Crítica The Turin Horse; Magistral agónica desesperación

5/10

A partir de una premisa más que interesante sobre una anécdota que sucedió en los últimos años de vida del filósofo Friedrich Nietzsche, el cineasta húngaro Béla Tarr se agarra a su propio estilo para conjugar los elementos de su cine en un experimento tan tedioso como magistral. Tarr demuestra como crear tensión e interés en el espectador consecuente con la película que ha escogido para ver. Indudablemente, El Caballo de Turín no es una película para todos los públicos. Absténganse amantes del cine comercial, de acción, de intriga o de comedia. The Turin Horse no es ni tan siquiera un drama sino una dramatización de la soledad y la angustia del ser humano. Ese prólogo del que hablábamos realza una anécdota muy curiosa que nos narraba como Nietzsche se abrazó al cuello de un caballo que estaba siendo maltratado por su amo. A partir de ese momento, el filósofo alemán vivió recluido sin escribir ni una sola línea más de su pensamiento y al cuidado de su familia.
De repente, cuando esa voz en off que nos cuenta esta mágica historia se apaga, vemos un plano secuencia en el que seguimos a un caballo y su dueño, subido en un carro. La escena, con una banda sonora hipnótica y absorbente, sugiere que estamos ante una obra desigual, distinta y que asistiremos a la narración de que sucedió entre el autor del concepto de “superhombre” y aquel equino maltratado.
Pero nos encontramos en la más pura y absoluta soledad. La película, rodada en blanco y negro, es desasosegante por momentos. Contando los planos que posee la película, las cuentas se nos redondean en la cantidad de treinta. Tres decenas de planos es solamente lo que utiliza Béla Tarr para contar su impresión sobre la soledad, la muerte y el inevitable destino del ser humano. El Caballo de Turín tiene una duración total de 148 minutos, los cuales se hacen tremendamente tediosos y cansados si no poseemos la mente abierta y si no conocemos algunos detalles sobre la realización de una película tan magistral como desesperante. 
Béla Tarr no conoce el término “ritmo” a la hora de rodar. Su obsesión por recrearse en la situación del espectador en el plano le lleva a filmar una sola secuencia en unos diez, quince o hasta veinte minutos. Los planos secuencia que nos encontramos a lo largo del metraje son tan bellos como exasperantes. Proporcionan la continuidad y el realismo a la imagen que la ausencia de guión provoca. Hasta pasada casi media hora de la acción no habla absolutamente nadie. Hay desesperación entre los dos protagonistas ante el devenir de su destino como en el espectador por conocer qué es lo que sucede realmente ante sus ojos,
Sin embargo, a medida que van transcurriendo los minutos, el espectador más impaciente comenzará a sentir la ferviente necesidad de que le expliquen aquel esquema lógico de la narración que se convierte, viendo The Turin Horse, en algo mágico. Un planteamiento, un nudo y un desenlace que parecen no llegar jamás y que no justifican el exceso de imagen y la ausencia de narración, diálogo o palabras que constituyan una verdadera relación con el espectador. La película es apta para espectadores que gocen con ejercicios de estilo que les hagan sufrir como personas y como seres humanos. El cine, de vez en cuando, posee la lírica capacidad de hacer pensar sobre aquello que consideramos esencial y jamás nos paramos a cuestionar.

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