El esperado regreso de Darren Aronofsky ha sido tan espectacular como se prometía desde que culminó Cisne negro y pasó a intrigar a medio mundo con el que sería su siguiente proyecto, una adaptación de uno de los pasajes del Génesis en el que Dios decide acabar con la humanidad y enmendar el error cometido el séptimo día de la Creación.
Noé no puede ser analizada en el primer visionado. Es imposible comprender la dimensión espiritual, narrativa y transgresora que pueda tener su polémica propuesta. Prohibida en multitud de países, sobre todo de culto islámico, la última cinta de Aronofsky cumple con su primer propósito: no dejar indiferente a nadie. El cineasta ha demostrado en toda su filmografía que es capaz de relacionar pasajes, sobre todo, del Génesis bíblico con las imágenes que estaba mostrando. Desde La fuente de la vida a El luchador, Aronofsky pretende hacer ver que la religión está más presente de lo que realmente se cree a simple vista.
Cierto es que Noé daba más miedo en un principio cuando, por las sinopsis e imágenes que iban llegando, parecía ser una continuación espiritual de La fuente de la vida, consabido fracaso que casi tumba a una major y al propio cineasta. Sin embargo, Aronofsky pretende ir más allá de lo que osó traspasar en aquella cinta y nos proporciona un ejercicio técnico consolidado y narrativamente ambiguo pese a estar basado en las, de por sí ambiguas, Sagradas Escrituras.
¿Es realmente Noé el salvador del mundo o uno de los mayores villanos de la Cristiandad? En este texto no se entra a juzgar la posible historicidad o no de los acontecimientos narrados y la relación que esta parábola bíblica pueda tener con algún hecho ocurrido miles, millones de años atrás. Darren Aronofsky deja abiertas numerosas cuestiones relacionadas con el propio credo católico, incluso llega a plantear un Dios violento, castigador y justiciero, idea que transmite el Antiguo Testamento pero que la Iglesia omite en favor de un Creador bondadoso, misericordioso y lleno de perdón.
Noé como obra fílmica puede considerarse como la peor película que Aronofsky ha podido hacer o como la mejor y más completa demostración de sus intereses espirituales, creencias subjetivas que hacen al hombre como ser humano, indefenso y sumiso a un poder etéreo, divino e invisible. Aquí es donde aparece Ray Winstone, en su imponente papel de “villano”, descendiente de la venenosa estirpe de Caín, cabeza visible de todos los “hombres” sean inocentes o culpables de todo mal. En él se refugia un guión que plantea la maldad innata que posee todo ser humano que no merece ser salvado de la catástrofe definitiva. El mundo se ha convertido en un lugar gris, lúgubre, lleno de muerte.
Darren Aronofsky prescinde de muchos de los elementos que le caracterizan como cineasta pero nos regala auténticos minutos que valen un oro de pureza extrema. El montaje realizado para narrar los primeros versos de la Creación, recogidos en el Génesis, es el instante mejor planteado de la película. El resto navega entre El señor de los anillos y la mejor de las películas de Cecil B. DeMille con efectos especiales en demasía. Para el recuerdo quedan esos ángeles destronados, convertidos en grandes monstruos de piedra y que evocan un cruce entre Bárbol y cualquier criatura creada por el maestro Ray Harrihausen.
Aronofsky se convierte en un exagerado. Aún más de lo que fue en La fuente de la vida, su mayor batacazo hasta la fecha. Sin embargo, y para hacer honor a la verdad, la profundidad psicológica, la barrera espiritual y las interpretaciones que hace el cineasta del texto bíblico merecen ser estudiadas en algo más que una crítica semanal. El hecho de que nos planteemos si realmente Dios es el villano más omnipresente jamás concebido, si mata a sus propias criaturas por, simplemente, haberse equivocado al crearlos y por qué obliga a realizar unos sacrificios en pos de la divinidad y la humanidad que carecen precisamente de divinidad y humanidad.
Noé es mucho más que una película. Noé es una declaración de intenciones de un cineasta arriesgado como pocos que transmite más de lo que realmente aparenta. Jugando con conceptos tan espirituales como el deseo, la codicia, la maldad, la bondad, la redención y la fisicidad de la muerte, Darren Aronofsky crea su particular Torre de Babel. Noé es una obra que perdurará no como un éxito sino como una total y libérrima experiencia.
Noé no puede ser analizada en el primer visionado. Es imposible comprender la dimensión espiritual, narrativa y transgresora que pueda tener su polémica propuesta. Prohibida en multitud de países, sobre todo de culto islámico, la última cinta de Aronofsky cumple con su primer propósito: no dejar indiferente a nadie. El cineasta ha demostrado en toda su filmografía que es capaz de relacionar pasajes, sobre todo, del Génesis bíblico con las imágenes que estaba mostrando. Desde La fuente de la vida a El luchador, Aronofsky pretende hacer ver que la religión está más presente de lo que realmente se cree a simple vista.
Cierto es que Noé daba más miedo en un principio cuando, por las sinopsis e imágenes que iban llegando, parecía ser una continuación espiritual de La fuente de la vida, consabido fracaso que casi tumba a una major y al propio cineasta. Sin embargo, Aronofsky pretende ir más allá de lo que osó traspasar en aquella cinta y nos proporciona un ejercicio técnico consolidado y narrativamente ambiguo pese a estar basado en las, de por sí ambiguas, Sagradas Escrituras.
¿Es realmente Noé el salvador del mundo o uno de los mayores villanos de la Cristiandad? En este texto no se entra a juzgar la posible historicidad o no de los acontecimientos narrados y la relación que esta parábola bíblica pueda tener con algún hecho ocurrido miles, millones de años atrás. Darren Aronofsky deja abiertas numerosas cuestiones relacionadas con el propio credo católico, incluso llega a plantear un Dios violento, castigador y justiciero, idea que transmite el Antiguo Testamento pero que la Iglesia omite en favor de un Creador bondadoso, misericordioso y lleno de perdón.
Noé como obra fílmica puede considerarse como la peor película que Aronofsky ha podido hacer o como la mejor y más completa demostración de sus intereses espirituales, creencias subjetivas que hacen al hombre como ser humano, indefenso y sumiso a un poder etéreo, divino e invisible. Aquí es donde aparece Ray Winstone, en su imponente papel de “villano”, descendiente de la venenosa estirpe de Caín, cabeza visible de todos los “hombres” sean inocentes o culpables de todo mal. En él se refugia un guión que plantea la maldad innata que posee todo ser humano que no merece ser salvado de la catástrofe definitiva. El mundo se ha convertido en un lugar gris, lúgubre, lleno de muerte.
Darren Aronofsky prescinde de muchos de los elementos que le caracterizan como cineasta pero nos regala auténticos minutos que valen un oro de pureza extrema. El montaje realizado para narrar los primeros versos de la Creación, recogidos en el Génesis, es el instante mejor planteado de la película. El resto navega entre El señor de los anillos y la mejor de las películas de Cecil B. DeMille con efectos especiales en demasía. Para el recuerdo quedan esos ángeles destronados, convertidos en grandes monstruos de piedra y que evocan un cruce entre Bárbol y cualquier criatura creada por el maestro Ray Harrihausen.
Aronofsky se convierte en un exagerado. Aún más de lo que fue en La fuente de la vida, su mayor batacazo hasta la fecha. Sin embargo, y para hacer honor a la verdad, la profundidad psicológica, la barrera espiritual y las interpretaciones que hace el cineasta del texto bíblico merecen ser estudiadas en algo más que una crítica semanal. El hecho de que nos planteemos si realmente Dios es el villano más omnipresente jamás concebido, si mata a sus propias criaturas por, simplemente, haberse equivocado al crearlos y por qué obliga a realizar unos sacrificios en pos de la divinidad y la humanidad que carecen precisamente de divinidad y humanidad.
Noé es mucho más que una película. Noé es una declaración de intenciones de un cineasta arriesgado como pocos que transmite más de lo que realmente aparenta. Jugando con conceptos tan espirituales como el deseo, la codicia, la maldad, la bondad, la redención y la fisicidad de la muerte, Darren Aronofsky crea su particular Torre de Babel. Noé es una obra que perdurará no como un éxito sino como una total y libérrima experiencia.
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