7/10
Para todos aquellos que nutrimos nuestra adolescencia con la fantasía desbordante de las obras de J.K.Rowling, la oportunidad de visualizar el antológico desenlace de la saga literaria en la gran pantalla supone un acontecimiento trascendental. Es cierto que hemos madurado y nuestras preferencias intelectuales han podido cambiar sustancialmente, sin embargo, todos portamos ese recuerdo indeleble de las noches en vela devorando las aventuras de Harry Potter y trasportándonos a un mundo mágico repleto de criaturas extrañas, héroes circunstanciales y malvados innombrables. Ahora, la otra saga del joven mago que sobrevivió, la cinematográfica, toca a su fin tras diez años y ocho películas ante la expectación de fanáticos, conversos e iniciados en el 'universo Potter' de todos los rincones del mundo, unidos por el deseo de presenciar la apoteósica y última batalla entre el Bien y el Mal.
La espera ha valido la pena. La última parte del séptimo libro escrito por Rowling, Las Reliquias de la Muerte, (dividido en dos entregas en su adaptación cinematográfica), no escatimaba en dosis de espectacularidad, enfrentamientos mágicos y dramatismo a raudales para cerrar dignamente una historia fraguada a lo largo de miles de páginas; por lo que su reverso fílmico tampoco ha dudado en destinar todo el potencial de los nuevos recursos visuales a la recreación fantástica de un desenlace anhelado por todos sus seguidores. El ritmo sosegado y hasta cierto punto cansino de la anterior entrega (de la cual, sin embargo, se echan de menos algunas pinceladas de estilo) deja paso aquí a una acción frenética desarrollada a partir de fuertes impulsos sostenidos, en momentos puntuales, por un dramatismo que deja sin aliento al espectador.
Los responsables de esta última entrega eran conscientes de que cada secuencia, cada plano, debía ser concebido como si fuese el último, teñido por un innegable matiz épico y vertebrado en torno a un discurso de heroísmo extensible a todos los personajes de la historia (y si no que se lo digan al bueno de Neville Longbottom). Y lo consiguen en virtud a la conjunción giros de guión inesperados, instantes trágicos, un uso de los efectos especiales casi perfecto, acción desbordante y una oscuridad que lo embarga todo y precede al hipotético fin de una era. A menos que Harry Potter asuma el rol atribuído por todos los que le rodean y decida enfrentarse, cara a cara, a su particular némesis, o lo que es lo mismo, el desdoble siniestro de su propia naturaleza como el elegido para abanderar a la comunidad mágica.
La espera ha valido la pena. La última parte del séptimo libro escrito por Rowling, Las Reliquias de la Muerte, (dividido en dos entregas en su adaptación cinematográfica), no escatimaba en dosis de espectacularidad, enfrentamientos mágicos y dramatismo a raudales para cerrar dignamente una historia fraguada a lo largo de miles de páginas; por lo que su reverso fílmico tampoco ha dudado en destinar todo el potencial de los nuevos recursos visuales a la recreación fantástica de un desenlace anhelado por todos sus seguidores. El ritmo sosegado y hasta cierto punto cansino de la anterior entrega (de la cual, sin embargo, se echan de menos algunas pinceladas de estilo) deja paso aquí a una acción frenética desarrollada a partir de fuertes impulsos sostenidos, en momentos puntuales, por un dramatismo que deja sin aliento al espectador.
Los responsables de esta última entrega eran conscientes de que cada secuencia, cada plano, debía ser concebido como si fuese el último, teñido por un innegable matiz épico y vertebrado en torno a un discurso de heroísmo extensible a todos los personajes de la historia (y si no que se lo digan al bueno de Neville Longbottom). Y lo consiguen en virtud a la conjunción giros de guión inesperados, instantes trágicos, un uso de los efectos especiales casi perfecto, acción desbordante y una oscuridad que lo embarga todo y precede al hipotético fin de una era. A menos que Harry Potter asuma el rol atribuído por todos los que le rodean y decida enfrentarse, cara a cara, a su particular némesis, o lo que es lo mismo, el desdoble siniestro de su propia naturaleza como el elegido para abanderar a la comunidad mágica.
A pesar de su conseguido clímax apocalíptico, la película naufraga en los momentos de mayor intensidad, adolece de la emoción que el flujo narrativo y la acción precisan; y en este sentido, la discapacidad interpretativa de Daniel Radcliffe es paradigmática. Si bien ha sido notoria la evolución del actor a lo largo de la saga, la demanda de una mayor profundidad en la construcción de su complejo personaje, asolado por las dudas y el sentido de la responsabilidad del héroe, ha tendido a abrumar las limitadas dotes de Radcliffe y a constituirse en la nota discordante de un nutrido elenco de grandes actores británicos entre los que destacan, incluso, sus compañeros de aventuras, el irónico y algo bobalicón Ron Weasley/Rupert Grint, o la resabida y madura Hermione Granger/Emma Watson, verdadera revelación de la adaptación cinematográfica e ídolo de masas entre los jóvenes de medio mundo.
El desangelado desenlace, sin el menor ápice de fervor acorde a la situación, o la escasa imaginación en la puesta en escena del etéreo encuentro entre profesor y discípulo, se ve recompensado, al menos, con un fascinante derroche de ingenio visual en las escenas de la batalla de Hogwarts (con un preludio sencillamente mágico), o con la tensión a flor de piel del duelo entre Lord Voldemort y Harry Potter. Es en estos momentos cuando asistimos a un auténtico y apoteósico final que hace justicia a una de las sagas cinematográficas más importantes de la historia, con altibajos, sí, pero definida por una historia que ha encandilado a cientos de miles de jóvenes de todo el mundo.
El desangelado desenlace, sin el menor ápice de fervor acorde a la situación, o la escasa imaginación en la puesta en escena del etéreo encuentro entre profesor y discípulo, se ve recompensado, al menos, con un fascinante derroche de ingenio visual en las escenas de la batalla de Hogwarts (con un preludio sencillamente mágico), o con la tensión a flor de piel del duelo entre Lord Voldemort y Harry Potter. Es en estos momentos cuando asistimos a un auténtico y apoteósico final que hace justicia a una de las sagas cinematográficas más importantes de la historia, con altibajos, sí, pero definida por una historia que ha encandilado a cientos de miles de jóvenes de todo el mundo.
Harry Potter se despide, y lo hace con una obra irregular, imperfecta, aunque inspirada por un espíritu majestuoso, con una factura visual espléndida y un ritmo que sumerge al espectador en ese inquietante y decadente universo de maldad en ciernes. Ahora ya sólo queda rememorar la saga al completo, una vez conformado el mosaico, para disfrutar de las aventuras del joven mago y sus fieles compañeros, así como del extenso catálogo de secundarios a los que han dado vida el elenco de actores británicos más completo de la historia; desde ese malvado por antomasia que cobra pulso a través de la interpretación de Ralph Fiennes, hasta ese personaje central de la saga, el profesor Snape, que construye Alan Rickman, pasando por Maggie Smith, Michel Gambon, Helena Bonham Carter, Gary Oldman, Kenneth Branagh, William Hurt y un largo etcétera.
Palabras como quidditch, Gryffindor, Hogwarts, dementor o piedra filosofal, ya forman parte del imaginario popular contemporáneo. Y es que, al fin y al cabo, todos llevamos un pequeño Harry Potter dentro. La historia ha finalizado, pero la magia perdura.
Palabras como quidditch, Gryffindor, Hogwarts, dementor o piedra filosofal, ya forman parte del imaginario popular contemporáneo. Y es que, al fin y al cabo, todos llevamos un pequeño Harry Potter dentro. La historia ha finalizado, pero la magia perdura.