[Crítica] El Gran Hotel Budapest

Veni, vidi, vici. Wes Anderson llegó, vio y conquistó. Finalmente con su última obra, El Gran Hotel Budapest, el director más extraño y peculiar de nuestros días ha culminado el proceso de germinación de su semilla cinematográfica. Con un reparto de ensueño, el cineasta completa una maravilla técnica y narrativa que bebe de los textos del hoy olvidado literato austriaco Stefan Zweig.
Impecable en su realización, inmejorable en su cuadro artístico, The Grand Budapest Hotel funciona como una pieza de relojería fuertemente engrasada en la que todas las piezas se complementan hasta crear una obra de orfebrería casi perfecta. El octavo largometraje de Wes Anderson también es una pieza de madurez artística en la que el cineasta expone sus mayores influencias y las combina con el fin de lograr su mejor trabajo hasta la fecha.
Por El Gran Hotel Budapest se alojan, aparte de Zweig, una traslación técnica al arte que desarrolló Stanley Kubrick de rodar en interiores (más en un hotel, como es el caso) a través de unos travellings que sirven como tour de force para el espectador a la hora de seguir a la legión de caracteres que aparecen en la película. Hay zooms, rápidos, también a la manera Kubrick en aquel Hotel Overlook que aquí emerge en el ambiente. Otro nombre propio al que Anderson homenajea de forma impecable, esperemos que intencionadamente, es al Alfred Hitchcock de Alarma en el expreso y Cortina rasgada. Jeff Goldblum y Willem Dafoe sostienen una perfectamente ejecutada secuencia en un museo en que el suspense a través de unos simples zapatos cobra vida (con motocicleta negra incluida) a la manera de Paul Newman y Wolfgang Kieling.
Hablar de The Grand Budapest Hotel es hablar también de su alma máter. Es la primera vez que Wes Anderson decide otorgarle el papel protagonista a un actor que nunca había trabajado con él anteriormente. Gene Hackman ya lo hizo en Los Tenenbaums pero en esta ocasión, con el universo imaginativo del cineasta ya formado, al que menos se podía imaginar liderando la tropa era al magnánimo Ralph Fiennes. Su trabajo es uno de los asuntos propios de la película. Su particular dicción, su amaneramiento pedante, su comportamiento inmoral pero lícito en todas las situaciones, su rostro impertérrito ante el peligro. Fiennes simplifica de manera sobresaliente la complejidad de llevar a cabo un guión tan profundamente enrevesado. He aquí el verdadero mérito de un profesional sin posibilidad de símil. El debutante en cine Tony Revolori se mantiene perfecto en todo el metraje aún a sabiendas de que tiene enfrente al monstruo de Ralph Fiennes y es la réplica en juventud de F. Murray Abraham, trabajo nada fácil.
Cada uno de los llaveros del póster de The Grand Budapest Hotel representa a un intérprete diferente. Los hay que salen apenas unos minutos, los hay que llevan un peso considerable dentro de una trama cuyo mayor valor es adentrarse por géneros como la comedia slapstick, el suspense, el romance o, incluso, toques de acción y violencia con dos rostros de excepción: Willem Dafoe y Adrien Brody.
La película posee un fuerte trabajo de dirección artística, fotografía y atrezzo, todo ello complementado con la banda sonora de otro nombre propio: Alexandre Desplat . La acción transcurre a través de una serie de maquetas que sirven de localizaciones para esta representación lograda de los alrededores de tan maquinadas fechorías. Teleféricos, fachadas, cabinas telefónicas, trenes o monasterios. Todo comprende un universo fascinante a descubrir una y otra vez a través de la mirada de quien, ya de manera definitiva y sin lugar a dudas, se ha convertido en uno de los mejores creadores cinematográficos de los últimos años.

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