[Crítica] The Lunchbox

De pequeñas cosas nacen universos y fantasías de un valor inestimable. Es el caso de The Lunchbox y todo lo que sucede alrededor de dos vidas cruzadas por el azar o el destino, según se mire. Dos protagonistas que se conocen de la manera más equívoca posible y que dan lugar a una película de perfil gastronómico con una muy loable trama sobre el amor perdido y las ilusiones futuras.
The Lunchbox, originaria de la India y dirigida por el desconocidísimo Ritesh Batra, contrapone a un hombre y una mujer en situaciones de pérdida de su cónyuge. El uno, por causas de la vida; ella por la desidia y la dejadez de su esposo. Una fiambrera de seis pisos a rebosar de comida será la detonante de una nueva realidad para ambos, una posibilidad de huir de la realidad presente y encontrarse en un destino nuevo, alejados de todo lo que les causa dolor y desgana.
No se conocen de nada, prácticamente lo que se nos presenta es un amor a ciegas, de esos que de vez en cuando gusta ver en pantalla para sentir nuevas formas de mostrar el amor entre dos personas, la ilusión ante lo desconocido y la confianza que, poco a poco, se va liberando entre ambos. The Lunchbox hace que todo eso sea posible. Un drama romántico muy destacable con un comienzo degustable como los platos de los que se nos hace gala. Una conciencia en forma de voz en off que vive en el piso superior. Una película sin adornos ni florituras, con una narrativa convincente, concisa y contundente. Momentos de comicidad que implican la coherencia de un discurso de complicidad con el espectador y que simpatizan la historia de una forma casi perfecta.
Porque el amor no siempre sucede entre cuatro paredes, cara a cara, beso a beso. El amor existe en todos los lugares donde queramos que exista, incluso en esferas diferentes de la vida. The Lunchbox es recuperar la ilusión, es volver a vivir los momentos mágicos que proporciona el estar, o el creerse, enamorado de otra persona.

[Crítica] Matterhorn

El calvinismo se define como una forma de entender la religión obedeciendo única y exclusivamente a los designios de Dios y a su autoridad omnipotente y omnipresente. Cada acto de la vida está, o debería estar, condicionado a obedecer la soberanía divina. Matterhorn, dirigida por un primerizo Diederik Ebbinge, nos introduce en una férrea comunidad que nos hará plantear y cuestionar la presencia y actuación ante un elemento herético que rompa las normas establecidas. 
¿Qué juicios se emiten cuando, tras unas malas decisiones pasadas, llega la oportunidad de redimir los errores cometidos? ¿Es Dios o el hombre el único dueño de sí mismo? En el momento en que el protagonista decide embarcarse en un viaje de autodescubrimiento, asistido por la incómoda presencia de un huésped inesperado, la película dará un giro hacia la redención, antes culpabilidad manifiesta, de un hombre perdido en sí mismo sin rumbo determinado. 
Matterhorn es también un tratado efímero sobre la paternidad, sobre las obligaciones de un progenitor ante las decisiones de su hijo. La moralidad supuestamente corrompida de un hijo será puesta a prueba por su mismo padre en una búsqueda egocéntrica de un futuro equívoco y lejano. La película analiza de manera sorprendente, en un curiosísimo número final, la capacidad de perdonar, de violar todos los preceptos y dejar al espectador la decisión de tomar o no la indulgencia ofrecida entre estos dos personajes. 
Matterhorn aprovecha en demasía los paisajes que Holanda posee y de los que se han creado, a lo largo de la Historia del Arte, numerosos retratos preciosistas que recogen, imitan o captan la luminosidad y el contraste de colores. Es aquí precisamente donde se halla uno de los mayores aciertos de la película. La vida que transmite cada fotograma exterior frente al oscurantismo religioso de la comunidad donde se desarrolla la trama. Matterhorn es una pieza interesante, donde cada línea de guión nutre una riqueza de planteamiento y curiosidad extrema ante la dualidad, moral y pasado de cada hombre, mujer y niño que habita este paisaje. 

[Crítica] El viento se levanta

La belleza en el cine suele asociarse, para los que tenemos la animación en ciertos altares de nuestra cinefilia, a todo lo que llega fuera del mercado comercial occidental al que Disney, DreamWorks o Fox nos tienen acostumbrado. Legiones de seguidores son ya los que se suman a la magia transmitida por cada imagen que nace de la gran pantalla contemplando lo que se sucede a ese ya espiritual cartel que da paso a una nueva aventura del Studio Ghibli.
Su cabeza pensante, y autor de las más grandes obras de la animación, Hayao Miyazaki decide colgar la cámara y optar por el retiro tras treinta años en la cresta de la ola, ganándose con méritos sucesivos un lugar de oro en las grandes letras de un mundo tan competitivo y complejo como es la animación cinematográfica. 
Y Miyazaki decide dejar de hacer cine con El viento se levanta, una aproximación histórica a unos hechos que se suceden en los albores de la Segunda Guerra Mundial. 
Retazos de una autobiografía en tan hermosa película se mezclan con elementos narrativos propios del lenguaje cinematográfico, una portentosa historia nacida de la pluma de un creador (englobando todas las artes de la cinematografía) único e irrepetible. Es seguro que estamos ante una obra que engloba una época, la posterior a la Primera Guerra Mundial, lejos de la Europa devastada y en la que un joven cumple su sueño de crear aviones y hacer que el hombre vuele, gran objetivo de media humanidad.
El terremoto de Kantô sirve casi como inicio a una madurez del protagonista en la que se yuxtapone su futuro personal con sus inclinaciones profesionales. Hay una seguridad en el personaje principal digna de admirar, una seriedad hiératica en el dibujo que lo convierten en un protagonista fuera del tipo del Studio Ghibli pero rico en unos matices que se liberan secuencia tras secuencia. 
El viento se levanta tiene mucho que ver con sus antecesoras pero Miyazaki huye de los mundos fantásticos y se centra en una historia tremendamente lineal y ampliamente dilatada, 128 minutos, para sumergirnos (eso sí) en una despedida agridulce. Por un lado, parece que es la retirada definitiva de su director con las consecuencias que ello conlleva y, por otro, nos deja una de las historias de amor más hermosas que veremos este año y, sin lugar a dudas, en mucho tiempo. 
Una cita con Miyazaki es algo obligado. Sobre todo para los que jamás tuvimos ocasión de ver, por múltiples y diversas circunstancias, una película Ghibli en una sala de cine. No hay que escribir nada más acerca de la magia, de esa oda al color, al optimismo, a la belleza inherente en el suelo que pisamos cada día que transmiten todas y cada una de las cintas nacidas del estudio japonés. Es hora de rendir cuentas con Hayao Miyazaki y con su cine, descubrirlo quien no haya tenido ocasión y disfrutarlo una y otra vez quienes nos sentimos sin palabras, simplemente emocionados.