4/10
Comienzo esta crítica lamentado profundamente el resultado final de esta pseudo continuación de la ya mítica trilogía de los bucaneros comandados por ese gran y ampliamente versátil intérprete llamado Johnny Depp. Son numerosos, millones, los fans de los amaneramientos de Jack Sparrow, quizá sea por eso que son los que más rápido le encuentran una disculpa o, por lo menos, una explicación a tamaña tomadura de pelo a la que fui sometido el otro día en alguna sala de un cine de cuyo nombre no quiero acordarme por diversos motivos.
Alejada queda aquella época en la que Sparrow enamoró por primera vez a toda esa legión de admiradores que consideran a Johnny Depp como el alma mater de la película. Efectivamente lo es. Pero he de reiterar mi objeción a una interpretación que rozaba los límites de la sobreactuación en la primera entrega, allá por La Perla Negra y que se ha transformado en una sobrecarga para el actor. En la cuarta entrega de Piratas del Caribe, Depp se echa él solito todo el peso de un metraje que no le hace justicia alguna. Escenas irrisorias, de enésima duración, luchas y peleas sin sentido alguno. Todo por el hecho de no perder el dichoso sentido del espectáculo.
Bien es sabido que al director de esta cuarta película, Rob Marshall, le encanta hacer un espectáculo de todas sus películas. Lo intentó con Memorias de una Geisha, casi lo consigue con Nine y lo bordó con Chicago, un Oscar que perdió a favor del gran Roman Polanski por su El Pianista. Sin embargo, la marcha de tres de los pesos pesados de la anterior saga ha hecho que esta cuarta entrega sea tan irregular como innecesaria. Por si fuera poco, he conseguido echar de menos a una actriz a la que mis ojos no pueden más que esquivar, Keira Knighley. Pero eso no es todo. Orlando Bloom se ha convertido en, permítame la referencia a Terenci Moix, uno de mis inmortales del cine. Jamás pensé que dos actores que ni me van ni me vienen fueran a tener tanto peso en la trama de hasta tres películas. Y para más inri, uno de mis villanos favoritos, Davy Jones, tampoco aparece en esta cuarta entrega.
Si a eso le sumamos la aparición de una Penélope Cruz más perdida que la Perla Negra en una pecera y al desaprovechamiento de dos actores secundarios de la talla, experiencia y porte como Ian McShane y Geoffrey Rush, apaga y vámonos. Ambos se marcan buenas escenas en sus respectivos papeles pero al carecer la película de guión alguno, resultan de lo más intrascendentes. Sin embargo, en 137 minutos de película, aparecen en muy contadas ocasiones y siempre de una manera incidental. No invitan al espectador a identificarse con ellos. Barbosa ya no es el de antes y Barbanegra abusa de su propia leyenda. Y de la Cruz, mejor ni hablemos.
Gracias a esta película, mi opinión sobre la exacerbada interpretación de Johnny Depp ha cambiado radicalmente. Era uno de mis puntos flacos a la hora de ver la saga por enésima vez. No me gustaban los gestos de Depp, me ponían nervioso y me recordaban al mejor Jim Carrey. Pero ver esta cuarta entrega ha colmado un vaso que jamás pensé que fuera a llenarse. Ahora miro a Jack Sparrow como un auténtico personaje que ya está en los libros de la Historia del Cine. En taquilla reventará, ya lo está haciendo. Pero las sensaciones y el sabor de boca que esta película dejan en el espectador están bastante alejadas de las ya inmortales aventuras dirigidas por Gore Verbinski.
Sin embargo, uno de los flacos favores que hay que hacerle a esta película es la absorbente banda sonora. Nacida de la mente de Klaus Badelt, el encargado de orquestar y ponerle el aura de la eternidad ha sido el gran Hans Zimmer. El resultado salta a la vista y el espectador con concentración auditiva podrá disfrutar de una partitura, cuanto menos, genial.
Mención aparte merecen los efectos especiales. El abuso de los mismos nunca ha sido bueno. Y en esta ocasión estamos ante un despliegue provocado por la empresa de George Lucas, Industrial Light & Magic, que sobresale por las eternas dos horas y cuarto de duración del metraje.
Me da mucha pena ponerle una puntuación tan baja a las buenas intenciones de hacer una secuela o una decente película de aventuras. Pero la tomadura de pelo se paga. Y si podemos evitar que se haga la quinta y alargar una agonía sacando tramas de donde no las haya, valga esta reseña para intentar ponerle un poco de cordura al asunto.
Alejada queda aquella época en la que Sparrow enamoró por primera vez a toda esa legión de admiradores que consideran a Johnny Depp como el alma mater de la película. Efectivamente lo es. Pero he de reiterar mi objeción a una interpretación que rozaba los límites de la sobreactuación en la primera entrega, allá por La Perla Negra y que se ha transformado en una sobrecarga para el actor. En la cuarta entrega de Piratas del Caribe, Depp se echa él solito todo el peso de un metraje que no le hace justicia alguna. Escenas irrisorias, de enésima duración, luchas y peleas sin sentido alguno. Todo por el hecho de no perder el dichoso sentido del espectáculo.
Bien es sabido que al director de esta cuarta película, Rob Marshall, le encanta hacer un espectáculo de todas sus películas. Lo intentó con Memorias de una Geisha, casi lo consigue con Nine y lo bordó con Chicago, un Oscar que perdió a favor del gran Roman Polanski por su El Pianista. Sin embargo, la marcha de tres de los pesos pesados de la anterior saga ha hecho que esta cuarta entrega sea tan irregular como innecesaria. Por si fuera poco, he conseguido echar de menos a una actriz a la que mis ojos no pueden más que esquivar, Keira Knighley. Pero eso no es todo. Orlando Bloom se ha convertido en, permítame la referencia a Terenci Moix, uno de mis inmortales del cine. Jamás pensé que dos actores que ni me van ni me vienen fueran a tener tanto peso en la trama de hasta tres películas. Y para más inri, uno de mis villanos favoritos, Davy Jones, tampoco aparece en esta cuarta entrega.
Si a eso le sumamos la aparición de una Penélope Cruz más perdida que la Perla Negra en una pecera y al desaprovechamiento de dos actores secundarios de la talla, experiencia y porte como Ian McShane y Geoffrey Rush, apaga y vámonos. Ambos se marcan buenas escenas en sus respectivos papeles pero al carecer la película de guión alguno, resultan de lo más intrascendentes. Sin embargo, en 137 minutos de película, aparecen en muy contadas ocasiones y siempre de una manera incidental. No invitan al espectador a identificarse con ellos. Barbosa ya no es el de antes y Barbanegra abusa de su propia leyenda. Y de la Cruz, mejor ni hablemos.
Gracias a esta película, mi opinión sobre la exacerbada interpretación de Johnny Depp ha cambiado radicalmente. Era uno de mis puntos flacos a la hora de ver la saga por enésima vez. No me gustaban los gestos de Depp, me ponían nervioso y me recordaban al mejor Jim Carrey. Pero ver esta cuarta entrega ha colmado un vaso que jamás pensé que fuera a llenarse. Ahora miro a Jack Sparrow como un auténtico personaje que ya está en los libros de la Historia del Cine. En taquilla reventará, ya lo está haciendo. Pero las sensaciones y el sabor de boca que esta película dejan en el espectador están bastante alejadas de las ya inmortales aventuras dirigidas por Gore Verbinski.
Sin embargo, uno de los flacos favores que hay que hacerle a esta película es la absorbente banda sonora. Nacida de la mente de Klaus Badelt, el encargado de orquestar y ponerle el aura de la eternidad ha sido el gran Hans Zimmer. El resultado salta a la vista y el espectador con concentración auditiva podrá disfrutar de una partitura, cuanto menos, genial.
Mención aparte merecen los efectos especiales. El abuso de los mismos nunca ha sido bueno. Y en esta ocasión estamos ante un despliegue provocado por la empresa de George Lucas, Industrial Light & Magic, que sobresale por las eternas dos horas y cuarto de duración del metraje.
Me da mucha pena ponerle una puntuación tan baja a las buenas intenciones de hacer una secuela o una decente película de aventuras. Pero la tomadura de pelo se paga. Y si podemos evitar que se haga la quinta y alargar una agonía sacando tramas de donde no las haya, valga esta reseña para intentar ponerle un poco de cordura al asunto.
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