No somos conscientes de la suerte que tenemos de contemplar a Judi Dench en la pantalla. No nos acordamos lo suficiente de la fuerza desgarradora que transmite esta intérprete que llegó al cine de la mano de Kenneth Branagh en Enrique V (1989) tras una larguísima y productiva trayectoria en el teatro. Pese a sufrir considerables dolencias físicas, Dench no quiere retirarse y a sus 79 años se la considera una de las grandes damas de la escena contemporánea.
Buena prueba de ello es el papel desgarrador, humano y basado en hechos reales de Philomena Lee, una mujer irlandesa que estuvo durante cincuenta años buscando al hijo a la que obligaron a desprenderse por haber cometido un pecado casi mortal a ojos de la férrea comunidad de monjas en la que permanecía interna. Un guión de Steve Coogan, también protagonista de la cinta, en colaboración de Jeff Pope le sirve a Dench para lucir su talento, de sobra conocido, en la gran pantalla.
A través de la vergonzosa historia de Philomena, en la que nos retrotraemos a los tiempos más oscuros de la fe católica, en la que hasta respirar era pecado (y no había lugar a discutirlo), las monjas eran seres oscuros y los sacerdotes, cabezas pensantes de todo el organismo represor eclesiástico. Se nos contrapone de inicio el placer que supone el primer amor, aunque sea hasta sus últimas y más irresponsables consecuencias, contra la obligación moral de deshacerse de todo lo que recuerde a un pecado del que nace el sentimiento mismo de la vida.
Hay una eterna lucha entre la fe y el escepticismo, el ateísmo o el agnosticismo durante toda la película. Planos que contraponen la ferviente creencia en la mediación de Dios y sus ángeles que tiene Philomena a pesar de lo que sufrió siendo apenas una joven con las atronadoras opiniones del periodista encarnado por Coogan, con frases absolutamente demoledoras y destructivas. Pese a todo, Stephen Frears abusa en demasía de una serie de flashbacks que no le hacen justicia a un relato que debería haber sido totalmente lineal dejando al espectador sacar sus propias conclusiones sobre la atrocidad recaída sobre Philomena y no unas imágenes de vídeo casero que buscan la lágrima fácil.
Tampoco se distingue a ciencia cierta el sello Frears en la película, que parece orquestada en su totalidad por un Steve Coogan que se mueve con una soltura indiscutible por aquellos vericuetos más recónditos a los que el relato se ofrece. Philomena ofrece una sesión de carcajadas mientras nos da zarpazos de una realidad triste de un pasado al que hay que ajusticiar como se debe. Una de cal y dos de arena.
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