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[Crítica] El gran cuaderno

De nuevo una historia ambientada, aunque esta vez de manera transversal, en la Segunda Guerra Mundial nos lleva hasta la Hungría profunda. Un entorno rural donde dos jóvenes tendrán que procurar discernir que diferencia existe entre el bien y el mal cuando todo parece derrumbarse a cada paso que dan. Es El gran cuaderno, una de las películas a estreno en este miércoles previo a un puente de cine muy sugerente.
Aunque la propuesta parece interesante en los primeros minutos, la película se va diluyendo de manera notable a medida que avanza el metraje. Hay pocos personajes que, al llegar casi a la hora de película, interesen como para seguir indiscutiblemente pendiente de sus acciones. Uno de ellos, quizás el único, es el de Piroska Molnar, la abuela de los dos jóvenes protagonistas y autora del papel más dramático, comprometido y desolador de toda la historia.
Si algo pueden interesar los dos protagonistas es en su rostro imperturbable de perdonavidas, al más puro estilo Andolini en casi un homenaje no pretendido al cine de gángsters. Pese a su grato comienzo, en el que vemos la bondad que se respira en una familia al borde de la destrucción total, El gran cuaderno acaba por desdibujar las líneas que tan bien trazó en su comienzo degenerando en una historia de venganzas personales, maldad con una emotividad casi nula al llegar a la recta final de tan desdichadas vidas.
Se echa de menos mayor implicación emocional para con el espectador, una mayor presteza a la hora de expresar los sentimientos encontrados entre los dos hermanos y la naturaleza bélica de su contexto histórico. Quedan más al descubierto los trazos de maldad que los posibles eventos de optimismo. No hay lugar al recuerdo ni a la melancolía, solo a la venganza y la desazón.

[Crítica] El viento se levanta

La belleza en el cine suele asociarse, para los que tenemos la animación en ciertos altares de nuestra cinefilia, a todo lo que llega fuera del mercado comercial occidental al que Disney, DreamWorks o Fox nos tienen acostumbrado. Legiones de seguidores son ya los que se suman a la magia transmitida por cada imagen que nace de la gran pantalla contemplando lo que se sucede a ese ya espiritual cartel que da paso a una nueva aventura del Studio Ghibli.
Su cabeza pensante, y autor de las más grandes obras de la animación, Hayao Miyazaki decide colgar la cámara y optar por el retiro tras treinta años en la cresta de la ola, ganándose con méritos sucesivos un lugar de oro en las grandes letras de un mundo tan competitivo y complejo como es la animación cinematográfica. 
Y Miyazaki decide dejar de hacer cine con El viento se levanta, una aproximación histórica a unos hechos que se suceden en los albores de la Segunda Guerra Mundial. 
Retazos de una autobiografía en tan hermosa película se mezclan con elementos narrativos propios del lenguaje cinematográfico, una portentosa historia nacida de la pluma de un creador (englobando todas las artes de la cinematografía) único e irrepetible. Es seguro que estamos ante una obra que engloba una época, la posterior a la Primera Guerra Mundial, lejos de la Europa devastada y en la que un joven cumple su sueño de crear aviones y hacer que el hombre vuele, gran objetivo de media humanidad.
El terremoto de Kantô sirve casi como inicio a una madurez del protagonista en la que se yuxtapone su futuro personal con sus inclinaciones profesionales. Hay una seguridad en el personaje principal digna de admirar, una seriedad hiératica en el dibujo que lo convierten en un protagonista fuera del tipo del Studio Ghibli pero rico en unos matices que se liberan secuencia tras secuencia. 
El viento se levanta tiene mucho que ver con sus antecesoras pero Miyazaki huye de los mundos fantásticos y se centra en una historia tremendamente lineal y ampliamente dilatada, 128 minutos, para sumergirnos (eso sí) en una despedida agridulce. Por un lado, parece que es la retirada definitiva de su director con las consecuencias que ello conlleva y, por otro, nos deja una de las historias de amor más hermosas que veremos este año y, sin lugar a dudas, en mucho tiempo. 
Una cita con Miyazaki es algo obligado. Sobre todo para los que jamás tuvimos ocasión de ver, por múltiples y diversas circunstancias, una película Ghibli en una sala de cine. No hay que escribir nada más acerca de la magia, de esa oda al color, al optimismo, a la belleza inherente en el suelo que pisamos cada día que transmiten todas y cada una de las cintas nacidas del estudio japonés. Es hora de rendir cuentas con Hayao Miyazaki y con su cine, descubrirlo quien no haya tenido ocasión y disfrutarlo una y otra vez quienes nos sentimos sin palabras, simplemente emocionados.