Crítica Manhattan; El placer de escuchar a ese neurótico mordaz...
Crítica El Séptimo Día; La crueldad de los rencores y la vida rural
Crítica London River, los caminos entrelazados de la desgracia
Las consecuencias trágicas que suele acarrear un acontecimiento tan dramático e injusto como un atentado terrorista contra personas inocentes pueden llegar a ser tan profundas e imbricadas en la misma esencia humana que su retrato o mera descripción se ve impedido por un extenso abanico de prejuicios, sentimientos encontrados, convencionalismos condescendientes y emociones demasiado fuertes para el que observa alejado de todo el vórtice dramático que el acontecimiento conlleva. Ello puede ser una razón relativamente justificada del porqué de la escasa prodigalidad del cine en asuntos tan espinosos como el 11-S, los atentados de Madrid o los de Londres, prácticamente inéditos en cada una de las cinematografías nacionales (si exceptuamos acercamientos patrióticos y frustrantemente épicos como el de World Trade Center por parte de los americanos).
El cine independiente parece suscitar esa salida necesaria a una cierta tibieza de las grandes productoras en torno a todo este asunto, aportando visiones diversas, focalizando sus objetivos en historias personales directamente relacionadas con la catástrofe y creando debates que impelan al conocimiento y la superación de los hechos. Un muy interesante ejemplo de ello es London River, una coproducción franco-británica con participación argelina (principalmente su director) que aborda el drama que desencadenaron las bombas de julio de 2005 de Londres en las vidas de un padre y una madre. Dos personas de orígenes completamente antagónicos, una, cristiana tradicional, otro, un musulmán africano emigrado en Francia, cuyos caminos se ven entrelazados por la incertidumbre de la suerte que corrieron sus hijos, de los que dejaron de tener noticias a raíz de los atentados.
Una historia que esconde en su sencillez una fuerza magnética que encuentra en el espectador al cómplice idóneo, una suerte de compañero de viaje fiel y comprensivo de la odisea desesperada de unos padres en busca de la verdad, zarandeados por el destino, unidos en la tragedia. El camino es arduo, las pistas desconcertantes, y si a ello unimos las reticencias iniciales que despierta el carácter multicultural de un Londres cosmopolita en los ojos de una mujer que vive en una pequeña isla de la costa inglesa, obtenemos un drama social que va más allá del retrato más o menos acertado de una tragedia. London River es también una película sobre la comunicación, sobre el encuentro con el otro, sobre el arrumbamiento de prejuicios culturales y la confianza entre personajes más allá de colores de piel y religiones. En un principio, la humilde granjera que viaja a la gran urbe se encuentra perdida entre personas extrañas, establecimientos de productos exóticos y señales inequívocas de que su hija mantiene una relación sentimental con un chico negro y musulmán; el rechazo es instintivo y la sospecha se cierne sobre el padre del chico, con el que coincide en cada uno de los lugares que ella misma recorre en busca de respuestas. Más tarde, se habitúa al cambio para, al fin, unirse a ese extraño personaje en una especie de comunión íntima del dolor donde ya poco importan las valoraciones mentales previas.
Mención aparte precisan sus dos intérpretes protagonistas. En primer lugar, esa actriz británica madura, sencilla y profundamente veraz que descubrió hace ya casi quince años Mike Leigh en Secretos y Mentiras, tras un pequeño y lúcido papel años antes en El río de la vida de Robert Redford. Brenda Blethyn encuentra en su nada fingida naturalidad el genio de su poder interpretativo, puesto una vez más en claro en esta película donde construye un personaje fuerte aunque desconcertado, roto al fin por el dolor. En segundo lugar aunque no menos importante, el actor malí Soutiqui Kouyate, ganador del premio al mejor actor en el Festival de Berlín de 2009 y viejo conocido de Rachid Bouchared, quien ya precisó de su poderosa presencia en pantalla en su ópera prima, Little Senegal (2001). Kouyate impresiona, impacta su apariencia desastrada y su rostro sabio, se nos asemeja a una especie de hechicero tribal detentor de un poder que va más allá de nuestro conocimiento terrenal. Su camino tras los pasos de un hijo del que guarda pocos recuerdos es, simplemente, conmovedor.
London River confirma a Bouchared como un director a seguir dentro de la filmografía europea y africana. El éxito de su Little Senegal y Days of Glory (nominada al Oscar y ganadora de dos premios en Cannes) lo alzaron como promesa y sus películas son ya habituales dentro del circuito de festivales europeos. No en vano, su última película, Fuera de la ley, fue presentada hace tan solo unos meses en Cannes en medio de una fuerte polémica por el controvertido retrato que realiza el director en torno a la independencia de Argelia. En London River, por el contrario, opta por la mesura y la sencillez para narrar una historia profunda de dolor y encuentro, necesaria dentro de nuestro cine, que aborda unos acontecimientos que pocos antes se atrevieron a tocar.
Crítica Toy Story 3; Una obra maestra animada por la fantasía y el espíritu de la infancia perdida
La escabrosa espera ha terminado. No me avergüenza reconocer que llevaba ya algunos meses en un cierto estado de nerviosismo y agitación cinéfila al conocer la fecha de estreno de la tercera entrega de los juguetes animados más inolvidables de la historia del cine. Son muchas las emociones traídas a mi mente en fogonazos de melancolía e ilusión que arrastra una saga como la forjada por esa factoría de sueños llamada Pixar. Woody y Buzz, esa improbable pareja de héroes antitéticos unidos por la más inquebrantable amistad, se han asentado en mi imaginario personal como dos viejos compañeros de fantasía, aquella que contribuyeron a construir cuando yo apenas contaba siete años y la primera película de Toy Story abría la senda de un exitoso catálogo de historias tiernas y divertidas que espolearon la imaginación de millones de niños de todo el mundo. Ahora regresan por tercera vez y la ocasión bien merece la expectación impaciente de mi espíritu de niño grande y el intelecto de un adulto en ciernes que no reusa el deleite suscitado por una historia tan conmovedora como profundamente humana.
La felicidad es aún mayor cuando aquello en lo que has puesto dosis ingentes de esperanza y promesas que sueñas sean cumplidas, se ven correspondidas por una película frenética en cuanto a la diversión que origina, emotiva por los sentimientos que hace saltar como resortes automáticos en nuestro interior, y asombrosamente cinematográfica en su depurado argumento, su cuidada puesta en escena y su retrato fiel y sincero de cada uno de los personajes que conforman un elenco excepcional. Toy Story 3 arrumba con los tradicionales estereotipos en torno a la maldición de segundas y terceras partes por méritos propios, porque la imperiosa necesidad impuesta por los productores de hacer caja no corre en detrimento de la calidad de la película en cuestión, y de ello siempre han sido conscientes los responsables de Pixar, quienes han sabido guardar y explotar con suma brillantez la esencia que les da identidad a cada una de sus obras.
Si las dos primeras entregas sirvieron para que el público entregado interiorizara ese mundo de fantasía que conectaba íntimamente con nuestra niñez y esos objetos que le dieron vida, la película que ahora nos llega completa ese cosmos, lo extiende a través de aventuras trepidantes y ahonda aún más en la personalidad de juguetes con características puramente humanas (aunque a muchos humanos ya les gustaría contar con al menos una tercera parte de los valores de los que hacen gala Woody y compañía). El paso del tiempo y el destino de aquello que deja de ser útil para los demás se erigen como dos de los argumentos centrales de una trama que sitúa a los juguetes de Andy en una compleja situación cuando este, ya a las puertas de la vida adulta, se marcha a la universidad y tiene que decidir qué hacer con esos viejos trastos que forman parte de su propia vida. Sin embargo, una cadena de casualidades accidentales depara un camino diferente a nuestra querida tropa, que cae en las redes de una mafia regentada por un malvado oso de peluche con olor a fresas en la aparentemente idílica guardería de Sunnyside.
Sin querer desvelar demasiados detalles de un argumento preciso y en ocasiones hilarante, se me antoja fundamental reseñar la obertura brillante y el final apoteósico de una cinta que opta en mayor medida por la acción pero que no ceja en su intento de emocionar al público adulto. La fábula del western inicial, con protagonistas tan disparatados como el señor Patata o el malvado “Chuleta de cerdo”, sirve como excusa perfecta para introducir esa nostálgica pieza de video casera, testimonio de una época ya perdida, en la que los juguetes eran los actores predilectos de un flujo incesante de imaginación desbordada por la mente inquieta de Andy. Todo ello conecta con la emotiva ceremonia de legado que cierra la película y, probablemente, la saga, en la que un Andy casi adulto y melancólico se despide de sus juguetes, percatándose de que estos no son meros cacharros de plástico sin vidas futuras, sino objetos a los que, de alguna manera, se les ha transmitido vida a lo largo de cuantiosas horas de juegos y fantasía. Sin embargo, todo ello trasciende en una realidad aun más profunda que dota de una espiritualidad especial a esos juguetes como portadores de un trozo de vida del joven que, en el momento de la despedida, siente ese desgarro, ese traumático paso a una etapa muy diferente de su vida en la que ya no tendrán cabida los episodios estrambóticos que imaginaba en su infancia con seres de otras galaxias y vaqueros heroicos; cuando Andy se desprende de sus juguetes se está despidiendo de una etapa de su vida que ya no volverá aun manteniéndolos con él, por ello decide trasmitirlos, legarlos a una dulce niña que les regalará nuevas aventuras que vivir y protagonizar. Es imposible no sobrecogerse ante una escena que supone un shock contra nuestros propios recuerdos, nuestra infancia perdida, aquella en la que clicks de Playmobil, action man, power Rangers, barbies (y Ken), bebés terroríficos y un largo etcétera de juguetes inolvidables tornaron nuestros largos días de aburrimiento y despreocupación en excitantes aventuras con la imaginación como único artífice.
Toy Story 3 es, pues, la guinda perfecta a una saga ya inmortal en la historia del cine. No sólo dentro del género de animación o infantil, sino como una obra maestra del cine con mayúsculas, aquel de grandes iconos de carne y hueso, proyecciones ancestrales y absolutos genios de la dirección. Pixar lo ha logrado por méritos propios, con cariño enternecedor, mesura, diversión sana y originalidad sin límites. Que continúe la función; toda una generación de niños grandes esperan ansiosos una nueva sesión de cine para soñar.
Llamamiento especial. Adultos de todo el mundo, por favor, no corran fuera de la sala cuando los primeros créditos finales aparezcan si no quieren perderse un epílogo excepcional con momentos francamente desternillantes, como ese Buzz Lightyear congraciado inconscientemente cuando nuestra cultura popular. De igual modo, no lleguen tarde, ya que no podrían disfrutar de otro emotivo y brillante cortometraje de Pixar, Día y Noche.
Crítica Noche y Día; Alcalde, ¿qué has hecho?
Películas para Dos Vidas, El Apartamento
En ocasiones, una mirada puede aportar una luminosidad inalcanzable para dos deliciosas horas de mordacidad desmedida. Cuando esta mirada se cruza con la viva imagen del amor verdadero, ese que permanece a pesar de todo y de todos, en el rostro absorto de quien se sabe hechizado irremediablemente hasta el fin de sus días por el encanto que irradia la placidez de un ser entregado a un sueño al fin realizado; el universo parece girar con armonioso ritmo en torno a ese improbable dúo reunido por el azaroso destino. La felicidad albergada es tan inmensa que no se desborda, no se derrama arrasando con incontenible pasión lo que antes era una quimera, sino que fluye por las venas como un reconfortante alivio por todas las desdichas sufridas en una vida de suerte dispar. Las víctimas habituales son ahora los felices y silenciosos vencedores de una batalla tan real como la vida misma, que nos empuja hacia el amor con nuestro inocente engreimiento, haciéndonos caer en las redes de los viles aprovechados, profesionales de la mentira y embaucadores de los más tiernos corazones. Suerte que nunca es tarde si el amor es verdadero; lo que parecía muerto, derrotado, resignado, resurge con el ímpetu de una juventud recobrada por las dulces mieles del encuentro con esa alma gemela, según la terminología tradicional, que nos completa, nos eleva y nos empuja a vivir con autoconsciente libertad.
El Apartamento es una lección magistral de cómo trasladar al fotograma en movimiento emociones tan rotundas e inmortales como las que encierra las relación entre la pizpireta Fran Kubelik y el bonachón C.C.Baxter, desveladas en un final antológico para la historia del cine y su posterior devenir, como una atronadora caja de Pandora romántica abierta a golpes de azar y sufrimiento de sus protagonistas. Un sufrimiento marcado por la crueldad de una historia que zarandea al abnegado oficinista de la planta 19 de una aseguradora neoyorkina hacia la desesperación velada por el entusiasmo gratuito en una vida solitaria en la que los aprovechados se rifan sus servicios como una máquina expendedora de favores nunca lo suficientemente correspondidos.
El bueno de Buddy presta su céntrico y acogedor apartamento a los jefes de la gigantesca empresa en la que trabaja anónimamente con la esperanza de un ascenso que lo reivindique más allá de la masa trabajadora homogénea y alienadora. Estos superiores llevan allí a las ingenuas muchachas que creen en las falsas promesas de una clase tan previsible como execrable, la de aquellos hombres que utilizan su poder para subyugar a todo al que se le antoje con el único objetivo de cumplir sus deseos. Este es también el retrato de un colectivo, el de la mujer, maltratado por una sociedad machista, que no caballeresca, que las oprime y exprime en su juventud y luego las abandona en su madurez, tanto si han sido desposadas como si han quedado solteronas.
El señor Sheldrake es el vivo ejemplo de un directivo de éxito, casado y con dos hijos, que periódicamente embauca a alguna de sus empleadas con promesas de amor y de un improbable matrimonio. La última víctima es la vivaz señorita Kubelik, ascensorista del edificio y golpeada una y otra vez por el amor no correspondido. La ilusión crece de nuevo en ella, pero pronto se percata de que vive de nuevo en una mentira, por ello se reafirma como mujer independiente, cortándose su cabello y arrumbando con los clichés que asolan a las de su clase. Pero nunca es fácil romper con el prototípico galán en una relación destinada al sufrimiento perpetuo. Tal y como dice la señorita Kubelik en un pasaje de la película; “estoy destinada a enamorarme del hombre equivocado”. Como antítesis, el señor Baxter, un hombre entusiasta y romántico que la cuida cuando, tras un trágico episodio de intento de suicidio en su propio apartamento al que acudió con Sheldrake, ella queda a su cargo, abandonada una vez más por el hombre casado. Sus destinos se unen accidentalmente. Dos animales heridos, moribundos, abandonados, se encuentran y lamen sus heridas. Pero hay algo más; el amor.
El Apartamento es la obra culmen del gran Billy Wilder, y esto no es una afirmación gratuita teniendo presente el enorme historial de uno de los más grandes directores que ha dado Hollywood a lo largo de su historia. En esta película de 1960 (de la que se han cumplido recientemente 50 años desde su estreno), Wilder repitió el éxito de público y crítica de su cinta anterior, Con faldas y a lo loco, pero fue más allá y triunfó del mismo modo en la ceremonia de los Oscar, en la que consiguió cinco estatuillas incluyendo la de Mejor Película, Guión (compartido con el inmortal I.A.L. Diamond), Director, Dirección Artística y Montaje, además de otras cinco nominaciones sin recompensa entre las que destacaban la de sus actores principales; Jack Lemmon y Shirley McLaine. El trabajo de ambos como esa particular pareja de víctimas en un mundo de aprovechados roza la perfección en este complejo drama de tintes cómicos al que aportaron frescura, versatilidad y dulzura en cada instante que era necesario a unos personajes inolvidables, que quedaran inermes al paso del tiempo en la mente de cada uno de nosotros, cinéfilos que jamás rechazarán ver, una vez más, una cinta deliciosa, cruel, romántica, sincera e inmortal como esta.
El Apartamento precisa de un lugar de excepción dentro de este blog, un lugar que nace de la admiración profunda al genio que la concibió, del deleite de su visionado, de la ensoñación de su melancólica historia de amor que marcó nuestras vidas para siempre, como un proyector que repite en bucle una obra maestra con mayúsculas.
Dulce Cine de Juventud; Willow, la fantástica épica de un mundo entre el Bien y el Mal
Es curioso hacer notar el culto irredento al que ven sometidas buena parte de las películas de aventuras de los años 80 y primeros 90. No importa demasiado si fueron un éxito rotundo en su fecha de estreno o si cuentan, al menos, con un plantel actoral de excepción que las mantenga indemnes al paso del tiempo. El género de entretenimiento para toda la familia, del que hemos venido dando cuenta en nuestra sección “Dulce Cine de Juventud” y que cosechó su más amplia difusión en el periodo de tiempo antes mencionado, posee unas características comunes que confieren a este cine una marca identitaria ampliamente reconocible; un gusto evidente por la fantasía, grandes dosis de épica y acción frenética acompañada de humor y romanticismo complaciente.
Willow es, sin duda alguna, un ejemplo paradigmático de todo ello. Concebida por la mente soñadora de George Lucas, quien forjó esta historia de gente pequeña ante la imposibilidad de hacerse con los derechos de autor de la novela de J.R.R Tolkien, El Hobbit (la maldición en torno a esta parece subsistir en la actualidad tras el abandono de Guillermo del Toro de la producción), con la que mantiene claras referencias y similitudes, la película contó con un aliado idóneo en el entusiasta director Ron Howard (se había dado a conocer hacía unos años con 1,2,3…Splash), quien aportó ritmo a la película y cierta ternura (cursilería podrían decir algunos) en los recesos bucólicos que afloraban entre batallas y persecuciones de alto voltaje.
La historia es concebida como un viaje hacia a lo desconocido que emprende el joven Willow tras hallar a una bebé daykini (como las personas pequeñas llamaban a los hombres de alta estatura) en el curso del río que pasa por su tranquila población, la cual resulta ser la protagonista de una profecía que amenaza acabar con el poder tiránico de la malvada reina Bavmorda. Para alcanzar su objetivo, Willow contará con la inestimable compañía de un grotesco grupo compuesto por el soldado desterrado y pendenciero McMartigan, dos seres diminutos de los bosques y una hechicera encerrada en el cuerpo de un cuervo que muta redundantemente ante los intentos frustrados del joven aprendiz de hechicero.
Bajo la simplicidad de su premisa, Willow se erige como una cinta épica de corte clásico que, no obstante, innovaba en el terreno de los efectos especiales con novedosas técnicas para la época (no en vano cosechó una nominación al Oscar por esta categoría), aunque actualmente la podemos encontrar risibles por su artesana producción. Es el caso del monstruo de dos cabezas que atemorizaba a todo un ejército enemigo en la ciudad abandonada de Tir Asleen con las llamaradas que expulsaba por la boca, así como las transformaciones de la hechicera Raziel a través de la técnica de morphing.
Sin embargo, Willow es mucho más que una cinta de efectos especiales más o menos conseguidos y batallas a espada de corte medieval. La película de Howard bucea en los mitos y la magia soterrada de nuestra cultura para conformar una épica sana, apacible y simpática apta para todos los públicos, muy alejada del tan en boga gusto por la sangre y la violencia desmedida de la actualidad, que gira en torno del anti-héroe McMartigan, un irónico y valiente soldado caído en desgracia interpretado por un Val Kilmer en plena forma (venía de darse a conocer en Top Gum) y al intrépido mediano al que da vida Warwick Davis (en los últimos años parecido en la saga de Harry Potter como el profesor Flitwick).
Para este humilde crítico, por encima de todo, Willow es una historia para soñar con un mundo de fantasía en el que el valor y la honradez son los poderes primigenios para triunfar sobre el mal y sus efectos perversos. Poco importa la simplicidad de sus preceptos o el inexcusable maniqueísmo de su desarrollo; esto es cine para disfrutar, para iniciarse en el deleite de la épica, para sentir cómo la acción fluye ante nuestros ojos ávidos de aventuras imposibles y mundos paralelos; cine, al fin y al cabo. Willow pertenece ya a ese mundo inmortal de películas inolvidables que sembraron mi infancia y adolescencia de fantasía desmedida; las nuevas generaciones llegan y la necesidad de que estas recuperen este cine se me antoja imperiosa; la imaginación está en juego.
Retrospectiva Woody Allen; Sombras y Niebla
Crítica Nip/Tuck, (1º temporada, 2003); La cínica respuesta televisiva al cínico mundo de la cirugía estética
Desembarazada de las ataduras de lo políticamente correcto que las cadenas norteamericanas públicas infringen sobre sus productos de ficción, la serie de
En su primera temporada hemos presenciado lecciones aceleradas de cómo practicarse a sí mismo una prepuciotomía, asistimos a una eutanasia asistida, al enamoramiento fulgurante de una lesbiana y una transexual, a una operación apresurada y ciertamente sádica de botox, a tríos adolescentes y fiestas de swingers de clase alta, extorsiones mafiosas con asesinados de por medios, hámsters precipitados al desagüe, infidelidades varias y embarazos frustrados, o no, y si no que se lo digan al orgulloso padre de un bebé negro inesperado en un apoteósico final de temporada.
Sin embargo, y a pesar de los escabrosos episodios mencionados anteriormente, no podemos caer en el error de reducir esta serie de más que digna existencia a una sucesión de momentos curiosos y hasta cierto punto bizarros. El creador de Nip/Tuck, Ryan Murphy, (responsable asimismo de Glee y de la nueva película de Julia Roberts y Javier Bardem, Come, reza, ama) ha catalogado la serie como una historia de amor entre dos hombres heterosexuales. Y lo cierto es que, si se ahonda en las complejas relaciones establecidas entre los doctores Sean McNamara (Dylan Walsh) y Christian Troy (Julian McMahon) más allá de lo meramente morboso, podemos percibir el enorme respeto entablado entre ellos, así como la envidia y la inseguridad que los domina cuando la vida del otro se interpone en sus propias consciencias, en sus propias percepciones de una existencia vacía y falsa. Como falsa es la identidad misógina y gamberra de Troy, o el matrimonio sobre el que se sustenta McNamara, asediado por las dudas y el trío amoroso establecido entre su mujer, Julia (Joely Richardson), y los dos doctores y amigos.
La acción se desarrolla encabalgando las consultas de la clínica y las aventuras dramático-eróticas de los protagonistas, no sin renunciar al desarrollo de tramas paralelas que complementan al eje central y algo fragmentado sobre el que gira la serie. Como aglutinante; el humor negro, la sátira, el erotismo y el cinismo. en un mundo, el de la cirugía estética, plagado de mentiras, dobles raseros y una falta preocupante de moral Los episodios se suceden livianos, a veces trágicos, engarzados por una cierta sensación de surrealismo sutil que embarga al espectador en una suerte de ensoñación catódica. Por su libertad sin concesiones y por su carácter transgresor, Nip/Tuck se erige como una alternativa necesaria dentro del panorama televisivo norteamericano, reconocida por público y crítica. No en vano, en una sorprendente edición de los Globos de Oro de 2005, la serie se hizo con el premio a
Desde El cine que vivimos peligrosamente no perderemos la vista las andanzas de McNamara y Troy y continuaremos reseñando las siguientes temporadas en los próximos meses. Ya saben, háganse la pregunta, “¿qué es lo que no le gusta de su cuerpo?”
Crítica Shrek 4; La necesaria despedida del ogro verde
Es un hecho consumado que cuando los tiburones de Hollywood, esas eminencias grises que controlan el dinero y las ideas que mueven el cine aunque sólo sean expertos en el primer elemento, focalizan su punto de mira en un producto de éxito auspiciado por cierta creatividad y espíritu transgresor, el desarrollo del mismo, una vez absorbido por el poder burocrático del entretenimiento financiero, tiende a un declive manifiesto, una crisis preocupante de nuevos recursos y una homogeneización evidente de su planteamiento.
El caso de la saga Shrek es un ejemplo paradigmático de cómo dar al traste con una idea inicial de incuestionable valor innovador e inteligente dentro del cine para niños y mayores, para finalizar con un producto de consumo repetitivo, sin gracia y vacío en todos los ámbitos. La primera entrega de las aventuras del ogro verde en el año 2001 supuso una bocanada de aire fresco al género de animación, una vuelta de tuerca que rompía con los apacibles y sentimentales argumentos de la tradicional Disney e iniciaba una tendencia al cinismo y la parodia con el objeto de atraer al público adulto. Además, el éxito de Dreamworks ponía en jaque la hegemonía de la factoría Pixar, forjadora misma del género gracias a Toy Story y secuela (1995, 1999), Bichos (1998) o Monstruos S.A. (2001).
Basado en la apabullante recaudación y el aplauso unánime de la crítica internacional, los creadores del anti-héroe cascarrabias fueron instados a alargar la historia y dar rienda suelta a su más descabellada imaginación. Si bien la segunda entrega funcionó tanto en taquilla como entre la crítica, aunque los primeros síntomas de risas forzadas y situaciones estándar comenzaron a aparecer, la tercera entrega representó el colapso creativo de la saga. El argumento era cansino, predecible y absurdo; la esencia de la obra primigenia se había perdido en favor del enriquecimiento desmedido de los productores, verdaderos triunfadores de todo el asunto.
Bajo el anuncio de ser el capítulo final, Shrek felices para siempre intenta recuperar la senda de la comicidad perdida poniendo patas arriba todo el mundo que Shrek y sus amigos construyeron en las entregas precedentes, en virtud del contrato que el primero firma con el maquiavélico Rumpelstiltskin, una especie de Napoleón de medio pelo, quien lo engaña deformando el país de Muy Muy Lejano, gobernado ahora despóticamente por él mismo. Sin embargo, la misión más ardua de Shrek será reconquistar a Fiona, líder de la resistencia de los ogros, quien no recuerda su relación con su amado y ni siquiera tienen hijos.
La crisis de madurez que vive Shrek en esta nueva película, asfixiado por su labor como padre, marido y hombre para todo en la casa, prometía ser una interesante vuelta de tuerca al devenir de la historia, sin embargo, las promesas se quedan en eso, en vanas esperanzas de un mero atisbo de creatividad o inteligencia. La película es tediosa, no aporta absolutamente nada nuevo a la saga y los personajes, desgastados en su propio éxito, se esfuerzan en repetir los gags y tics consabidos que tantas risas suscitaron hace años pero que hoy suenan forzadas y prescindibles. Por otro lado, la acción se desarrolla enteramente en una penumbra incomprensible teniendo presente las enormes posibilidades técnicas del 3D y el IMAX, que puede hacer algo más inaccesible la cinta al público joven, perdido en colores apagados y aventuras poco trepidantes.
Desgraciadamente, el broche final de la saga ha confirmado la regla que apuntábamos al comienzo de esta crítica; cuando el éxito hace acudir a los hombres de los maletines, la creatividad difícilmente puede salir indemne.