Las películas que versan sobre adicciones siempre se han destacado por sobrellevar sobre sus nombres los sinónimos de polémica. Billy Wilder ganó su primer Oscar al mejor director con Días Sin Huella, una magnífica cinta sobre el sufrimiento que acarrea el alcoholismo en una persona con sus intrínsecas relaciones sociales y su trabajo.
Existen varias películas llamadas canónicas sobre las diferentes adicciones a las que el ser humano se enfrenta en sus momentos de debilidad. Los expertos suelen considerar Días Sin Huella y Días de Vino y Rosas como las dos películas que demuestran el sufrimiento, la ansiedad, la congoja y la preocupación que se derivan de la adicción al alcohol.
En este caso, y con una majestuosa interpretación de Ray Milland, la película ahonda de manera brutal y cortante en la vida de un escritor que esconde por todos los rincones de su casa botellas de whisky con los que saciar sus ansias de alcohol. Contemplamos la mano maestra detrás de la cámara de Wilder en una serie de secuencias brillantes que ilustran, en conjunción con el poderoso rostro de Milland, el estado nervioso de cualquier adicto.
Las adicciones afectan a las relaciones humanas, véase si no las escenas rodadas con Jane Wyman, en las que una entregada mujer intenta vislumbrar más allá de la botella que rodea a su amado mientras él desprecia una y otra vez su compañía. Por otro lado, su trabajo. Él es escritor y, cuando se sienta delante de la máquina de escribir, siente la imperiosa necesidad de coger un vaso y llenarlo antes de redactar cualquier línea de texto.
Los esfuerzos por rescatar del pozo en el que está el personaje de Ray Milland son inútiles. Billy Wilder realiza una de sus primeras obras maestras en consonancia con su colaborador habitual, un Charles Brackett en plenitud de escritura con el que Wilder ganó el Oscar al mejor guión adaptado. Alabada por el público y la crítica durante generaciones, Días Sin Huella debería ser uno de esos tratamientos de choque para aquellas personas que poseen la temible carga de las adicciones. Alabada y premiada por igual, supuso la segunda masterpiece de Wilder tras Perdición y daría el pistoletazo de salida a una época de respeto y adoración por uno de los cineastas más prolíficos que ha dado el Séptimo Arte.
Existen varias películas llamadas canónicas sobre las diferentes adicciones a las que el ser humano se enfrenta en sus momentos de debilidad. Los expertos suelen considerar Días Sin Huella y Días de Vino y Rosas como las dos películas que demuestran el sufrimiento, la ansiedad, la congoja y la preocupación que se derivan de la adicción al alcohol.
En este caso, y con una majestuosa interpretación de Ray Milland, la película ahonda de manera brutal y cortante en la vida de un escritor que esconde por todos los rincones de su casa botellas de whisky con los que saciar sus ansias de alcohol. Contemplamos la mano maestra detrás de la cámara de Wilder en una serie de secuencias brillantes que ilustran, en conjunción con el poderoso rostro de Milland, el estado nervioso de cualquier adicto.
Las adicciones afectan a las relaciones humanas, véase si no las escenas rodadas con Jane Wyman, en las que una entregada mujer intenta vislumbrar más allá de la botella que rodea a su amado mientras él desprecia una y otra vez su compañía. Por otro lado, su trabajo. Él es escritor y, cuando se sienta delante de la máquina de escribir, siente la imperiosa necesidad de coger un vaso y llenarlo antes de redactar cualquier línea de texto.
Los esfuerzos por rescatar del pozo en el que está el personaje de Ray Milland son inútiles. Billy Wilder realiza una de sus primeras obras maestras en consonancia con su colaborador habitual, un Charles Brackett en plenitud de escritura con el que Wilder ganó el Oscar al mejor guión adaptado. Alabada por el público y la crítica durante generaciones, Días Sin Huella debería ser uno de esos tratamientos de choque para aquellas personas que poseen la temible carga de las adicciones. Alabada y premiada por igual, supuso la segunda masterpiece de Wilder tras Perdición y daría el pistoletazo de salida a una época de respeto y adoración por uno de los cineastas más prolíficos que ha dado el Séptimo Arte.
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