[Crítica] El viento se levanta

La belleza en el cine suele asociarse, para los que tenemos la animación en ciertos altares de nuestra cinefilia, a todo lo que llega fuera del mercado comercial occidental al que Disney, DreamWorks o Fox nos tienen acostumbrado. Legiones de seguidores son ya los que se suman a la magia transmitida por cada imagen que nace de la gran pantalla contemplando lo que se sucede a ese ya espiritual cartel que da paso a una nueva aventura del Studio Ghibli.
Su cabeza pensante, y autor de las más grandes obras de la animación, Hayao Miyazaki decide colgar la cámara y optar por el retiro tras treinta años en la cresta de la ola, ganándose con méritos sucesivos un lugar de oro en las grandes letras de un mundo tan competitivo y complejo como es la animación cinematográfica. 
Y Miyazaki decide dejar de hacer cine con El viento se levanta, una aproximación histórica a unos hechos que se suceden en los albores de la Segunda Guerra Mundial. 
Retazos de una autobiografía en tan hermosa película se mezclan con elementos narrativos propios del lenguaje cinematográfico, una portentosa historia nacida de la pluma de un creador (englobando todas las artes de la cinematografía) único e irrepetible. Es seguro que estamos ante una obra que engloba una época, la posterior a la Primera Guerra Mundial, lejos de la Europa devastada y en la que un joven cumple su sueño de crear aviones y hacer que el hombre vuele, gran objetivo de media humanidad.
El terremoto de Kantô sirve casi como inicio a una madurez del protagonista en la que se yuxtapone su futuro personal con sus inclinaciones profesionales. Hay una seguridad en el personaje principal digna de admirar, una seriedad hiératica en el dibujo que lo convierten en un protagonista fuera del tipo del Studio Ghibli pero rico en unos matices que se liberan secuencia tras secuencia. 
El viento se levanta tiene mucho que ver con sus antecesoras pero Miyazaki huye de los mundos fantásticos y se centra en una historia tremendamente lineal y ampliamente dilatada, 128 minutos, para sumergirnos (eso sí) en una despedida agridulce. Por un lado, parece que es la retirada definitiva de su director con las consecuencias que ello conlleva y, por otro, nos deja una de las historias de amor más hermosas que veremos este año y, sin lugar a dudas, en mucho tiempo. 
Una cita con Miyazaki es algo obligado. Sobre todo para los que jamás tuvimos ocasión de ver, por múltiples y diversas circunstancias, una película Ghibli en una sala de cine. No hay que escribir nada más acerca de la magia, de esa oda al color, al optimismo, a la belleza inherente en el suelo que pisamos cada día que transmiten todas y cada una de las cintas nacidas del estudio japonés. Es hora de rendir cuentas con Hayao Miyazaki y con su cine, descubrirlo quien no haya tenido ocasión y disfrutarlo una y otra vez quienes nos sentimos sin palabras, simplemente emocionados.

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