Hay actores con los que rápidamente uno siente una cierta empatía al verlos en la gran pantalla. Es el caso de una de nuestras mayores glorias, en este nuestro cine patrio, un Juan Diego encumbrado desde hace años a lo más alto del talento y respeto de una profesión, industria y público. Recién galardonado en el pasado Festival de Málaga con la Biznaga al Mejor Actor, el intérprete sevillano llega a la cartelera con Anochece en la India, una road-movie con ecos a León de Aranoa y a un cine de autodescubrimiento muy de moda.
Estos viajes hacia alguna parte comienzan en el momento en que el protagonista decide replantearse su vida y adquirir habilidades que antes no poseía. En plenas facultades, el personaje de Juan Diego decide embarcarse en una aventura que lo llevará, por tierra, hasta la India con un único objetivo: descansar en paz para siempre. Ricardo se ha cansado de vivir, se encuentra enfermo y postrado en una silla de ruedas para el resto de sus días. Su historia se narra con absoluto pesimismo. No hay lugar para la esperanza, sí para las cosas claras.
Chema Rodríguez, su director y guionista, nos embarca en la historia de Ricardo con un comienzo que invita a seguir una trama desde el principio sabidamente negativa. Desde la sublime secuencia que componen los diferentes planos de la entrevista para el puesto de auxiliar y enfermero hasta la presentación de un personaje principal que compone la quintaesencia del hombre cabreado. Para eso, Juan Diego es perfecto. Los improperios nunca han sonado tan correctamente como los pronunciados por un actor de marcado carácter.
Este viaje en busca de un destino fatal se realiza en compañía de una mujer, rumana, de unos cuarenta años, que dejó su país natal por no hallar la suficiente valentía para enfrentarse a una situación familiar muy delicada y que encuentra en su camino a un Ricardo necesitado de empuje físico pero no mental. La relación entre ambos adquiere una significación muy teatral, asistimos con el avance del metraje a una reiteración de elementos que nos hacen alejarnos de lo que se pretende contar. Sin embargo, el cuidado con que estas dos personas se tratan (y maltratan) es una cuestión a tener en cuenta para evaluar este duelo interpretativo entre Juan Diego y Clara Voda.
Durante toda la película se mantiene la transmisión de un espíritu de finalización, de término, de conclusión que enriquece la narración y la deshace de todo convencionalismo. Se reivindica el derecho a disponer de la propia vida más allá de los límites divinos o espirituales que la tradición nos ha impuesto. Sin embargo, la última frase que se pronuncia en la película es la arena que necesitaba tanta cal. Una idea que permanece mientras todo lo que hemos visto anteriormente afirmaba lo que el mundo quiere negar. La vida sigue su curso y en ese viaje, inevitablemente, hay que encontrarse con la muerte.
Estos viajes hacia alguna parte comienzan en el momento en que el protagonista decide replantearse su vida y adquirir habilidades que antes no poseía. En plenas facultades, el personaje de Juan Diego decide embarcarse en una aventura que lo llevará, por tierra, hasta la India con un único objetivo: descansar en paz para siempre. Ricardo se ha cansado de vivir, se encuentra enfermo y postrado en una silla de ruedas para el resto de sus días. Su historia se narra con absoluto pesimismo. No hay lugar para la esperanza, sí para las cosas claras.
Chema Rodríguez, su director y guionista, nos embarca en la historia de Ricardo con un comienzo que invita a seguir una trama desde el principio sabidamente negativa. Desde la sublime secuencia que componen los diferentes planos de la entrevista para el puesto de auxiliar y enfermero hasta la presentación de un personaje principal que compone la quintaesencia del hombre cabreado. Para eso, Juan Diego es perfecto. Los improperios nunca han sonado tan correctamente como los pronunciados por un actor de marcado carácter.
Este viaje en busca de un destino fatal se realiza en compañía de una mujer, rumana, de unos cuarenta años, que dejó su país natal por no hallar la suficiente valentía para enfrentarse a una situación familiar muy delicada y que encuentra en su camino a un Ricardo necesitado de empuje físico pero no mental. La relación entre ambos adquiere una significación muy teatral, asistimos con el avance del metraje a una reiteración de elementos que nos hacen alejarnos de lo que se pretende contar. Sin embargo, el cuidado con que estas dos personas se tratan (y maltratan) es una cuestión a tener en cuenta para evaluar este duelo interpretativo entre Juan Diego y Clara Voda.
Durante toda la película se mantiene la transmisión de un espíritu de finalización, de término, de conclusión que enriquece la narración y la deshace de todo convencionalismo. Se reivindica el derecho a disponer de la propia vida más allá de los límites divinos o espirituales que la tradición nos ha impuesto. Sin embargo, la última frase que se pronuncia en la película es la arena que necesitaba tanta cal. Una idea que permanece mientras todo lo que hemos visto anteriormente afirmaba lo que el mundo quiere negar. La vida sigue su curso y en ese viaje, inevitablemente, hay que encontrarse con la muerte.
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