Crítica Los Juegos del Hambre: El 'Tú si que vales' bizarro

6/10
Los fenómenos literarios y/o cinematográficos dirigidos a adolescentes y jóvenes en general son altamente impredecibles. Ya pueden triunfar las aventuras de un joven mago en su particular 'high school' barroco, las diatribas amorosas de una joven desvaída en torno a sus dos particulares amantes, o incluso la épica medieval de un mundo de fantasía oscura marcada por la ambición al trono. Probablemente los vínculos compartidos entre estas sagas de rotundo éxito mundial sean cuanto menos nimios, sin embargo han logrado filtrarse en el imaginario colectivo de millones de personas (y no solo jóvenes) con una facilidad digna de admirar.
Ahora nos llega una nueva entrega de esta suerte de catálogo de fenómenos literarios que son inexorablemente trasladados a la gran pantalla, bajo la apariencia híbrida de una atractiva conjunción de géneros. Los Juegos del Hambre, la primera novela de la trilogía creada por Suzanne Collins, se inscribe en un eje temporal futurista que elude las tradicionales ensoñaciones tecnológicas del género para componer una historia sobre la violencia y la capacidad narcotizante de la televisión protagonizada por unos sufridos adolescentes que son entregados como tributo por las diferentes secciones de un estado que eterniza su poder gracias a la administración medida de espectáculo, miedo y esperanza.
Ciertamente, la estrategia aplicada por los gobernantes de Panem no es ninguna novedad; la élite romana ya gozó de las bondades de circo como aglutinador de la indolencia de su pueblo ante las injusticias, una práctica que en la actualidad se ha acentuado con un extenso abanico de extensiones 'inteligentes' de nuestra inconsistencia que nos impide observar el auténtico bosque de la realidad. Lo original de la propuesta de Collins es que la televisión (y muchos ya pronosticaban el declive de este medio de comunicación) se erige como el instrumento de excepción para mostrar los autos de fe (la plaza pública de la Inquisición ya se quedó obsoleta) de dos docenas de adolescentes que se debaten entre una muerte segura y el resquicio de esperanza de un triunfo improbable.
La premisa de Los Juegos del Hambre es lo suficientemente sugerente como para atraer la atención de cualquier espectador ávido de cierta originalidad. Si a ello unimos que la adaptación cinematográfica está cosechando un éxito sin parangón en Estados Unidos convirtiéndose en la película del año sin duda alguna, los alicientes son dignos de consideración. Ahora bien, el gran inconveniente de un buen planteamiento argumental es que crea altas expectativas que pueden no ser satisfechas. Y ese es precisamente el caso de la película de Gary Ross; si bien cuenta con un sustento literario (el cual desconozco) que guia la trama y que asegura una legión de fieles lectores, es preciso ir más allá y adaptar el lenguaje de la novela a los códigos cinematográficos en un proceso a todas luces obviado en la confección de un filme un tanto desgarbado, sin ese ingenio y vivacidad exigible a un producto de masas de estas características.
Los Juegos del Hambre nos remite a un futuro casi apocalíptico (se llega a alardear del AVE) en el que el control del Capitolio se cierne sobre una población dividida en sectores con grandes desequilibrios y deficiencias de desarrollo crónicas. El primero problema es que la justificación provista del macabro certamen no es creíble o al menos suficiente para entender la pasividad de la ciudadanía, la cual permite que cada año un grupo de jóvenes se despedace en un espectáculo televisivo sin sentido. En segunda instancia, la recreación de este aterrador mundo del futuro es poco imaginativa a nivel estético, de hecho su barroquismo excéntrico es más propio de un baile de carnaval que de una posteridad sugestiva (la barba de Wes Bentley o el personaje en sí mismo de Stanley Tucci son dos claros ejemplos). Por último, la brutalidad moral inherente a los juegos se diluye en una maniquea división entre buenos y malos que facilita la digestión del espectáculo. Esto es estadounidense en estado puro; esbozamos a personajes ruines para que su asesinato esté plenamente justificado, e incluso los unimos en una alianza absurda para resaltar la bondad de unos cuantos (lo realmente sobrecogedor es un enfrentamiento entre iguales por la mera supervivencia).
A pesar de los errores descritos, la película consigue atrapar la atención del espectador a partir de un ritmo sostenido y amplificado en el último tramo que hace en cierto modo gozosa la experiencia cinematográfica. Por otro lado, cabe reseñar el talento corroborado de Jennifer Lawrence como representante de una nueva hornada de intérpretes femeninas con una larga carrera de éxito por delante, complementado por un elenco pintoresco (incluso con la intervención estelar de Lenny Kravitz) aunque eficaz.
Los Juegos del Hambre es ya el nuevo fenómeno de masas gracias a la interesante conjunción de sadismo desbordado al más puro estilo Battle Royale (la cinta japonesa que según muchos inspiro a la autora) y la
parafernalia del espectáculo televisivo en la línea de un 'Tú si que vales' bizarro con Woody Harrelson en el rol de Risto Mejide. Y la saga continúa...

Crítica Titanic; La majestuosa leyenda del barco inundible

7,5/10
La abrumadora trascendencia global que cosechó Titanic desde su estreno en cines hace 15 años supuso un punto de inflexión en la historia del cine popular estadounidense. Hoy día son pocas personas las que pueden reconocer con menor o mayor pesar que aún no ha visto la película de James Cameron. Y esa es precisamente una de las razones por las que su consideración entre los círculos cinéfilos parece haberse visto minusvalorada de forma notoria (a pesar del unánime respaldo que obtuvo en la Academia); al fin y al cabo, nadie con un mínimo de pasión por el cine y ciertas dosis de conocimiento está dispuesto a reconocer que se emocionó con la inmortal historia de amor de Jack y Rose en la misma medida que millones de espectadores en todo el mundo (ese sentimiento de exclusividad se evapora). Así pues, hagamos justicia, quitémonos nuestros trajes de críticos respetables y exigentes, y valoremos una película que, más allá de su éxito inigualable entre un público de todas las edades, cuenta con los ingredientes suficientes para ser un clásico inmortal.
Y es que el entramado argumental de la película es todo un ejemplo de clasicismo cinematográfico con ciertos tintes 'pop' (la cara de Leo estaba destinada a forrar las carpetas de millones de adolescentes) que actualizan muchos de los rasgos que comparte de forma inequívoca con las colosales producciones de la era dorada de Hollywood; un despliegue técnico considerable (en este caso las nuevas herramientas digitales supusieron un aliciente más), una realización elegante aunque sin grandes destellos de originalidad, un minucioso diseño de producción que abarcaba desde la recreación histórica del monumental transatlántico hasta el vestuario de sus pasajeros, una banda sonora emotiva popularizada hasta el hartazgo, y, sobre todo, una historia de amor que rompía con los esquemas preestablecidos de las clases sociales y confluía en un épico y dramático final entre el desastre propiciado por el hundimiento del Titanic, el barco más seguro de todos los tiempos.
Lo cierto es que la relación de encuentros y desencuentros de dos enamorados que desafían las convenciones de una sociedad aristocrática e injusta, ilustrada a la perfección por los diferentes niveles de privilegio en los que se dividía el barco, supone una reedición más de un relato romántico narrado hasta la saciedad a lo largo de la historia de la literatura y el cine; sin embargo, su poder de atracción entre el público continúa siendo tan abrumador como la inclinación del ser humano a fantasear con tórridas e imposibles aventuras amorosas que, en cierto modo, se escapan de su realidad cotidiana. Por ello, esos dos amantes que se enfrentan a los prejuicios de la clase acomodada e incluso a un pretendiente y una madre maliciosos se erigen ante el espectador como representaciones perfectas de un amor enaltecedor del romanticismo más tradicional. Y así seguimos los pasos de Jack y Rose, entre ebrios bailes irlandeses en las bodegas, distinguidas cenas en cubierta, sesiones de pintura al más puro estilo Goya, y tórridos escarceos sin más testigo que el vaho fruto de la pasión más desenfrenada.
Es decir, que Titanic basa buena parte de su éxito en una historia de amor que se filtró en los corazones de la mayoría de los espectadores. Si a ello unimos que, como telón de fondo, presenciamos uno de los acontecimientos históricos más traumáticos del pasado siglo en el que se conjugaban el drama por el importante número de víctimas y cierto morbo (aunque velado) por el hundimiento de un barco monumental (y lujoso) con toda una serie de ilustres personas en su interior (probablemente, si se hubiese tratado de un barco corriente con pasajeros corrientes la leyenda habría sido mucho menor); logramos la fórmula perfecta para una película que rompió todos los récords de notoriedad posibles. De hecho, cuando se cumplen 100 años de la tragedia, los homenajes y evocaciones se suceden a lo largo del mundo con la imagen siempre presente de la película de James Cameron, como si la ficción y la historia se confundieran a partir de una obra cinematográfica.
Apuesto que son muchos los que imaginan a Jack y Rose extendiendo sus brazos al viento con los compases de Celine Dion (y el pasteloso James Horner) de fondo como un hecho absolutamente verídico (por ello el señuelo de la mujer anciana que rememora la historia). Lo cierto es que en realidad son Leonardo DiCaprio y Kate Winslet, dos actores que, curiosamente y a pesar del abrumador éxito de la película, han logrado labrarse una carrera profesional envidiable hasta alcanzar ser reconocidos unánimemente como dos de los grandes intérpretes de la actualidad. Y eso que todo apuntaba que DiCaprio no pasaría de ser el pasajero objeto de deseo  de millones de chicas, más aún tras sus desastrosos años posteriores (tuvo que rescatarlo Spielberg en 2002 con Atrápame si Puedes); mientras que Winslet se vería sobrepasada (como en realidad fue) por una fama desmedida nunca deseada.
James Cameron, sin duda, es un visionario. Muchos pueden criticar su oportunismo (el reestreno de la película en 3D es una nueva muestra de ello), pero es preciso reconocer que nadie como él ha sabido congeniar con los gustos e inquietudes del público, ya sea a través de un robot semihumano del futuro, de criaturas azules de un universo paralelo o de la historia de dos amantes en un barco que naufraga. Titanic, pese a quien pese, es un clásico absoluto del cine que, a pesar de sus errores consustanciales y concesiones de dudoso gusto al espectáculo, se mantiene de forma inalterable en el imaginario colectivo no sólo de los aficionados al cine, sino de buena parte de la sociedad occidental.

Crítica Intocable: Lecciones para hacer buen cine comercial

8/10
En ocasiones, las historias que nos conmueven hallan su grandeza en la sencillez que las inspira. O eso es lo que debieron creer Olivier Nakache y Eric Toledano cuando vieron el documental sobre la vida de un tetrapléjico y su particular relación con su cuidador. De ella obtuvieron la inspiración para llevar a la gran pantalla la historia que ha encandilado a millones de espectadores en toda Europa, convirtiendo la película en el gran evento cinematográfico del año. 
La tierna comicidad que desprende la amistad entablada contra todo pronóstico entre Philippe, un rico aristócrata que tras un accidente en parapente vive postrado en una silla de ruedas sin mayor autonomía que la que le confiere su sensibilidad de cuello hacia arriba, y Driss, un joven de la periferia que acaba de salir de la cárcel y necesita realizar una entrevista de trabajo para obtener el subsidio de desempleo; hacen de la película una emotiva experiencia con trasfondo social que no cesa de conquistar a espectadores. Tras permanecer durante diez semanas consecutivas en el número uno de la taquilla francesa atrayendo a las salas a más de 18 millones de personas (se convierte así en la segunda película con mayor recaudación en la historia del país), Intocable ha emprendido su itinerario por el resto de países europeos prolongando un éxito de público que parece no tener límites. 
En España, la película desembarcó en su primera semana de exhibición en el segundo puesto de la taquilla con una recaudación de algo más de 1,3 millones de euros, cifra que ha crecido exponencialmente en las dos semanas posteriores, en las que se ha mantenido como la opción más vista por el público español, hasta alcanzar los 5,5 millones de euros. 
Los ingredientes del filme de Nakache y Toledano se basan en una historia sencilla sobre la amistad y el afán de superación, la trasgresión de los prejuicios raciales inherentes a las sociedades europeas, una certera construcción emocional de los personajes tanto principales como secundarios, la complicidad desbordante de los actores que encarnan a Philippe (Francois Cluzet) y Driss (Omar Sy), y la recreación de una atmósfera cargada de vitalidad, alegría y humor. 
 La trascendencia cosechada por la película en su país de origen ha sido tal que el 52% de los franceses la han votado como el mayor evento cultural del año superando, entre otras obras, a la unánimemente aclamada a nivel internacional The Artist, un hecho que muestra el excelente estado de salud del cine francés tanto entre la crítica especializada como entre público. 
En el caso de Intocable, sus responsables logran salvar la exigua franja que separa el melodrama edulcorado y el delicioso canto a la vida que es en realidad  la película a partir de una conseguida empatía con el público, que logra identificarse con los actos y emociones de sus dos protagonistas principales gracias a la complicidad que se desprende entre ambos y la sinceridad de los sentimientos que transmite.
Intocable, al fin y al cabo, es una película concebida por y para el goce del público, y no se avergüenza en demostarlo en cada una de las secuencias de la trama. Los franceses lo han vuelto a conseguir; nos han regalado unas cuantas lecciones de cómo hacer buen cine sin obviar a una parte importante de los espectadores que acuden a la sala sin mayor objetivo que el de pasar un rato agradable en compañía de una dupla irrepetible

Series de Televisión; Titanic (TV)

5,5/10

La noche del 15 de abril de 1912 se hundía el trasatlántico más ambicioso construido hasta el momento, el Titanic. 269 metros de eslora, 860 tripulantes y capacidad para más de 3500 pasajeros que quedaron el fondo del Atlántico Norte aquella fatídica noche. A partir de ese momento, miles de personas en todo el mundo se vieron identificados con todas y cada una de las personas que viajaban en aquel viaje inaugural del barco más espectacular.
El cine y la televisión han rescatado el viaje del Titanic en innumerables ocasiones. Tantas, que incluso llegan a hartar. La más reciente y exitosa ha sido la que James Cameron rodó en 1997 y que se saldó con 11 premios de la Academia. Ahora, y bajo el auspicio del creador de la ficción Downton Abbey Julian Fellowes, aterrizó anoche en Antena 3 la miniserie de cuatro capítulos que recuerda la memoria de aquellos que perecieron en aquel fatídico viaje.
Cuatro capítulos de cuarenta minutos que fueron emitidos anoche con una duración de tres horas en las que pudimos obviar toda espectacularidad en lo concerniente al naufragio del Titanic, aquella con la que los efectos especiales de Cameron triunfaron en todo el mundo. En esta ocasión, Julian Fellowes sacrifica todo el aspecto visual para narrarnos el hundimiento desde diferentes puntos de vista con un guión que engancha aunque no apasiona, sobre todo en su tramo final. El equipo de la serie decide que, como ya conocemos de sobra la imagen que portaba el Titanic cuando partió de Southampton, la cinta no mostrará más que el interior del buque.
Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos para conseguir una buena fotografía y una exquisita dirección artística marca de la casa, la serie deja indiferente frente a otras opciones televisivas. No se ahonda en la parte técnica del barco ni en los motivos por los que se hundió sino que vemos una lucha de clases muy arraigada en la época a falta de tan solo un par de años para que la Primera Guerra Mundial irrumpa en el viejo continente. El guión de la miniserie resulta de lo más apetecible sobre todo si conocemos que Toby Jones o Maria Doyle Kennedy figuran entre el reparto.
Pese a lo impactante de la trama y al mito que existe en torno al Titanic, la serie resulta poco más que interesante y no homenajea lo suficiente a aquellos que murieron bien buscando una vida mejor o bien presumiendo de dinero para pagar los camarotes de la primera clase. Los diferentes puntos de vista en los que la serie se desarrolla permiten al espectador conocer más de cerca pero no mejor la vida de aquellos que quedaban relegados irremediablemente a una muerte segura por no tener recursos para haberse pagado un billete que, de saberlo, les hubiera salvado la vida.
Julian Fellowes confía en que su criterio al frente de Downton Abbey le de muchos éxitos procedentes de la televisión británica. Sin embargo, las expectativas con Titanic eran demasiadas y poco compensadas con lo que se nos queda la sensación de tener ganas de volver a ver la epopeya multipremiada que James Cameron tejió alrededor del barco más espectacular jamás construido. El hundimiento del Titanic merece un reconocimiento por su centenario mucho más digno de su grandilocuencia marítima que el que se nos ofreció anoche en Antena 3.

Crítica Grupo 7: Un thriller entre rejas y balcones

7/10
Se podría decir que el thriller es un género cinematográfico concebido por y para la mayor gloria del entretenimiento de masas producido en serie por la industria de Hollywood con mayor o menor fortuna. De hecho, las características definitorias del mismo, acción trepidante, historia algo enredada y notorio despliegue técnico, obedecen a un patrón de película reconocible a kilómetros como puramente estadounidense. Otras cinematografías han intentado imitar este estilo con suerte dispar, sin embargo su trascendencia entre el público es siempre menor. En el caso español, es difícil encontrar una película que pueda calificarse sin ambages como thriller, al menos con los ingredientes referidos anteriormente. Pues bien, el realizador sevillano Alberto Rodríguez se atreve con el limitado registro del cine patrio y compone una película de acción policiaca de pulso vibrante que reformula los patrones universales del género a partir de rasgos inequívocamente locales.
Y es que el extenso abanico de opciones que ofrece los tejados y las callejuelas de una Sevilla de contrastes no es sólo escenario de excepción para vertiginosas persecuciones entre un grupo de policías antidroga  demasiado eficaces y una legión yonkis y maleantes de diversa índole que luchan por sobrevivir en el centro de una ciudad en plena eclosión; sino también un elemento más del cóctel folclórico-dramático que nos brinda su director con un brutal sentido del espectáculo y una efectividad argumental digna de admirar. Grupo 7 es una película que hace de la cotidianeidad de nuestro entorno urbano un laberinto de tramas oscuras interpretadas por personajes oscuros con objetivos que pretenden ser deslumbrantes pero que no dejan de confundirse en la amalgama de miserias que los circunda.
Es por ello que la película no es sólo un thriller fácil de ver por su claridad narrativa y lo fascinante de su acción sin descanso; ahonda en las conductas de unos personajes desquiciados por un sentido del deber excesivo valiéndose de un reparto interpetativo que nos confirma una serie de aspectos:
1. El talento desbordante de Antonio de la Torre va más allá del de un secundario eficaz con papeles protagonistas ocasionales (e igualmente memorables). La facilidad del actor malagueño para construir personajes inimitables basados en una presencia en pantalla demoledora es circunstancia suficiente para considerarlo uno de los intérpretes más interesantes del actual panorama cinematográfico españo.
2. La amplitud del registro interpretativo de Mario Casas es inversamente proporcional al tamaño de sus trabajados músculos de gimnasio. El joven actor muestra una vez más que el abanico de personajes que puede abarcar es muy limitado, ya que su capacidad gestual es igualmente exigua. En esta película cumple aunque no puede evitar que su presencia desentone en un entorno que no es el suyo.
3. El resto del elenco de actores que aparece en la película es el resultado de uno de los mejores castings de los últimos años en el cine español. Cada uno de los personales desprende autenticidad, desde el bonachón Joaquín Núñez hasta el último drogadicto que intenta huir de la implacable brigada (digno de mención es el papel de Julián Villagrán).
El resultado, como puede ser previsible con estos datos, es una buena película de acción desarrollada en la Sevilla anterior a la Expo 92 y resuelta tras las cámaras con vigor por Alberto Rodríguez. Cada semana recibimos en nuestras carteleras nuevos thrillers estadounidenses con finales unívocos, escenarios anodinos y estrellas que se debaten con tramas repetitivas que dan sensación constante de deja vu; que el espectador español no pierda el norte y se atreva con un fascinante drama policíaco del sur que no defraudará ni a los adictos de la adrenalina ni a los dependientes de los complejos dramas personales.

El genio de Billy Wilder en tres secuencias inolvidables


La semana pasada se cumplieron diez años desde la muerte de Billy Wilder y la sensación generalizada es que el tiempo no pasa por la genial obra del director de origen austriaco. Más allá de efemérides y homenajes puntuales, las películas de Wilder permanecen de forma indeleble en nuestro patrimonio cinematográfico colectivo como una referencia indiscutible para los amantes del séptimo arte. Y es que, probablemente, ningún director haya abordado las ingentes contradicciones del ser humano con tanta ironía, comicidad y trascendencia en una dilatada filmografía repleta de obras capitales. En un ejercicio de sincretismo extremo, aquí damos cuenta del genio de Billy Wilder a partir de tres fragmentos fundamentales de tres de sus películas más recordadas y entrañables que definen no sólo un modo de hacer cine, sino una manera de entender la vida. Me uno así a la excelente retrospectiva realizada por mi compañero Antonio Sánchez.

Con faldas y a lo loco (1959)

Cumbre absoluta de la producción cómica de Wilder; alocada, desternillante e ingeniosa en cada una de sus secuencias. La posibilidad de ver a dos actores de la talla de Jack Lemmon y Tony Curtis trasvestidos en una orquesta femenina itinerante disputándose la atención de una despampanante Marilyn Monroe, convierten a esta película en un referente incuestionable del género conducida de forma magistral por un Billy Wilder en estado de gracia. Por si fuera poco, y tras un metraje sostenido por un ritmo vertiginoso donde se suceden las situaciones rocambolescas protagonizadas por los dos entrañables granujas, el filme concluye con una de las escenas más recordadas y absolutamente delirantes de la historia del cine con un Lemmon pletórico al que da réplica Joe E. Brown con el ya mítico "Nadie es perfecto".


El Apartamento (1960)

Probablemente ningún director de Hollywood haya tenido jamás la sensibilidad necesaria para componer una melodrama tan cautivador como El Apartamento. El dúo interpretativo compuesto por un Jack Lemmon en el mejor papel de su carrera y una espléndida Shirley McLaine, el incisivo guión escrito a dos manos entre Wilder e I.A.L. Diamond o la recreación minuiciosa de la rutinaria vida del antihéroe C.C. Baxter, son ingredientes más que suficientes para componer una película redonda, de esas a las que el paso del tiempo no daña su esencia, su capacidad de atracción, su tierna comicidad y su romanticismo descubierto en un final antológico. Ese en el que un champagne descorchado siembra el terror en la dama arrepentida que regresa a los brazos del improbable y entregado amante, éste abre la puerta, y los sentimientos se desbordan como el vino espumoso, las palabras de amor se derraman, las promesas brotan como burbujas surgidas al calor de la pasión escondida durante noches de incertidumbre. Pero quizás este no sea el momento, todo a su tiempo; ahora, juguemos a las cartas…

El crepúsculo de los Dioses (1950)

El mundo glamouroso de Hollywood también detenta su lado oscuro, en los márgenes del éxito, donde los sueños se ven truncados y el tiempo no respeta las glorias efímeras. Billy Wilder retrató con una ironía tan sutil como abrumadora la decadencia de una antigua estrella del cine mudo que barrunta entre los doseles de su mansión su anhelado regreso ante los focos entre la locura y la obsesión enfermiza por la popularidad que un día tuvo y que jamás volverá. Gloria Swanson, también actriz de cine mudo venida a menos (una vuelta de tuerca más al sarcasmo que impregna el filme), da vida a la histriónica Norma Desmond en una interpretación memorable que bucea en los más bajos instintos humanos. El recientemente galardonado Michel Hazanavicius recordó a Billy Wilder en su discurso de recogida del Oscar por The Artist, pues en cierto modo su película no deja de ser el reverso luminoso (con happy end incluido) de la dramática historia de Norma, en la que las sombras imperan en un final antológico que nos muestra hasta dónde podemos llegar por la realización de un sueño imposible.