El actual cine de entretenimiento no obedece únicamente a una lógica empresarial del beneficio fácil, sino que se erige como reflejo de la apatía y abulia general que asola nuestra sociedad. Tampoco fue una casualidad el cine de evasión que se produjo masivamente tras la II Guerra Mundial en Europa y en España en la larga dictadura franquista. Los espectadores fueron instados a olvidar, a mirar a otro lado cuando la realidad se presentase con toda su dureza ante sus ojos, a entretener a los pensamientos y al estómago con historias patrias o importadas de irritable bondad y falsa felicidad burguesa, a convertir, en fin, el cine en una vía de escape de un entorno inclemente y desolador.
No obstante, el movimiento de respuesta ante este cine burgués y descerebrado finalmente llegó de la mano de los italianos, dominados durante años por el fascismo ramplón e irracional de Mussolini y ahora, tras el desenlace de la guerra, desamparados por un gobierno inexistente que había dejado las arcas vacías con la consecuente miseria a la que se vieron abocados sus ciudadanos. Esta nueva corriente era toda una reacción social y artística contra los patrones comerciales y evasivos desarrollados en las décadas precedentes, para lo que forjaron un nuevo lenguaje con unos valores claramente delimitados que favorecieron la renovación expresiva radical que tanto ansiaron sus creadores. Entre ellos, Rossellini con Roma, ciudad abierta (1945) y Paisá (1946), Luchino Visconti con La tierra tiembla (1948), Luigi Zampa con Noble gesta (1947), y el propio Vittorio De Sica con El limpiabotas (1946) y la película que hoy reseñamos Ladrón de bicicletas (1948), cumbre absoluta del movimiento.
El neorrealismo italiano apostó por un cine sin artificios, con medios escasos y actores no profesionales, subordinando los elementos puramente técnicos al desarrollo de una historia, a veces nimia, que mostrada la realidad sin concesiones nacida de la contemplación y la denuncia del creador, erigido, esta vez sí, en vértice de la obra y responsable absoluto de su calidad. No en vano, el propio director era el encargado de reunir el dinero necesario para la película, aventura no exenta de complicaciones dado el escaso predicamento de este cine dentro de los círculos burgueses. De Sica se vio obligado a batallar con productores de diferentes países para sacar adelante Ladrón de bicicletas, aparentemente poco atractiva por lo anecdótico de su trama, estando incluso muy cerca de firmar con el todopoderoso productor estadounidense David O’Selznick (probablemente impresionado por El limpiabotas, que estuvo nominada al Oscar al mejor Guión), quien le exigió a De Sica que la película estuviera protagonizada por Cary Grant, algo que el realizador italiano no estaba dispuesto a admitir.
El argumento de Ladrón de bicicletas se distingue por la sencillez y humildad con la que De Sica arranca para configurar un relato mucho más hondo y dramático de lo que inicialmente aparenta, enmarcado en un contexto de posguerra y depresión económica. La película se centra en el personaje de Antonio, un obrero en paro que tiene a su cargo a dos hijos y a su esposa, y para cuyo mantenimiento precisa empeñar lo poco de valor que aún posee. Incluso su bicicleta, que recupera (no sin antes empeñar todas sus sábanas) para desempeñar el trabajo de cartelista que ha conseguido en la oficina de empleo. La esperanza de una vida sin estrecheces en la que podrá contar con un salario mensual fijo que le permitirá alimentar a su familia convenientemente, embarga a Antonio de una sencilla felicidad, un impulso de vida que aflora en la pantalla con orgullo de hombre y humilde confianza. Sin embargo, mientras ejerce su primer día de trabajo, un muchacho le roba su bicicleta y la arquetípica vida que ha construido Antonio en su mente se desmorona estrepitosamente. Inicia entonces una desesperada búsqueda por Roma de la bicicleta robada, sin la cual perderá el empleo, acompañado de su hijo de 12 años, quien se deberá enfrentar a las sucesivas humillaciones a las que se verá sometido injustamente su idolatrado padre.
La atmósfera que crea De Sica en esta obra maestra del cine puede llegar a ser asfixiante. El blanco y negro de la imagen, la miseria que circunda todos los escenarios, la desesperanza que tiñe en algunas escenas la mirada de Antonio, el espacio finito y el tiempo que se detiene ante el robo de la bicicleta ante el cual parece no existir salida alguna. La odisea del personaje que interpreta Lamberto Maggioranni, un verdadero obrero italiano que confiere de un verismo demoledor a cada una de las miradas y gestos que dedica a la pantalla, se nos antoja de un dramatismo desprovisto de artilugios y dobles intenciones prácticamente inédito en la historia del cine. El espectador siente la angustia que embarga a Antonio y llega a entender su decisión final en un desesperado intento por recuperar su vida, incapaz de adoptar la actitud nihilista que lo domina cuando acude al restaurante y decide emborracharse para olvidar sus problemas. De igual modo, empatiza con el chico que se debate entre la admiración a su padre y el desprecio con el que lo tratan el resto de personas y se emociona con sus lágrimas ante el respeto perdido. Todo ello para desembocar en un final antológico, conmovedor, duro y descarnado como pocos.
Tras el oprobio público, a Antonio ya sólo le queda la mano de su hijo, quien permanece a su lado, como conectado por un vínculo íntimo e incorruptible, en su larga marcha hacia la incertidumbre, llevados por la marea de personas de una ciudad doliente llena de rostros graves roídos por la preocupación y el hambre, congestionados por los sollozos que, como Antonio, tiñen la realidad de penumbra y desesperanza.
Este crítico no puede más que instar vivamente a que se recupera esta obra inmortal, invulnerable, como decía Gabriel García Márquez en una crítica realizada en 1950 sobre la misma, impertérrita ante el paso del tiempo y los cambios que evolucionan en la sociedad. El cine con mayúsculas sobrevive; la mirada de la desesperanza permanece en lo más hondo de nuestros corazones.