[Crítica] Cuando todo está perdido

Robert Redford sorprende a propios y extraños demostrando una fuerte capacidad mental y física en Cuando todo está perdido, la segunda película de J. C. Chandor tras la interesante Margin Call. En esta aventura, a lo largo y ancho del océano, asistimos a una total experiencia en la que el hombre se encuentra con sus miedos, con Dios y su propio destino.
No hay un sólo diálogo en toda la película. Todo pasa a través del tranquilizador rostro de un protagonista entregado por completo a su aventura. Somos testigos de un viaje hacia un final que se torna calculado y predestinado desde el primer momento. Chandor apuesta por dejar al hombre sólo ante los elementos, ante las circunstancias de un viaje consigo mismo a través de la nada en el que tendrá que poner a prueba su pericia, su experiencia y sus intenciones de seguir con vida.
Al término del film cuesta imaginar a otro actor que no sea Robert Redford interpretando a esta suerte de Jeremiah Johnson vagando en solitario por el ancho mar. Es curioso como sólo pronuncia dos palabras, perfectamente clarividentes, a lo largo de la película que, para muchos, responde a los verdaderos designios de una película que abandona al hombre a las manos de un ser superior (o de sí mismo, según se mire) en quien se deposita el destino de este ser humano. Redford encarna a todo hombre en la encrucijada de la vida, en la que debe elegir cuáles son las decisiones correctas a riesgo de equivocarse y dar al traste con todo. Dispone de todo cuanto podría tener en tan duros momentos, para izarse contra su destino o culminar su obra de fatal manera.
Chandor, aunque consciente de que hace un trabajo interesante en su factura técnica, no puede evitar caer en el sentimentalismo ocasional americano. Efectos de sonido discordantes en ciertos momentos con la intención de la cinta, una banda sonora escasa (aunque debió ser absolutamente nula) y ciertos momentos que invitan a la más incómoda risa. No obstante, la papeleta la resuelve con una ferviente fe en sí mismo un Robert Redford al que se le notan los años pero que sigue conservando parte del talento que un día le llevó a ser uno de los actores de referencia en el Hollywood clásico. Su aura permanece intacta y la elección de este proyecto, aunque arriesgada por su edad (roza los 80 años), es más que acertada por mucho que las nominaciones a los premios gordos de la temporada le hayan obviado de mala manera.
El actor rubio es quien, de todas las formas posibles, consigue mantener a salvo una producción que, en manos de otro intérprete podría haberse convertido en un símil a cualquiera de los productos que Wolfgang Petersen realizó en su carrera más que en una experiencia casi de cine mudo. Sin embargo, y a riesgo de ser comparada con películas como Gravity por su culto al existencialismo, es toda una fuente de inspiración para todo ser solitario. Y es que, como dijo Friedrich Nietzsche, “la valía de un hombre se mide por la cuantía de soledad que le es posible soportar.”

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