Billy Wilder ya ha sido suficientemente elevado en reseñas anteriores a la categoría de cineasta máximo, capaz de abordar todos los géneros con maestría y buen hacer dotando a sus películas de categorías de evaluación que difícilmente encontramos en la actualidad. En El Crepúsculo de los Dioses abandona el cine negro, el drama o la comedia para entrar en la industria donde trabaja y retratar a las “estatuas”, parafraseando el guión de la cinta, que representan las viejas glorias del ya extinto cine mudo.
El subgénero cine dentro de cine encuentra su máxima expresión en esta película, de la que beben posteriores producciones que han osado, de una manera u otra, intentar reflejar el falso hedonismo y la hipocresía con la que se nos vende el panorama hollywoodiense. Nos lanzamos en un viaje por el recuerdo con la gran Gloria Swanson en una película que bien podría servir como un biopic hecho a la medida de aquellos que triunfaron y que no supieron adaptarse a la llegada del revolucionario sistema sonoro, allá por 1928.
Swanson interpreta en la película a una estrella del cine mudo que conserva sus posesiones y riquezas, heredados de una época que le fue fructífera. Sin embargo, los nuevos aires de Hollywood la olvidaron y relegaron a planos inferiores en la escala interpretativa. Como ella, centenares de artistas quedaron en el recuerdo cuando, al articular una sola palabra, su talento se volvía incómodo. El homenaje a los viejos tiempos que realiza Billy Wilder en El Crepúsculo de los Dioses obliga a fijarse en la presencia de rostros como Buster Keaton, Erich Von Stroheim o H. B. Warner. Todos ellos son páginas de los libros de Historia del Cine, aunque de una época que destrozó vidas, carreras y emociones.
Considerada como una de las obras maestras del cine de Billy Wilder, incluye también la interpretación de un William Holden en su plenitud interpretativa. Sin embargo, reconociendo los pecados del que escribe, es un actor que permanece excesivamente impasible en sus escenas. Los golpes de guión en los que se olvida la desdichada figura de Norma Desmond resultan vacíos y casi fuera de contenido. La verdadera relación existe entre Holden y Swanson en cuanto a su condición de “necesitados del cine”. Ambos ansían poder trabajar en la industria, una interpretando y siendo dirigida por los más grandes (inolvidable el cameo de Cecil B. De Mille mientras rueda Sansón y Dalila) mientras que el otro espera que Paramount le ofrezca la oportunidad perfecta para poner en marcha sus magníficos guiones.
El análisis de la crueldad con la que Hollywood se olvidó de sus héroes es aterrador. La locura que imprime Gloria Swanson a su personaje obtiene la mayor prueba de entrega en ese momento final, cuando decide tomar una drástica decisión y, descendiendo la escalera, se da un baño de multitudes utilizando las mismas armas que la encumbraron en su mayor época. Un tiempo en el que las palabras se omitían y la fuerza del discurso gestual era lo más cardinal.
Billy Wilder supo llevar a un reparto plagado de los más enormes egos que han pasado por la gran pantalla. Y lo hizo en su plenitud como director, antes de que llegaran otras de sus obras maestras, ya había destacado en la tragedia de las adicciones, en la reinvención del cine negro y, en esta ocasión, en el cínico homenaje a la industria del cine. Porque el séptimo arte también tiene que recordar de vez en cuando sus orígenes para entender a donde va. Las revoluciones en las salas de cine acarrean consecuencias, muchas de ellas, imparables y extremadamente descontroladas. Vidas destrozadas, ilusiones rotas, tristezas infligidas. Un auténtico crepúsculo hallado en la avenida más tramoyista que existe en Los Ángeles.
El subgénero cine dentro de cine encuentra su máxima expresión en esta película, de la que beben posteriores producciones que han osado, de una manera u otra, intentar reflejar el falso hedonismo y la hipocresía con la que se nos vende el panorama hollywoodiense. Nos lanzamos en un viaje por el recuerdo con la gran Gloria Swanson en una película que bien podría servir como un biopic hecho a la medida de aquellos que triunfaron y que no supieron adaptarse a la llegada del revolucionario sistema sonoro, allá por 1928.
Swanson interpreta en la película a una estrella del cine mudo que conserva sus posesiones y riquezas, heredados de una época que le fue fructífera. Sin embargo, los nuevos aires de Hollywood la olvidaron y relegaron a planos inferiores en la escala interpretativa. Como ella, centenares de artistas quedaron en el recuerdo cuando, al articular una sola palabra, su talento se volvía incómodo. El homenaje a los viejos tiempos que realiza Billy Wilder en El Crepúsculo de los Dioses obliga a fijarse en la presencia de rostros como Buster Keaton, Erich Von Stroheim o H. B. Warner. Todos ellos son páginas de los libros de Historia del Cine, aunque de una época que destrozó vidas, carreras y emociones.
Considerada como una de las obras maestras del cine de Billy Wilder, incluye también la interpretación de un William Holden en su plenitud interpretativa. Sin embargo, reconociendo los pecados del que escribe, es un actor que permanece excesivamente impasible en sus escenas. Los golpes de guión en los que se olvida la desdichada figura de Norma Desmond resultan vacíos y casi fuera de contenido. La verdadera relación existe entre Holden y Swanson en cuanto a su condición de “necesitados del cine”. Ambos ansían poder trabajar en la industria, una interpretando y siendo dirigida por los más grandes (inolvidable el cameo de Cecil B. De Mille mientras rueda Sansón y Dalila) mientras que el otro espera que Paramount le ofrezca la oportunidad perfecta para poner en marcha sus magníficos guiones.
El análisis de la crueldad con la que Hollywood se olvidó de sus héroes es aterrador. La locura que imprime Gloria Swanson a su personaje obtiene la mayor prueba de entrega en ese momento final, cuando decide tomar una drástica decisión y, descendiendo la escalera, se da un baño de multitudes utilizando las mismas armas que la encumbraron en su mayor época. Un tiempo en el que las palabras se omitían y la fuerza del discurso gestual era lo más cardinal.
Billy Wilder supo llevar a un reparto plagado de los más enormes egos que han pasado por la gran pantalla. Y lo hizo en su plenitud como director, antes de que llegaran otras de sus obras maestras, ya había destacado en la tragedia de las adicciones, en la reinvención del cine negro y, en esta ocasión, en el cínico homenaje a la industria del cine. Porque el séptimo arte también tiene que recordar de vez en cuando sus orígenes para entender a donde va. Las revoluciones en las salas de cine acarrean consecuencias, muchas de ellas, imparables y extremadamente descontroladas. Vidas destrozadas, ilusiones rotas, tristezas infligidas. Un auténtico crepúsculo hallado en la avenida más tramoyista que existe en Los Ángeles.
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