9/10
Steven Spielberg retrata de manera soberbia los últimos cuatro meses de vida de uno de los presidentes más respetados y más recordados de Estados Unidos. Abraham Lincoln encuentra en esta ocasión un homenaje, fruto de una década de trabajo, y encarnado por un actor con el que faltan (o sobran, según se mire) los calificativos.
Es complicado tejer unas líneas que resuman la magnitud de la obra que, aunque no debe ser considerada como monumental, es uno de los mejores trabajos de la carrera de su director. Spielberg, entregado a la causa, rinde tributo al gobernante que abolió la esclavitud tras años de ausencia de derechos civiles a las personas de color. Lincoln, en una maniobra política que costó miles de vidas en la Guerra Civil, consiguió reconocer la libertad de todos aquellos esclavos de raza negra en todo el territorio estadounidense bajo el amparo de la Constitución y la recién aprobada 13º enmienda. Pese a que no fue el único que luchó contra aquel derecho, sí fue el que más nombrado ha sido con el paso del tiempo. Comenzamos en los instantes previos al discurso de Gettysburg y culminamos con su segundo discurso de investidura.
¿Cómo sobrellevar las dos horas y media de proyección? Simplemente observando a un inspiradísimo Daniel Day-Lewis, el espectador comienza a relajarse conforme avanza un gran trabajo de dirección de Spielberg, contenido y sin aspavientos de ningún tipo. La figura del actor protagonista, vivo retrato del presidente, inunda la pantalla. Se hace el silencio para escuchar la voz de Lincoln, rescatado a través del paso del tiempo por un enorme trabajo de un magnífico, épico, maravilloso, mítico, sublime y magnético Day-Lewis, posiblemente el mejor actor de los últimos años.
No podemos pasar por alto una de las composiciones más sugerentes de John Williams, una banda sonora plagada de temas heróicos orquestados con las formas más patrióticas de las que el gran músico dispone. Tampoco podemos obviar una fotografía magnífica, plagada de claroscuros y dirigida por el siempre eficaz Janusz Kaminski. El guión de Tony Kushner, autor también de Munich y basado en la novela de Doris Kearsn Goodwin, resulta complejo en un principio aunque adictivo a medida que transcurre el metraje.
Sin embargo, las películas que suelen cimentar su narración en la figura del protagonista no suelen ser experimentos que salgan satisfactoriamente. Aquí, por el contrario, nos encontramos a Sally Field, a un Tommy Lee Jones y a un Joseph Gordon-Levitt inconmensurables en sus recreaciones. Incluso el parecido entre Jared Harris y el futuro presidente Grant es más que evidente. Sin embargo, todos quedan eclipsados ante esa maravilla de la interpretación a la que observamos embelesados. Cada plano, rodados ligeramente en contrapicado, realzan la desgarbada y enjuta figura del presidente Lincoln.
No estamos ante una lección de Historia, en la que Spielberg nos trata como a niños de escuela enseñándonos dónde y cuándo fueron las batallas más significativas de la Guerra Civil. Estamos ante un retrato moral, familiar y humano de un presidente hecho divinidad en los Estados Unidos. Recordemos pues las dimensiones del Lincoln Memorial y la estatua que habita en su interior. ¿Dónde está el presidente mientras se decide la enmienda más importante de la Constitución? ¿De qué se preocupa Lincoln al ver como su hijo duerme en el suelo frente al fuego? Steven Spielberg no pretende endiosar al presidente sino retratar las triquiñuelas políticas, la corrupción y los engaños con los que se consiguen los hechos históricos más representativos de la Historia.
Quizás sea una película que peque de chovinismo. Posiblemente en Europa no entendamos la dimensión de la obra que ha rodado Spielberg. Tampoco es que tengamos muchos políticos o estadistas e incluso genios militares de los que sentirnos orgullosos. Sin embargo, en Estados Unidos sí. Y eso es precisamente lo que recoge su director, el sentir de una nación por aquel que pereció en su intento, interesado o no, de convertir a los esclavos en libres.
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