La adaptación cinematográfica de una novela como Lolita, de Vladimir Nabokov, asumía una multitud de riesgos inherentes a la propia naturaleza de la pieza literaria; la autorreferencialidad que la conduce, la compleja relación espacio-tiempo, la condensación de sentimientos difíciles de llevar a la pantalla, etc. No obstante, la película homónima salió airosa e incluso victoriosa del trance por una gran cantidad de condicionantes que la encauzaron al buen camino. El primero de ellos es evidente; fue el propio Nabokov quien firmó el guión cinematográfico. Probablemente su mayor logro fue evitar la adherencia exacta de lo que imaginó en prosa aunque sin dejar de ser un fiel retrato visual de la novela. Así encontró un cómodo término medio que le dio margen a experimentar con el tiempo fílmico, como el comienzo en el que se muestra el trágico e hipnótico final de la novela.
Continuando con los ingredientes que hacen de esta película una excelente adaptación de una obra literaria así como un ejercicio de estilo cinematográfico de gran pureza, no podemos olvidar quién se esconde tras las cámaras. Stanley Kubrick, a quién le rendimos un merecido homenaje en este blog, se erige como uno de los grandes directores de la historia de cine con pruebas fehacientes de ello; con Lolita se circunscribe a un guión más o menos cerrado de antemano, sin embargo la minuciosidad de los planos y el control sobre las interpretaciones de los actores lo elevan sobre la mediocridad general de las adaptaciones.
Son precisamente esas interpretaciones el vértice restante de este triángulo excelente que hoy reseñamos. Perdurable es, sin duda, el rol de Peter Sellers como ese monstruo ególatra y tartamudo que aparece en la trama como una sombra no siempre visible aunque de enorme importancia en el devenir de los acontecimientos. Sellers construye a su personaje con precisión y cautivadora imaginación en una de las mejores interpretaciones de su carrera. La réplica se la da James Mason en su rol de Humbert Humbert, el profesor europeo (maravilloso acento en la versión original) que se traslada a New Hampshire para impartir lecciones en
Lolita es todo un catálogo de sentimientos humanos despreciables, descarnados y ordinarios (no en vano fue criticada desde todos los flancos conservadores). Con ella, nos sumergimos en los pensamientos mezquinos del respetable señor Humbert, siempre derrotado y a la zaga de la dulce niña que lo domeña a placer, hasta niveles de destrucción personal evidentes, como la secuencia en la que pierde la cabeza en el hospital, desesperado por la pérdida de su amada y con un Mason inconmensurable.
La obsesión sexual continua, inmune al tiempo y a la pérdida, sin embargo Lolita ya no es la misma, su aura de adolescente virginal se ha perdido y vulgarizado. La herida, no obstante, no sana, permanece como una enfermedad incurable, un delirio soterrado que, ni siquiera con el asesinato del que se identifica como culpable, desaparecerá.
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