Christophe Gans abandona la oscuridad y la neblina mortecina de sus últimos trabajos y se introduce de lleno en una auto-invención de la paleta cromática hasta límites insoslayables en su adaptación de La bella y la bestia, el popular cuento europeo. Hay dos referentes máximos que tenemos en mente a la hora de leer esta nueva incursión de Gans en la gran pantalla. Es inevitable acordarse de Jean Cocteau y de Disney. Las comparaciones, pese a las expectativas y para no faltar a la costumbre, son odiosas.
Sin embargo, y pese a un arranque muy interesante y positivo que nos ayuda a encontrar la versión más generalizada del cuento, la que escribió Jean-Marie de Beaumont y que ha sido la llevada al cine en mayor número de ocasiones, nos encontramos con una oda a lo hortera, al colorido sin ton ni son. En medio de este jardín, hallamos a Léa Seydoux y Vincent Cassel, dos actores de lo más destacado de su generación, intentando salvar el barco del hundimiento más certero.
Pese a los esfuerzos de los protagonistas, incluso del español Eduardo Noriega, la película empieza a hacer aguas una vez que la Bestia hace su sonada (y sonora) irrupción. Si el comienzo era interesante y planteaba de manera correcta lo que sucedía en aquel cuento, nos vamos removiendo en el asiento intentando hallar soluciones a lo que se intenta vislumbrar al otro lado de la gran pantalla.
Hay secuencias loables pero errores de lectura básicos. El montaje nos lleva de manera lineal hasta un presente en el que se funden las imágenes del pasado con el presente para explicar el origen de la maldición del príncipe. Pero todo está tan recargadísimo que al espectador no le queda tiempo ni para utilizar la imaginación. Christophe Gans se atreve a fantasear sobre lo fantasioso creando un considerable mareo de luces, colores y sonido.
A lo largo de la trama, entendemos también el porqué, aparecen unos personajillos que evocan un siniestro cruce entre los minions y los ewoks. Los perros de aquel príncipe, debido a la horrible maldición, han sido convertidos en unos bichitos con los que Seydoux tendrá poco para interactuar. Secuencias que rozan el ridículo invaden una producción que podría haber recuperado el precioso cuento del que ha hecho gala la infancia y el cine europeo a través de sus versiones más reconocidas. La bella y la bestia se deja ver. No responde a los planteamientos iniciales del espectador pero se obtiene la sensación de, por lo menos, no haber caído en un aburrimiento in extremis y haber sucumbido a la lira de Orfeo.
Sin embargo, y pese a un arranque muy interesante y positivo que nos ayuda a encontrar la versión más generalizada del cuento, la que escribió Jean-Marie de Beaumont y que ha sido la llevada al cine en mayor número de ocasiones, nos encontramos con una oda a lo hortera, al colorido sin ton ni son. En medio de este jardín, hallamos a Léa Seydoux y Vincent Cassel, dos actores de lo más destacado de su generación, intentando salvar el barco del hundimiento más certero.
Pese a los esfuerzos de los protagonistas, incluso del español Eduardo Noriega, la película empieza a hacer aguas una vez que la Bestia hace su sonada (y sonora) irrupción. Si el comienzo era interesante y planteaba de manera correcta lo que sucedía en aquel cuento, nos vamos removiendo en el asiento intentando hallar soluciones a lo que se intenta vislumbrar al otro lado de la gran pantalla.
Hay secuencias loables pero errores de lectura básicos. El montaje nos lleva de manera lineal hasta un presente en el que se funden las imágenes del pasado con el presente para explicar el origen de la maldición del príncipe. Pero todo está tan recargadísimo que al espectador no le queda tiempo ni para utilizar la imaginación. Christophe Gans se atreve a fantasear sobre lo fantasioso creando un considerable mareo de luces, colores y sonido.
A lo largo de la trama, entendemos también el porqué, aparecen unos personajillos que evocan un siniestro cruce entre los minions y los ewoks. Los perros de aquel príncipe, debido a la horrible maldición, han sido convertidos en unos bichitos con los que Seydoux tendrá poco para interactuar. Secuencias que rozan el ridículo invaden una producción que podría haber recuperado el precioso cuento del que ha hecho gala la infancia y el cine europeo a través de sus versiones más reconocidas. La bella y la bestia se deja ver. No responde a los planteamientos iniciales del espectador pero se obtiene la sensación de, por lo menos, no haber caído en un aburrimiento in extremis y haber sucumbido a la lira de Orfeo.
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