Crítica El niño de la bicicleta; O la imperiosa necesidad de correr

7,5/10
Las similitudes entre el Antoine Doinel que Truffaut erigió como su indiscutible alter ego en Los Cuatrocientos Golpes y el instintivo Cyril, eje dramático de la última película de los hermanos Dardenne, van más allá de su irresistible impulso hacia la huida sin un rumbo certero. La indiferencia hostil de la madre de Antoine así como la rectitud oportunista de su padrastro empujan al chico a una realidad exterior distorsionada en la que intenta hallar el sentido último a una vida emocionalmente vacía a partir del delito y de conductas antisociales. Como el personaje de Truffaut, Cyril se aferra en un principio al cariño de un padre ausente que lo rechaza como base de una nueva vida, para más tarde enrolarse en las filas de un persuasivo gángster de barrio con el peregrino fin de crear un cierto sentimiento de pertenencia en una dinámica de autodestrucción consciente.
Sendos muchachos persiguen el cariño que la vida les ha arrebatado en su ámbito familiar (en el caso de que existiese) de la única forma que han aprendido, a partir de gestos torpes y decisiones desafortunadas en base a una capacidad emocional inexistente. Por ello huyen, corren con furia contenida, pedalean como si la frenética actividad de sus músculos pudiese silenciar la agonía interior que los arroja a un precipicio predestinado. De hecho, en ambas películas las largas secuencias de marcha constante, como ese bello epílogo que Truffaut compuso en una simbólica playa en blanco y negro, pueblan una trama de imágenes crudas y un realismo sin concesiones; directo y despojado de discursos morales acerca de los perversos mecanismos de la sociedad burguesa. Simbolizan ese grito de desesperanza, ese aullido de auxilio que demanda un ápice de ese afecto usurpado de sus vidas.
En ese sentido, los hermanos Dardenne depuran un acertado estilo narrativo sin ambages que fluye de forma natural en una serena exposición de los hechos. Cyril es un chico que vive en un orfanato tras el abandono de su padre; incapaz de aceptar la abrumadora realidad, el chico inicia un angustioso periplo en busca de este con la única ayuda de una bicicleta, último vestigio de un amor al que se aferra de forma contumaz, y de una mujer que se entrega emocionalmente a la improbable tarea de aplacar el atormentado espíritu del muchacho. Una vez consciente del rechazo expreso del progenitor, Cyril se embarca en su personal travesía del desierto adoptando un rol de marginado que le impide ser rescatado por la bienintencionada Samantha (interpretada por Cecile de France);  al ser despreciado por su propio padre, el chico se siente incapaz de volver a confiar en alguien, se encierra en una opresiva atmósfera de pesadumbre que lo llevará a cometer un delito que lo reafirme en su papel de excluido social.
El niño de la bicicleta supone un retrato vívido y apasionante de la compleja realidad social de la que en ocasiones nos erigimos como implacables jueces sin un conocimiento cierto de la ambivalencia de los conflictos desatados en su seno. La desesperanza, la carencia de afecto o la desintegración de las estructuras familiares cultivan comportamientos antisociales en los que el resentimiento o el odio desempeñan roles trascendentales. Y todos nosotros, como ciudadanos interactuantes, portamos cierta responsabilidad en esa frágil balanza de justicia que siempre estará desequilibrada mientras pervivan las desigualdades. Lejos de legitimar conductas violentas o incluso de elaborar alegatos de civismo, la película de los Dardenne suscita la reflexión a partir de la narración sencilla de una historia que es trasladada a la gran pantalla con el comedimiento propio del cine social europeo menos doctrinario.
Sin lugar a dudas, El niño de la bicicleta supone un instrumento fundamental para alimentar el debate en una sociedad de complejidad creciente en la que es preciso afrontar la exclusión como una práctica perjudicial para la propia supervivencia de la misma. Como Antoine Doinel en la cinta de Truffaut, Cyril , al que el joven Thomas Doret dota de una verosimilitud pasmosa, huye por alguna razón; su desasosiego nace de la insatisfacción de una vida sin amor. E incluso al hallarlo, sus impulsos aprehendidos le impiden aceptarlo. Al menos, los Dardenne son benévolos con el muchacho y le ofrecen un final digno, esperanzador, cuando todo parecía indicar a un giro dramático conclusivo. Una película llena de matices y eficazmente resuelta que bien les ha valido el respaldo y admiración de la crítica europea en Cannes y los EFA. Esperemos que su recorrido se amplie internacionalmente en los próximos Oscar.

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