Películas para Dos Vidas; Los puentes de Madison

 Jamás la luz intermitente de una vieja camioneta encerró tanto significado. De tenue intensidad, color macilento y desvaído, repetición mecánica; todo un flujo de sentimientos desatados por la cruel despedida. Una escena que aglutina, en sí misma, toda la capacidad expresiva que el cine puede sugerir con una mera sucesión de imágenes inocentes. El Cine como arte de transmitir el dolor, la pasión, el pesar, la injusticia de la vida misma. No son necesarios discursos grandilocuentes y de extremo dramatismo para ilustrar lo que el espíritu es incapaz de contener; sólo un intermitente simulando el adiós definitivo y una mano crispada asiendo el mecanismo de apertura de una puerta, justo en esa frontera, a pie del puente, inmóvil y dubitativa a ser cruzada, pues, al otro lado, un nuevo mundo, desconocido.
Los Puentes de Madison es una de esas películas estigmatizadas por el conocimiento popular con la categoría de 'drama romántico', que muchos confunden con un edulcorado espectáculo concebido para suscitar las lágrimas de los más sensibles; ignorando la sutileza en la forma y el tormentoso desgarro emocional en el fondo que hacen de esta película una experiencia imprescindible para todo amante del buen cine. Aquí todo despide un agradable aroma a clasicismo, desde su estructura narrativa, heredada de la novela de Robert James Waller (y el guión de Richard LaGravenese), hasta una portentosa dirección precisa en los detalles e implacable en el retrato sentimental de los personajes. 
La sencillez es su premisa; a partir de ahí, todo un desbocado y complejo flujo de miradas, deseos, responsabilidades paralizantes y ansiedades latentes canalizadas por la pasión del encuentro espontáneo; hasta desembocar en el aciago destino que no es más que una realidad que sueña ser ficción.
Francesca es ama de casa en una granja enclavada en el anodino condado de Madison, donde, tras criar a sus hijos y cuidar de su vetusto marido, se enfrenta ahora a la madurez de una vida frustrada en la que los sueños quedaron aparcados por las obligaciones. Nada parece alterar la quietud exasperante del lugar, idílico no obstante en la simplicidad de su paisaje y el agradable transcurrir de la consabida rutina. 
Hasta que un día cualquiera, alguien se presenta ante la puerta de Francesca en busca de una dirección; un hombre maduro y robusto, se trata de un fotógrafo del National Geography que recorre la región para retratar la belleza silente de sus puentes. Las miradas inocentes, entonces, se cruzan, los pensamientos prohibidos brotan, la curiosidad ahonda en la necesidad de la conversación y la compañía mutuas. Se entabla, pues, una relación que entronca con las carencias de cada uno; la sed de intriga y aventura para ella, la figura de la mujer para él; y la pasión, posibilitada por la ausencia de marido e hijos, se desata como una corriente demasiados años estancada.
Sería obvio decir que Clint Eastwood es una figura imponente por la genialidad que atesora, ya sea como actor o como director. Pero en este caso urge reseñar con mayor fruición lo que supone unas cotas de maestría que rayan la excelencia. Los Puentes de Madison supone la obra más personal, intimista, emotiva y desgarrada de su dilatada carrera como realizador, por la sencilla razón de que todo en ella es veraz, sutil y francamente conmovedor. Incluso su interpretación como ese elemento discordante y tan esperado en la vida de Francesca, encarnada por una actriz, Meryl Streep, a la que le sobran los calificativos aduladores. Ambos constituyen una pareja inolvidable en la historia del cine que reivindica la madurez como una época en la que la pasión, aunque soterrada, puede emerger con tanto desenfreno como en la más tierna juventud.
De hecho, esa pasión es la que aún mantiene viva a Francesca, la que la mueve a seguir fantaseando con una vida que nunca tuvo, a permanecer de pie ante ese puente que la acerca a lo ignoto y enigmático. Aquí, los puentes son esa sugerente metáfora que nos habla de oportunidades perdidas y vidas frustradas, de la incoherencia que reina en nuestra experiencia y que nos sitúa en el desasosiego de lo que pudo haber sido. Por un lado, un rumbo arbitrario y apasionante para Francesca; por otro, la apacible vida del hogar que ansía el trotamundos fotógrafos. Sus vidas, al fin, unidas por el deseo compartido del cambio que jamás se atreverán a emprender.
Los Puentes de Madison camina con aplomo y éxtasis a un final apoteósico en la crudeza de su planteamiento. Tras un idilio encantador, filmado con elegancia y detallismo, todo regresa a su estado natural. Regresan los hijos y el marido para Francesca; la carretera y los moteles para Robert Kincaid. Como únicos testigos de esa historia de amor inmortal, los hijos de esta, ya adultos, desenterrando los recuerdos de su madre  fallecida.
La sensación que deja esta película, como un poso agridulce y poderoso en su esencia, es la de haber asistido a un trozo de vida elevado a paradigma del romanticismo más puro y sincero. Una obra maestra.

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