Series de Televisión: Black Mirror

8/10
Los grandes acontecimientos que marcan la historia de la humanidad no son valorados en su justa medida hasta que el tiempo termina por desvelar su auténtica trascendencia. La extensión masiva de las nuevas herramientas tecnológicas de interaccion social es un fenómeno en constante reconfiguración al que hoy día resulta imposible definir de forma certera pues sus tendencias son inescrutables y sus manifestaciones totalmente novedosas, inexploradas. No existe un manual de uso ni una hoja de ruta que nos permita afrontar los retos que día tras días nos presenta la sociedad en red, se nos escapa a un control lógico y racional, se desborda por la inexistencia de fronteras y por la globalidad de una comunicación compulsiva. Ese el panorama que nos presenta Charlie Brooker en Black Mirror, una miniserie británica compuesta por tres episodios autoconclusivos tejidos en torno a la omnipotencia de la tecnología en el mundo actual y los efectos absolutamente demoledores que puede desencadenar en nuestra propia percepción de la realidad.
The National Anthem (el primero de los episodios) arranca con una llamada de teléfono en mitad de la noche; han secuestrado a la princesa; el Primer Ministro es quien responde. Los raptores han colgado un video en Youtube en el que aparece la princesa maniatada y en un estado de nerviosismo crítico explicando los insólitos pasos que se debería seguir para su rescate. El estado es incapaz de controlar la difusión del video, se reproduce a una velocidad vertiginosa, como una hidra con innumerables cabezas que no dejan de brotar a pesar de los intentos por cercenarlas. En apenas unas horas, todo el país, todo el mundo, conoce las peticiciones de los terroristas; el Primer Ministro deberá mantener relaciones sexuales con un cerdo delante de una camara de televisión, en directo y retransmitido para todo el mundo. Si no cumple con esta particular exigencia, la princesa morirá.
Podemos imaginar el rostro de escepticismo de los productores televisivos a los que Brooker presentó la idea. No sólo se trata de una historia arriesgada y políticamente incorrecta, sino de una fábula tan inmoral como veraz en los tiempos de morbosidad histérica que vivimos, de una descabellada premisa que, no obstante, no se encuentra demasiado alejada de una realidad en la que aún está todo por escribir; un territorio virgen, tal y como asevera la asesora del Primer Ministro. Un nuevo panorama en el que los viejos cimientos de las estructuras de poder se resquebrajan bajo el peso de la información como herramienta suprema de influencia política. Una información que además resulta imposible de controlar, que se filtra entre los resquicios de los ingentes flujos de contenidos que atraviesan la Red.
Puede que The National Anthen sea lo más transgresor que este crítico haya visto jamás en televisión. Las sensaciones que suscita al espectador están cargadas de una obscenidad moral que revuelve las tripas, que hace vacilar nuestros propios patrones de integridad, que nos sumerge en un estado de catalepsia impúdica difícil de digerir, pues no es sólo ficción, nos muestra una hipótesis verosímil de hasta donde podemos llegar como sociedad, de cuan débiles pueden ser los principios éticos sobre los que se sustenta nuestra civilización. Al fin y al cabo, quién sería capaz de apartar la mirada del televisor, quién primaria su propia rectitud al espectáculo incalificable compartido entre el morbo y la repulsión por buena parte de la humanidad. Brooker nos convierte en la diana pasiva de su particular órdago postmoderno (o quizás hiperpostmoderno) haciéndonos reflexionar acerca de nuestra propia percepción mediatizada de la realidad y el rol desempeñado como espectadores y ávidos consumidores de información en la magnificación de todos los acontecimientos amorales que acaecen en el mundo.
Las personas que deciden cometer actos dañinos ya no se contentan con ejercer violencia sobre el otro, sino que persiguen el ridículo público, que todos puedan contemplar los niveles de indignidad a los que puede llegar la víctima. Se trata de un nuevo fenómeno. El secuestrador de la princesa no quería dinero, ni poder, tan sólo que todos viesen al Primer Ministro en la posición más deshonrosa posible. El episodio, en sus apenas cuarenta minutos de metraje, se centra en el breve lapso de tiempo que transcurre entre la publicación del video y la hora límite para cumplir sus exigencias. Y además lo hace con una admirable eficacia, sin grandes efectismos dramáticos o recursos típicos del thriller; simplemente plantea el asunto y lo desarrolla sin ambages, con una abrumadora sencillez que golpea con dureza una y otra vez al espectador hasta un final resuelto de forma rápida y aséptica aunque no por ello menos cruel.
Aún intento recobrar el aliento...