10/10
Hoy quiero hablaros sobre la dimensión global, sentimental y emocional del cine. Yo, que pertenezco a la generación del digital, me he privado de ver numerosos de mis clásicos favoritos en la gran pantalla. Daría todo lo que tengo por poder ver Vértigo, La noche de la iguana, 2001: Una odisea del espacio, Barry Lyndon, La jauría humana o Con la muerte en los talones en una sala de cine. Escuchando el lento rugir del cinematógrafo creando la ilusión del movimiento en imágenes. Contemplando la suciedad de la película, sintiendo cada fotograma como si fuera mío, como si fuera parte de mi persona.
Ayer tarde, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, tuve la ocasión de transportarme hasta finales de los años 70. Una época en la que Woody Allen ya hacía de las suyas y conseguía encumbrarse en el Olimpo de los dioses del cine gracias a su declaración de intenciones en Annie Hall, que sentaría las bases del futuro de tan genial cineasta y psicólogo. Sin embargo, el momento más emotivo llegó después, en el preciso instante en que se apagaron las luces y el prólogo de Manhattan apareció ante mis ojos. Entonces, cuando el Rhapsody in Blue de George Gershwin, dirigido por Zubin Mehta e interpretado por la Filarmónica de Nueva York, comenzó a alumbrar mis retinas, me sentí invadido por una nostalgia inexistente, de aquella época a la que nunca asistí.
Woody Allen, con su particular forma de ver la vida, nos dirige su particular homenaje a la ciudad de Nueva York, aquella que le vio nacer, crecer, desarrollar su intelecto y su, recurrente pero necesario, “potencial sexual” del que alardea constantemente. Manhattan es una película redonda, quizás la única obra maestra a la que puedo considerar adherirme de su primera etapa como cineasta. Allen recurre de nuevo a los mismos temas que ya ilustró en anteriores películas pero lo hace tomando como referencia a su propia ciudad para crear el caldo de cultivo intelectual que plantea en esta obra cumbre de su cine. El prólogo, de algo más de tres minutos de duración, es una de las joyas más auténticas de la Historia del Cine. Pocas veces hemos visto describir el sentimiento que desprende una ciudad con tanta solemnidad y majestuosidad como lo hace Woody Allen en esta ocasión.
Para ello se rodea de un reparto ejemplar. Desde una sorprendente y poco explotada posteriormente Mariel Hemingway, la gran Meryl Streep, un Michael Murphy sobresaliente hasta terminar con mi propia debilidad en las películas de Allen: Diane Keaton. Y es que hay algo que jamás podré perdonarle al cineasta neoyorquino. Robarnos a su musa, aquella que le dio las mejores interpretaciones en sus mejores años. Sustituir en su vida y su trabajo a Keaton por Mia Farrow es algo que duele. Y mucho.
Ingmar Bergman, Federico Fellini, Sigmund Freud, Franz Kafka, Chomsky, Van Gogh o Mozart son algunas de las referencias que Allen introduce en este retrato en movimiento de la compleja relación que se construye alrededor de un escritor de televisión cuya relación con una joven de 17 años comienza a perder sentido para él al enamorarse de la chica con quien su mejor amigo tiene una aventura. Aunque, previamente, ha estado casado y tiene un hijo con una mujer que lo ha abandonado por otra mujer y, la cual, escribirá un libro con todo lujo de detalles sobre su matrimonio. Todo ello narrado en poco más de hora y media con una complejidad intelectual digna de sus mejores trabajos y con un componente mordaz y sarcástico impresionante.
Manhattan evoca en muchos aspectos a Annie Hall. Y es que, realmente, es la misma historia. Sin embargo, el telón de fondo que Woody Allen escoge para ambientar su epopeya neoyorquina, la espectacular banda sonora y una emotiva fotografía en blanco y negro nos llevan a concluir que estamos ante la obra magna absoluta del cineasta. Nada sobra. Todo tiene su intrincado sentido. Es un puzzle en el que encajan todas las piezas. Si quiere emoción, Manhattan es su película. No olvide abrir la boca ante el maravilloso final de la película, en el que Woody Allen se hace dueño y señor de las calles de su ciudad mientras corre para encontrar el amor verdadero. No lo olvidará jamás.
Hoy quiero hablaros sobre la dimensión global, sentimental y emocional del cine. Yo, que pertenezco a la generación del digital, me he privado de ver numerosos de mis clásicos favoritos en la gran pantalla. Daría todo lo que tengo por poder ver Vértigo, La noche de la iguana, 2001: Una odisea del espacio, Barry Lyndon, La jauría humana o Con la muerte en los talones en una sala de cine. Escuchando el lento rugir del cinematógrafo creando la ilusión del movimiento en imágenes. Contemplando la suciedad de la película, sintiendo cada fotograma como si fuera mío, como si fuera parte de mi persona.
Ayer tarde, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, tuve la ocasión de transportarme hasta finales de los años 70. Una época en la que Woody Allen ya hacía de las suyas y conseguía encumbrarse en el Olimpo de los dioses del cine gracias a su declaración de intenciones en Annie Hall, que sentaría las bases del futuro de tan genial cineasta y psicólogo. Sin embargo, el momento más emotivo llegó después, en el preciso instante en que se apagaron las luces y el prólogo de Manhattan apareció ante mis ojos. Entonces, cuando el Rhapsody in Blue de George Gershwin, dirigido por Zubin Mehta e interpretado por la Filarmónica de Nueva York, comenzó a alumbrar mis retinas, me sentí invadido por una nostalgia inexistente, de aquella época a la que nunca asistí.
Woody Allen, con su particular forma de ver la vida, nos dirige su particular homenaje a la ciudad de Nueva York, aquella que le vio nacer, crecer, desarrollar su intelecto y su, recurrente pero necesario, “potencial sexual” del que alardea constantemente. Manhattan es una película redonda, quizás la única obra maestra a la que puedo considerar adherirme de su primera etapa como cineasta. Allen recurre de nuevo a los mismos temas que ya ilustró en anteriores películas pero lo hace tomando como referencia a su propia ciudad para crear el caldo de cultivo intelectual que plantea en esta obra cumbre de su cine. El prólogo, de algo más de tres minutos de duración, es una de las joyas más auténticas de la Historia del Cine. Pocas veces hemos visto describir el sentimiento que desprende una ciudad con tanta solemnidad y majestuosidad como lo hace Woody Allen en esta ocasión.
Para ello se rodea de un reparto ejemplar. Desde una sorprendente y poco explotada posteriormente Mariel Hemingway, la gran Meryl Streep, un Michael Murphy sobresaliente hasta terminar con mi propia debilidad en las películas de Allen: Diane Keaton. Y es que hay algo que jamás podré perdonarle al cineasta neoyorquino. Robarnos a su musa, aquella que le dio las mejores interpretaciones en sus mejores años. Sustituir en su vida y su trabajo a Keaton por Mia Farrow es algo que duele. Y mucho.
Ingmar Bergman, Federico Fellini, Sigmund Freud, Franz Kafka, Chomsky, Van Gogh o Mozart son algunas de las referencias que Allen introduce en este retrato en movimiento de la compleja relación que se construye alrededor de un escritor de televisión cuya relación con una joven de 17 años comienza a perder sentido para él al enamorarse de la chica con quien su mejor amigo tiene una aventura. Aunque, previamente, ha estado casado y tiene un hijo con una mujer que lo ha abandonado por otra mujer y, la cual, escribirá un libro con todo lujo de detalles sobre su matrimonio. Todo ello narrado en poco más de hora y media con una complejidad intelectual digna de sus mejores trabajos y con un componente mordaz y sarcástico impresionante.
Manhattan evoca en muchos aspectos a Annie Hall. Y es que, realmente, es la misma historia. Sin embargo, el telón de fondo que Woody Allen escoge para ambientar su epopeya neoyorquina, la espectacular banda sonora y una emotiva fotografía en blanco y negro nos llevan a concluir que estamos ante la obra magna absoluta del cineasta. Nada sobra. Todo tiene su intrincado sentido. Es un puzzle en el que encajan todas las piezas. Si quiere emoción, Manhattan es su película. No olvide abrir la boca ante el maravilloso final de la película, en el que Woody Allen se hace dueño y señor de las calles de su ciudad mientras corre para encontrar el amor verdadero. No lo olvidará jamás.
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