría resumir ciertos trasuntos que se asientan a lo largo de la última película de Abel Ferrara. Inspirada de manera libre y sin veracidad alguna en el caso que sacudió a Dominique Strauss-Kahn, Welcome To New York explora con firmeza los límites del control con un arriesgadísimo protagonista en plena posesión de facultades interpretativas.
Gérard Depardieu asume unos riesgos portentosos a la hora de llevar a la gran pantalla a Deveraux, un grotesco personaje que sirve para redefinir las palabras más malsonantes que puedan existir en los diccionarios de medio mundo. Un ser ignominioso, deshonroso, portador de una de las adicciones más controvertidas que existen: el sexo. Sin medir las consecuencias de sus actos, Deveraux se enfrentará a la justicia norteamericana, a su familia y a sus propios demonios en un intento por desgranar el porqué de sus acciones. Pero, pese a los intentos, contemplamos atónitos, como su conducta no cambia ni un ápice.
Depardieu compone uno de los papeles más arriesgados de su ya prolífica carrera. Un intérprete con cincuenta años de profesión a sus espaldas desde que debutara con Agnès Varda. Su condición personal, que podríamos tipificar como “de vuelta de todo”, le permite ponerse a las órdenes del controvertido Abel Ferrara para dibujar los instintos más bajos del hombre, aquellos por los que somos capaces de perder el control y desdibujar la moral que nuestra sociedad ha acatado como justa y necesaria. Quejarse de los desnudos que ilustran las orgías y abusos sexuales de la película es querer poner una excusa que descentre la calidad del producto final.
Como contrapunto a los pensamientos de Deveraux nos encontramos a Simone, brillante Jacqueline Bisset, y que encuentra nuestra total complicidad a la hora de juzgar al monstruo con el que nos enfrentamos. Hay secuencias plano-contraplano entre ambos actores que sirven en bandeja una batalla dialéctica entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, entre la moral y el placer enfermizo. Deveraux actúa con premeditación, utilizando los mismos métodos para tratar de desnudar a cada mujer que transita a través de sus ojos.
El juicio que Ferrara realiza de Strauss-Kahn le valdrá alguna que otra demanda por parte del personaje real. Ahora que su caso comenzaba a dejarse atrás y rehacía su vida en Francia, alejado de la política y con sus acusaciones en un caso ya sobreseído, aparece una película que no da ni una posibilidad de redimir a un personaje absolutamente enfermo. Enfermo de sexo, enfermo de una vida que no le correspondía y por la cual sigue (y seguirá) respondiendo por muchos años más. Existe una secuencia, casi al final de la cinta, en la que Deveraux propone una redención a sus pecados pero, curiosamente, nunca manifiesta una voluntad preclara de proceder a darse a sí mismo una oportunidad de cambio. La redención no es posible. Y Abel Ferrara no da tregua.

[Crítica] Godzilla

Enésimo remake, innecesario si se quiere, de uno de los monstruos clásicos del cine. Godzilla regresa a la gran pantalla acompañado de un reparto un tanto desequilibrante, lo que al final viene a parafrasear al maestro Shakespeare en un “mucho ruido y pocas nueces”. Si la versión de Roland Emmerich flaqueaba por todas las aristas, uno de sus pocos aciertos era incluir un despliegue de efectos especiales que suplantaba las evidentes deficiencias del guión. 
Sin embargo, esta nueva revisión del clásico sacrifica los efectos especiales y el guión en favor de unas inexplicables elipsis que logran templarse hacia los minutos finales cargando toda la acción en manos de un Aaron Taylor Johnson solvente en su papel pero demasiado abandonado a su suerte. Bryan Cranston crece, se reproduce y muere en una carencia interpretativa a la que nos tiene poco acostumbrados. 
Hay un nombre que sobresale por encima del resto y sorprende, pese a los pocos minutos que le sirven para desarrollar su personaje. Elizabeth Olsen, breve pero lo suficientemente intensa, se lleva el gran premio de la película, casi por detrás del archiconocido monstruo. Mención aparte merece una inexplicable aparición de Juliette Binoche, ya que la última vez que la vimos fue en la estimable Camille Claudel 1915 y actualmente se encuentra en Cannes para presentar Clouds of Sils Maria
Alexandre Desplat cumple con creces, casi como siempre, una complicada labor detrás de la partitura. Acompaña los créditos una música épica, que recuerda a las grandes producciones del terror y la aventura clásicas combinando diversos elementos propios de la composición cinematográfica contemporánea. Si bien, algunas melodías recuerdan a los Zimmer, Horner y demás músicos rimbombantes y con cada vez más acordes comerciales que pueblan nuestros días. 
Godzilla entretiene sin más. Es tan plana como un folio de papel en el que se escribe esta crítica. Su duración se alarga pero no llega a molestar, sino que obliga a recolocarse en el asiento a la espera de una nueva secuencia que anime la función y no haga recapacitar si en la sala de al lado estarán poniendo algo mejor. 

[Crítica] Nueva vida en Nueva York

Tercera entrega de la trilogía dirigida por Cédric Klapisch y protagonizada por tres de los actores más respetados  del cine francés actual. Romain Duris, Audrey Tatou, Cécile De France culminan con un notable éxito unas aventuras y desventuras basadas, ante todo, en ese casi perdido sentido de la amistad. En esta ocasión, Xavier viaja hasta Nueva York para iniciar una nueva vida tras su separación y compaginar un nuevo trabajo, que no llega, con unos hijos que viven en la paradójica nueva vida de su madre. 
Una efectista banda sonora, orquestada por Christophe Minck, ayuda a romper cada una de las secuencias que abren los diferentes actos de una película perfectamente construida, aliviada en su tramo final y muy destacable en su función de pura comedia. Nueva vida en Nueva York juega con sus personajes, los que ya nos sorprendieron en las anteriores películas de esta saga, al más puro estilo Woody Allen. Hay trazos incluso de Manhattan, salvando las distancias, en esta cinta convirtiendo incluso a la propia ciudad en uno de los personajes clave donde se desarrollan los miedos, inseguridades y problemática de cuanto aquel salga en la gran pantalla.
Nueva vida en Nueva York consigue salvar los muebles con ligereza, apuntándose tantos críticos a la situación de la inmigración, al grave problema de los matrimonios de conveniencia o incluso a la durísima situación que vive la infancia cuando los progenitores deciden poner fin a su matrimonio. Klapisch lleva con maestría a sus personajes y nos deja en manos de un solventísimo Romain Duris el peso más consistente de una trama con mucho fondo pero con una forma sencilla y sin pretensiones.

[Crítica] Por un puñado de besos

Es preocupante que, desde la gran pantalla, se lancen mensajes un tanto controvertidos sobre las complejas situaciones del enamoramiento entre jóvenes. Por un puñado de besos, la última película de David Menkes, posee algunas frases que suenan bastante mal. Por poner un ejemplo, “hasta que no te acuestes con un chico no sabes si te gusta”. No se entrará a valorar la validez o no de esta afirmación, la cual y personalmente encuentro casi ofensiava, sino el conjunto general de una película que quiere pero que no puede. 
El amor como punto de partida de un renacimiento, de la búsqueda de una nueva vida cuando la enfermedad ataca, sobre todo un mal como el SIDA, y parece arruinar todo cuanto se encuentra alrededor de la persona que lo padece. Ana de Armas y Martín Rivas, con dos interpretaciones bastante normales dentro de lo que podía haber sido, se embarcan en un viaje por la gestación del amor entre dos personas en su fase de enamoramiento. 
David Menkes, aunque no termina de dirigir con certeza cada paso que da, compone una película en la que sobran tantos elementos inusuales e inverosímiles que se va convirtiendo en una propuesta acartonada. Los personajes están desnaturalizados, no consiguen transmitir todos los sentimientos que podrían exigírsele a una trama de estas características. En la mayor parte de los minutos, los actores actúan de una forma tan teatral y despersonalizada que desvirtúan el escaso interés que puede tener el guión. 
Hay un montaje basado en varios conceptos procedentes del videoclip o del formato más televisivo, por ejemplo, la superposición o la división de un mismo plano para ofrecer dos puntos de v
ista distintos del mismo acontecimiento. Ni completa ni distrae, simplemente es un recurso que perfectamente va orientado a apartarse de una línea autoral preconcebida e intentar buscar una narración más cercana, cayendo en la indiferencia.
Por un puñado de besos es una oportunidad perdida para demostrar que, dentro de ese “cine para la juventud”, se pueden crear conceptos serios que reflejen las que deberían ser las preocupaciones de esas edades más que un adoctrinamiento barato que hace más daño del que nos creemos. Hay que ir con cuidado y precaución para no caer en la peor de las comparaciones. Es cierto que hay que apoyar al cine español, pero no a cualquier precio. 

[Crítica] Antonio Vega, tu voz entre otras mil

La mejor experiencia que se puede tener viendo el documental que la periodista Paloma Concejero presenta en DocumentaMadrid 2014 es volver a escuchar la voz de un músico, un artista único en su concepción de la vida a través de las melodías que en su cabeza anidaban mientras veía la vida practicando su implacable sentido de la justicia poética. 
El documental viene precedido de una polémica insalvable con los familiares del artista, quienes manifestaban su contrariedad ante la visión que se daba de Vega y su relación con las drogas. Habrá quien piense que no se hace una alusión explícita a que la principal causa del fallecimiento del vocalista de Nacha Pop fue la propia vida, y no las adicciones. Invadido por un cáncer, Antonio Vega fallecía en 2009 tras una vida con más azotes que fortuna pero con un éxito y un respeto ganado con un incansable trabajo desde que comenzara a tocar en pequeños locales y forjar su ya imborrable leyenda. 
La película que nos ocupa, de la que se podrá ver un primer montaje mucho más familiar y menos interesante desde el punto de vista histórico y musicológico, es un documento acerca de los miedos, pasiones, culpas, motivaciones que Antonio Vega rodeó con su mente durante toda su vida. Sus amores, sus guitarras, su relación físico-matemática con el Universo y su obsesión casi enfermiza por querer saber qué existe más allá de lo conocido. Un artista que quiso tocar el cielo cada vez que subía al escenario y que nos regaló versos que hoy, aun viendo el documental con su propia voz de fondo, duelen. 
En la vida de Antonio Vega hubo un cincuenta por ciento de buenas y malas tentaciones. Nunca existió equilibrio alguno entre las dos mitades pero el documental nos muestra la cara más romántica de un artista que quiso pasar a la Historia de la única forma que sabía, demostrando con su música que la vida podía cambiar el rumbo para mejor cuando peor transcurrían las cosas. Todas las voces que se escuchan a lo largo del documental tienen palabras amables, líneas casi de gratitud o de arrepentimiento por no haber sabido escuchar ni ayudar a quien más lo necesitaba en los momentos de mayor debilidad. 
Todo el documental se asienta sobre la base de unas grabaciones que dejó, realizadas por Bosco Ussía, en las que vemos al Vega más íntimo, más humano, con toda seguridad, el mismo que bajaba del escenario tras querer tocar el cielo. Hay insoslayables referencias cinematográficas, desde Iván Zulueta con su Arrebato hasta Robert Wiene o Fritz Lang con sus El gabinete del doctor Caligari y Metrópolis. La única voz disonante la propone aquel mítico protagonista de Arrebato, Will More, quien sin quererlo, permanece en la retina del espectador por su manifiesta sinceridad en un momento crítico que no desvelaremos y que sobrepasa cualquier definición teórica. 
Antonio Vega: Tu voz entre otras mil es un homenaje a un hombre que vivió demostrando que su pasión podía llevarle hasta los límites de su propia inconsciencia. Un retrato del Antonio Vega que nos legó algunas de las melodías más maravillosas del rock español, un artista intimista, único y profundo. El documental es un reflejo del sufrimiento que conlleva la vida aún queriendo vivirla.

[Crítica] En un lugar sin ley

Cortometrajista de tradición, tercer largometraje que realiza, David Lowery se carga un gran número de referentes a la espalda para crear una pieza delicada, prueba de su buen hacer como creador de espacios y atmósferas en En un lugar sin ley. Inspirada por los primeros trabajos de Malick, reminiscencias de Arthur Penn o de Clint Eastwood, Lowery cuida la técnica hasta límites que rozan el preciosismo aunque abandona en algunos puntos un guión al que es inevitable permanecer ajeno en buena parte del metraje. 
Un Casey Affleck que recuerda al Robert Redford, con quien Lowery rodará su siguiente película, huido de prisión cuyo único objetivo último era regresar a por su amada y devolver el equilibrio a una sociedad a la que había castigado. Le acompaña la mejor Rooney Mara que cabía esperar, o lo que es lo mismo, la que siempre destaca sea cual sea su trabajo encomendado. Dos intérpretes aferrados a un destino que les rinde cuentas por las faltas que han cometido y cuyo mayor juez no es otro que el personaje de Keith Carradine. 
Con una fotografía que transita en la oscuridad de los espacios, cubiertos de una poderosa luz natural que envuelve la acción narrada y la luminosidad de unos exteriores que simbolizan la ansiada libertad de cuanto personaje anida en cada fotograma de la cinta. Este western se revitaliza gracias a su atrevida mezcla de cine negro y sus ricas influencias cinematográficas que se reparten justamente y con mesura en una breve pero concisa demostración de estilo. 
El futuro que le aguarda a David Lowery, ubicándolo en una corriente regeneradora en una cinematografía como la estadounidense, es esperanzador. El cine norteamericano necesita de cineastas, de autores que vuelvan a dotar de identidad a un país lastrado por el culto al dólar y que necesita echar la vista atrás y darse cuenta del valor de su filmografía. David Lowery, con ejercicios como En un lugar sin ley, muestra el buen camino a seguir con una estética clásica pero anidando la narración en los códigos más actuales. 
Según leemos, a David Lowery ya le espera Robert Redford para adaptar un artículo que salió publicado en 2003 en The New Yorker. The Old Man And The Gun será una película que rescate un hecho real, el de Forrest Tucker, un atracador de bancos que pasó media vida en prisión y que jamás conseguirá, o eso creemos, redimir sus faltas. De momento, nos queda disfrutar de la riqueza de un cineasta de obligatorio seguimiento tanto en sus trabajos pasados como en un futuro muy prometedor. 

[Crítica] Amor en su punto

La buena costumbre de acudir a una película con las expectativas rozando el subsuelo trae consigo muy gratas recompensas. Cuando crees acudir a una comedia más, que rozará el ridículo o el surrealismo más vergonzante y te encuentras con atisbos de calidad como los que posee Amor en su punto, podemos decir que estamos ante un triunfo de las expectativas. 
La película, de coproducción hispano-irlandesa, tiene a dos protagonistas que poseen algo que casi se halla perdido en el cine contemporáneo, especialmente en el delicado género de la comedia, ahondando en el subgénero comedia romántica y excavando hacia la especie comedia gastronómica. Ese algo se llama “química” y, normalmente, se usa para otorgar un estatus de complicidad a dos personajes en relación mutua, y casi siempre íntima, entre ellos. 
Leonor Watling y Richard Coyle marcan un duelo interpretativo que, aunque no esté a la altura de grandes obras del género, sirve para entretener durante unos medidísimos noventa minutos que agradecen los espectadores más exigentes, aquellos que no suelen aguantar cuando el cronómetro decide pasar de la peligrosa cifra de cien. Rodeados de un reparto de secundarios a la altura de lo que exige un guión sin complicaciones ni artificios de mal gusto, la pareja protagonista navega con sentido por un libreto que les hace justicia como intérpretes. 
Rodada con energía, sus directores han sabido transmitir una vitalidad impresa en cada fotograma de la película. Puestos al día incluso con las redes sociales, la película se encuentra dividida en varias fases que coinciden con diversos apartados del blog gastronómico de su protagonista. Hay toques de humor elegante, nada obsceno, sucio o malsonante. Se agradece, y perdón por la reiteración, este tipo de diversiones sanas en una sala de cine a sabiendas de no saber con exactitud qué se va a encontrar al apagar las luces de la sala. 
No hay lugar para el arrepentimiento, Amor en su punto entra como un buen plato de aquello que consideremos mejor para saciar nuestros apetitos. Una película cocinada con mimo, con buenas sensaciones y para todos los paladares, que siempre es mucho mejor.

[Crítica] Snowpiercer

Aunque nos repitan las mismas historias una y otra vez, la originalidad de las propuestas puede convertir una película en un bochorno sin paliativos o en una arriesgada y original experiencia con multitud de referentes y con un fin último situado a caballo entre el entretenimiento y el compromiso social y político.
Snowpiercer, Rompenieves para los traductores españoles, es la última película de Bong Joon-ho, cineasta de referencia en Asia que nos sitúa en un futuro con estilismo apocalíptico pero demasiado cercano en el tiempo. La preocupación por el cambio climático ha llevado a una paradójica destrucción de la humanidad en un mundo helado y cubierto de una nieve que se ha llevado por delante a cuanto ser vivo osara respirar. El director surcoreano nos hace viajar en un tren, una prodigiosa máquina creada por un magnate que dirige los destinos de todo aquel que mora en sus vagones. Una rebelión, orquestada por Chris Evans y sus compañeros, se encargará de llegar a la máquina y tomar el control de una población diezmada por el hambre y la injusticia practicada a bordo.
Evans sabe que hay vida detrás del Capitán América y lo demuestra embarcándose en un proyecto arriesgado por su concepción pero seguro del potencial de una película que, aunque sigue mostrando lo mismo que hemos leído en Orwell o visto en el primer Lucas, posee una extraña diferenciación adrenalítica a medida que cruzamos vagón a vagón. No hace falta explicar el amplio componente social y de actualidad que posee la película. Implícitamente a las acciones de los protagonistas, encontramos la motivación que mueve a todo aquel que desea cambiar un sistema que considera injusto desde la base, romper todo lo que ese Winston de 1984 quiere introducir en las mentes de toda la población, quebrar la idea de la predeterminación de la persona en una sociedad y su función, supuestamente útil, para el conjunto.
Hay secuencias que transitan por el mejor cine de ciencia ficción que se haya podido rodar. La base de Snowpiercer se encuentra en la novela gráfica Le Transperceneige, publicada en 1982 por Jacques Lob y Jean-Marc Rochette. Bong Joon-ho realiza una transliteración recogiendo elementos esenciales de la actualidad mundial combinándolos con la idea principal transmitida por su fuente primaria y plasmando elementos autobiográficos para crear una angustiosa trama, bien construida, argumentalmente tejida con maestría y que retrotrae elementos muy característicos del cine asiático (violencia explícita, movimientos coreografiados) manifiestamente inducidos también por su productor, Park Chan Wook. Todo se sincroniza a la perfección, asistido también por la banda sonora de Marco Beltrami, hasta pocos minutos antes del desenlace cuando el ritmo decae prácticamente de sopetón para ofrecernos una dura lección de filosofía humana que, aunque importante en su resolución, precipita las sensaciones antes del final.
Pese a todo, Snowpiercer es una de las mejores películas del año en cuanto a su arriesgada propuesta y su imaginativa captación de una realidad nada lejana y tristemente propia. Conviene reflexionar con cada nueva aportación que nos llega de este género, siempre y cuando se encuentre fuera de los cauces hollywoodienses, comerciales y ampliamente reiterativos. Apuestas como Snowpiercer merecen la pena y no deben pasar desapercibidas.