6,5/10
La fascinación suscitada por las novelas de Charlotte Bronte parece ser inagotable aún siglos después de su concepción. El retrato emotivo de los sentimientos femeninos en los espacios socialmente cerrados de la Inglaterra del siglo XIX, continúa enardeciendo los espíritus de lectores y lectoras de todo el mundo, herederos en cierta forma de ese arrebatado romanticismo que impregna sus páginas. De hecho, esta atracción al profundo universo literario de Brönte se ha extendido al ámbito cinematográfico, en el que tanto Cumbres Borrascosas (una nueva versión realizada por Andrea Arnold está a punto de ser estrenada) como Jane Eyre podrían encabezar una lista ficticia de novelas con mayor número de adaptaciones a la gran pantalla. Concretamente, son ya quince las versiones cinematográficas realizadas de la segunda, la última coprotagonizada por Charlotte Gainsbourg y William Hurt y dirigida por Franco Zeffirelli.
En esta ocasión, nos llega una película con la ineludible flema británica que exige la propia naturaleza de la novela pero con una heterogeneidad inédita hasta ahora. Y es que puede resultar un tanto extraño que el dúo protagonista esté compuesto por una australiana (Mia Waskowska) y un alemán (Michael Fassbender) dirigidos por un joven realizador norteamericano. Consecuencias de la globalización... No obstante, al contrario de lo que podría hacerse presagiar, ambos actores despliegan un poderoso duelo interpretativo en el que ni siquiera el peculiar acento británico resulta un obstáculo. Ahí precisamente es donde radica la fuerza y el valor de esta adaptación, en la construcción original de unos personajes recreados hasta la saciedad en anteriores películas y a los que se les confiere unos nuevos rasgos dramáticos que, de alguna forma, renuevan a los modelos literarios.
A este respecto, Mia Wasikowska logra sostener el peso dramático del film con apenas una mirada. La capacidad expresiva de esta joven actriz, auspiciada por su papel central en la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton y formada en la excelente serie de televisión En Terapia bajo la protección de Rodrigo García, alcanza unos niveles de credibilidad pasmosos y nos hace presagiar uno de los futuros más prometedores dentro de la interpretación femenina en virtud a papeles como este, donde crea a una Jane Eyre humilde, maltratada por la vida aunque aferrada a unos ideales románticos que todas sus desgracias no han conseguido borrar. Su réplica en pantalla la tiene en la imponente figura de Michael Fassbender, probablemente uno de los actores de moda gracias a películas como Malditos Bastardos o la recientemente estrenada Un método peligroso, quien compone a un Edward Rochester consistente e impulsivo que obedece a los cánones supremos del caballero decimonónico.
En esta ocasión, nos llega una película con la ineludible flema británica que exige la propia naturaleza de la novela pero con una heterogeneidad inédita hasta ahora. Y es que puede resultar un tanto extraño que el dúo protagonista esté compuesto por una australiana (Mia Waskowska) y un alemán (Michael Fassbender) dirigidos por un joven realizador norteamericano. Consecuencias de la globalización... No obstante, al contrario de lo que podría hacerse presagiar, ambos actores despliegan un poderoso duelo interpretativo en el que ni siquiera el peculiar acento británico resulta un obstáculo. Ahí precisamente es donde radica la fuerza y el valor de esta adaptación, en la construcción original de unos personajes recreados hasta la saciedad en anteriores películas y a los que se les confiere unos nuevos rasgos dramáticos que, de alguna forma, renuevan a los modelos literarios.
A este respecto, Mia Wasikowska logra sostener el peso dramático del film con apenas una mirada. La capacidad expresiva de esta joven actriz, auspiciada por su papel central en la Alicia en el País de las Maravillas de Tim Burton y formada en la excelente serie de televisión En Terapia bajo la protección de Rodrigo García, alcanza unos niveles de credibilidad pasmosos y nos hace presagiar uno de los futuros más prometedores dentro de la interpretación femenina en virtud a papeles como este, donde crea a una Jane Eyre humilde, maltratada por la vida aunque aferrada a unos ideales románticos que todas sus desgracias no han conseguido borrar. Su réplica en pantalla la tiene en la imponente figura de Michael Fassbender, probablemente uno de los actores de moda gracias a películas como Malditos Bastardos o la recientemente estrenada Un método peligroso, quien compone a un Edward Rochester consistente e impulsivo que obedece a los cánones supremos del caballero decimonónico.
Además de este interesante dúo de protagonistas, Cary Fukunaga cuenta con el inestimable privilegio de dirigir a un elenco de secundarios de considerable nivel encabezado por Judi Dench (una señora que puede hacer creíble a todo personaje al que de vida), Sally Hawkins (desde mi punto de vista, una actriz no valorada lo suficientemente) y Jamie Bell. Todos ellos se encuentran enmarcados en el ambiente gris y solitario de los vastos páramos del centro de Inglaterra, recreado, por otro lado, con una minuciosidad encomiable; que sirve de telón de fondo a la tormenta de emociones y tragedias desencadenadas a lo largo de la trama.
La nueva versión de Jane Eyre, si bien ofrece detalles dignos de elogios fundamentalmente relacionados con la osadía de Fukunaga en la elaboración de los planos y el tratamiento de las texturas, el color y la música, termina lastrada por el principal handicap de los dramas literarios de época; la dificultad de expresar en la pantalla una serie de profundas emociones que el espectador no logra captar en toda su complejidad sin la descripción detallada de los sentimientos de sus protagonistas, algo que únicamente puede proveer la novela. El resultado supone una interesante aunque incompleta aproximación al universo literario de Brönte que puede llegar a resultar un tanto aburrido, especialmente si no se está familiarizado con este tipo de obras.
La nueva versión de Jane Eyre, si bien ofrece detalles dignos de elogios fundamentalmente relacionados con la osadía de Fukunaga en la elaboración de los planos y el tratamiento de las texturas, el color y la música, termina lastrada por el principal handicap de los dramas literarios de época; la dificultad de expresar en la pantalla una serie de profundas emociones que el espectador no logra captar en toda su complejidad sin la descripción detallada de los sentimientos de sus protagonistas, algo que únicamente puede proveer la novela. El resultado supone una interesante aunque incompleta aproximación al universo literario de Brönte que puede llegar a resultar un tanto aburrido, especialmente si no se está familiarizado con este tipo de obras.
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