La devenir vital del ser humano en ocho cuadros
El sol brilla a través de la lluvia
A pesar de la luz irradiada por el sol, magnífico y ubicuo a lo largo de la narración, las primeras gotas de una lluvia neblinosa comienzan a repiquetear contra el frío suelo de la escena. Un niño contempla la imagen bajo la protección de un tejado, al tiempo que una mujer lo advierte apresuradamente de las consecuencias que aquella tormenta puede hacer derivar. Los zorros saldrían en procesión por el bosque. El niño no debe ir. El niño, inmune a las advertencias de la mujer, se dirige al bosque. Camina entre árboles de robustos y majestuosos troncos, cuya altura se pierde en el borde superior del marco de la imagen. El niño, amparado por el espesor de uno de los troncos, asiste, excitado y curioso, a la procesión que los zorros, tras su aparición desde la niebla, están llevando a cabo. Avanzan silenciosos, sigilosos, al son de la música. Sin previo aviso, el chico es sorprendido e inicia su huida. Se ha percatado de un hecho capital, él no debería de estar allí, por ello se apresura a volver a su hogar, sin embargo, en el dintel de la puerta donde anteriormente el mismo niño se había resguardado de la lluvia, espera pacientemente la mujer. Le recrimina su osadía y le comunica su castigo: no volverá a la casa hasta que no sea perdonado por los zorros. El niño inicia su destierro, su camino hacia la redención, más concretamente hacia la casa de los zorros, oculta bajo el arco iris y flanqueada por altas montañas
La huerta de los melocotoneros
Todo nace de una ilusión, de una creencia, de una fantasía quizás. Un niño (de nuevo la figura de una persona en el inicio de su vida) cree que en la habitación se encuentran seis niña cuando en realidad sólo hay cinco. A partir de este momento comienza la persecución del sueño, de la niña que se escapa irremediablemente ante su atónita mirada, de la mujer quimérica. El amor puede erigirse como el más egregio componente de nuestro camino. El niño apresura su paso a través de la niebla hasta toparse con unos extraños personajes, espíritus encolerizados de los melocotoneros talados por la mismísima familia del niño. Sólo queda una nimia esperanza, apenas una pequeñísima rama de un melocotonero caído, símbolo de su anhelo. La devastación aun dispone de una salida hacia un mundo mejor.
La ventisca
El camino es difícil. Muchos se han atrevido a aventurar que en el camino se encuentra la verdadera felicidad pues en muchas ocasiones el camino no posee un final bien definido. En este caso, los montañeros persiguen un fin, un lugar que les reportará la calma y la protección necesaria para continuar viviendo. La relación que mantienen con el entorno es beligerante, como si de una encarnizada batalla se tratase. La niebla, la nieve, el viento, la oscuridad, todos los elementos se combinan para dificultar la ascensión de los intrépidos viajeros que, sin discernir si quiera la delimitación del camino, son conscientes de que deben continuar luchando contra las adversidades.
El túnel
Un viajero camina por un camino ascendente a cuyas espaldas se abre un paisaje de montañas en pleno proceso de deshielo. Ante sí nace la boca de un oscuro túnel. Cierto sobrecogimiento perturba al hombre, sentimiento acentuado por el sonido de unos ladridos procedentes de la penumbra. Un perro con ciertas tonalidades rojas hace su aparición entre fieros gruñidos. El guardián inspecciona y acecha. Finalmente, el viajero es expulsado de las fauces del orificio perforado en la roca. Sin embargo, algo le hace detenerse, el sonido de unos pasos constantes y regulares, se diría que militares. Al instante emerge de la oscuridad un soldado con gafas oscuras, tan oscuras que podían llegar a ser opacas. Sus disciplinadas piernas se detienen ante su antiguo comandante, perplejo por la visión de su antiguo soldado. Posteriormente, llega el regimiento al completo, aquel regimiento que murió a sus órdenes mientras él era comandante, aquel mismo que había sido aniquilado al completo. El comandante, una vez más los envía, a sus soldados, a la oscuridad, al interior del túnel. Continuará su marcha, pero con el túnel persiguiendo sus talones, con el fiero guardián resoplando sobre su cuello.
Cuervos
Un museo. Cuadros de Vincent Van Gogh. Un observador. El sol.
La contemplación del sol, del arte puede llegar a iluminarnos. Nuestro viajero se detiene en Los Girasoles, en La Noche Estrellada, en Los Cuervos y en el Hombre, en el artista. Necesita conocerlo.
Monte Fuji en rojo
La oscuridad se extiende desde la parte superior de la montaña Fuji, donde las explosiones de fuego y gas se confunden con el rojo carmesí de un cielo embravecido. Las personas huyen despavoridas sin dirección establecida, movidas simplemente por el sentimiento de terror.
El enorme avance de la sociedad humana, postrada en la confortabilidad de una nueva vida de lujo y facilidad, se quiebra ante el desastre nuclear. Un error humano, o quizás una sobrecarga del sistema. El resultado, al fin y al cabo es el mismo, un particular descenso hacia el infierno.
La tierra de los demonios
La tierra luce devastada. Parece desierta, carente de vida. Únicamente una persona, un viajero, queda con vida para ser testigo del fin de la madre natura. Todo ha sido dominado por la oscuridad. El infierno ha vencido. El viajero asiste despavorido a una escena tormentosa, una imagen que revela la perversión absoluta de una especie caída en desgracia, incapaz de morir, condenada a la mísera vida del infierno.
El viajero corre, huye raudo colina abajo, en su descenso infinito, hasta la consecuencia última de nuestra ineptitud... ¿Hay lugar para la esperanza?
El pueblo de los molinos de agua
Un viajero llega a un lugar idílico a través de un puente que cruza las aguas mansas y cristalinas de un río infinito, suspendido en el tiempo. En los márgenes, se inscriben molinos de viento que retoman una y otra vez el agua que fluye por el cauce. Todo parece un devenir constante.
El viajero pronto encuentra compañía; un venerable anciano que trabaja laboriosamente sentado en el verde suelo. Una lección magistral acerca de la vida comienza: el ser humano y la naturaleza, realidades creadas a la par aunque distanciadas con el paso de los siglos, luchan dialécticamente por la emancipación; la madre natura, vilipendiada por la especie humana, agoniza en sus últimos estertores; el ser humano, se desliga irremisiblemente de todo aquello que en un día fue su origen en pos de una realidad difusa y virtual que desprende del hombre todo resquicio de su misma naturaleza (pues en ni siquiera el nombre se diferencian).
A pesar de la luz irradiada por el sol, magnífico y ubicuo a lo largo de la narración, las primeras gotas de una lluvia neblinosa comienzan a repiquetear contra el frío suelo de la escena. Un niño contempla la imagen bajo la protección de un tejado, al tiempo que una mujer lo advierte apresuradamente de las consecuencias que aquella tormenta puede hacer derivar. Los zorros saldrían en procesión por el bosque. El niño no debe ir. El niño, inmune a las advertencias de la mujer, se dirige al bosque. Camina entre árboles de robustos y majestuosos troncos, cuya altura se pierde en el borde superior del marco de la imagen. El niño, amparado por el espesor de uno de los troncos, asiste, excitado y curioso, a la procesión que los zorros, tras su aparición desde la niebla, están llevando a cabo. Avanzan silenciosos, sigilosos, al son de la música. Sin previo aviso, el chico es sorprendido e inicia su huida. Se ha percatado de un hecho capital, él no debería de estar allí, por ello se apresura a volver a su hogar, sin embargo, en el dintel de la puerta donde anteriormente el mismo niño se había resguardado de la lluvia, espera pacientemente la mujer. Le recrimina su osadía y le comunica su castigo: no volverá a la casa hasta que no sea perdonado por los zorros. El niño inicia su destierro, su camino hacia la redención, más concretamente hacia la casa de los zorros, oculta bajo el arco iris y flanqueada por altas montañas
La huerta de los melocotoneros
Todo nace de una ilusión, de una creencia, de una fantasía quizás. Un niño (de nuevo la figura de una persona en el inicio de su vida) cree que en la habitación se encuentran seis niña cuando en realidad sólo hay cinco. A partir de este momento comienza la persecución del sueño, de la niña que se escapa irremediablemente ante su atónita mirada, de la mujer quimérica. El amor puede erigirse como el más egregio componente de nuestro camino. El niño apresura su paso a través de la niebla hasta toparse con unos extraños personajes, espíritus encolerizados de los melocotoneros talados por la mismísima familia del niño. Sólo queda una nimia esperanza, apenas una pequeñísima rama de un melocotonero caído, símbolo de su anhelo. La devastación aun dispone de una salida hacia un mundo mejor.
La ventisca
El camino es difícil. Muchos se han atrevido a aventurar que en el camino se encuentra la verdadera felicidad pues en muchas ocasiones el camino no posee un final bien definido. En este caso, los montañeros persiguen un fin, un lugar que les reportará la calma y la protección necesaria para continuar viviendo. La relación que mantienen con el entorno es beligerante, como si de una encarnizada batalla se tratase. La niebla, la nieve, el viento, la oscuridad, todos los elementos se combinan para dificultar la ascensión de los intrépidos viajeros que, sin discernir si quiera la delimitación del camino, son conscientes de que deben continuar luchando contra las adversidades.
El túnel
Un viajero camina por un camino ascendente a cuyas espaldas se abre un paisaje de montañas en pleno proceso de deshielo. Ante sí nace la boca de un oscuro túnel. Cierto sobrecogimiento perturba al hombre, sentimiento acentuado por el sonido de unos ladridos procedentes de la penumbra. Un perro con ciertas tonalidades rojas hace su aparición entre fieros gruñidos. El guardián inspecciona y acecha. Finalmente, el viajero es expulsado de las fauces del orificio perforado en la roca. Sin embargo, algo le hace detenerse, el sonido de unos pasos constantes y regulares, se diría que militares. Al instante emerge de la oscuridad un soldado con gafas oscuras, tan oscuras que podían llegar a ser opacas. Sus disciplinadas piernas se detienen ante su antiguo comandante, perplejo por la visión de su antiguo soldado. Posteriormente, llega el regimiento al completo, aquel regimiento que murió a sus órdenes mientras él era comandante, aquel mismo que había sido aniquilado al completo. El comandante, una vez más los envía, a sus soldados, a la oscuridad, al interior del túnel. Continuará su marcha, pero con el túnel persiguiendo sus talones, con el fiero guardián resoplando sobre su cuello.
Cuervos
Un museo. Cuadros de Vincent Van Gogh. Un observador. El sol.
La contemplación del sol, del arte puede llegar a iluminarnos. Nuestro viajero se detiene en Los Girasoles, en La Noche Estrellada, en Los Cuervos y en el Hombre, en el artista. Necesita conocerlo.
Monte Fuji en rojo
La oscuridad se extiende desde la parte superior de la montaña Fuji, donde las explosiones de fuego y gas se confunden con el rojo carmesí de un cielo embravecido. Las personas huyen despavoridas sin dirección establecida, movidas simplemente por el sentimiento de terror.
El enorme avance de la sociedad humana, postrada en la confortabilidad de una nueva vida de lujo y facilidad, se quiebra ante el desastre nuclear. Un error humano, o quizás una sobrecarga del sistema. El resultado, al fin y al cabo es el mismo, un particular descenso hacia el infierno.
La tierra de los demonios
La tierra luce devastada. Parece desierta, carente de vida. Únicamente una persona, un viajero, queda con vida para ser testigo del fin de la madre natura. Todo ha sido dominado por la oscuridad. El infierno ha vencido. El viajero asiste despavorido a una escena tormentosa, una imagen que revela la perversión absoluta de una especie caída en desgracia, incapaz de morir, condenada a la mísera vida del infierno.
El viajero corre, huye raudo colina abajo, en su descenso infinito, hasta la consecuencia última de nuestra ineptitud... ¿Hay lugar para la esperanza?
El pueblo de los molinos de agua
Un viajero llega a un lugar idílico a través de un puente que cruza las aguas mansas y cristalinas de un río infinito, suspendido en el tiempo. En los márgenes, se inscriben molinos de viento que retoman una y otra vez el agua que fluye por el cauce. Todo parece un devenir constante.
El viajero pronto encuentra compañía; un venerable anciano que trabaja laboriosamente sentado en el verde suelo. Una lección magistral acerca de la vida comienza: el ser humano y la naturaleza, realidades creadas a la par aunque distanciadas con el paso de los siglos, luchan dialécticamente por la emancipación; la madre natura, vilipendiada por la especie humana, agoniza en sus últimos estertores; el ser humano, se desliga irremisiblemente de todo aquello que en un día fue su origen en pos de una realidad difusa y virtual que desprende del hombre todo resquicio de su misma naturaleza (pues en ni siquiera el nombre se diferencian).