Las disquisiciones morales en torno a la familia y sus infinitas manifestaciones atraviesan diametralmente sociedades y culturas como una suerte de complejo concepto cuasi- filosófico de caracter global necesario para entender la realidad misma del individuo. Y es que toda persona inicia su andadura por la vida inserto en un microcosmos social donde se desempeñan las pertinentes tareas educativas y emocionales, por lo que cualquier tipo de disfunción en el núcleo familiar puede reportar diversos traumas desarrollados en etapas posteriores.
De todo ello parece querer hablar el actor, productor y ahora director mexicano Diego Luna en esta interesante, atípica y contenida fábula sobre la autoridad y los efectos nocivos de los actos de los adultos sobre los niños. Para ello, Abel encuentra en el surrealismo mexicano (que con tanta maestría ya desarrolló Luís Buñuel en su país de acogida) su particular piedra de toque para ilustrar esa realidad (valga la contradicción) traumática en una familia humilde de tres hijos y una madre abandonados por un marido ausente y un tanto desorientado.
Abel tiene 9 años y acaba de regresar a casa tras permanecer internado en un centro de salud mental con motivo de su extraña conducta; no habla, su mirada queda fija invariablemente y es incapaz de relacionarse con ningún miembro de su entorno a raíz de que su padre se marchase sin previo aviso. Ahora, una vez asentado en su hogar, Abel adquiere una actitud extraña, habla a sus hermanos con autoridad, trata a su madre con un respeto íntimo, comienza a presidir la mesa cuando comen; en fin, adopta la figura de su padre con una madurez impropia de un niño que apenas ha comenzado a vivir. El problema surge cuando su verdadero padre regresa a casa tras dos años de ausencia y queda perplejo ante lo que acontece en ella; los rencores con su mujer aflorarán y la extrañeza de hijo, el cual no lo reconoce y cree que es su cuñado, terminarán en una previsible situación muy similar a la de su arranque.
La película, sencilla y pequeña, no habría pasado de ser una mera anécdota si no hubiese contado con una interpretación asombrosa del joven protagonista, Christopher Ruiz- Esparza, quien dota de un verismo demoledor a su personaje, haciéndolo creíble incluso a pesar de la extravagancia de su planteamiento. Diego Luna demuestra aquí su buena mano en la dirección de actores y en la recreación del espacio íntimo del hogar familiar, jugando en todo momento con lo dramático de la situación y los chispazos de ingeniosa comicidad que jalonan la trama (véase ese momento en el dormitorio entre madre e hijo).
Abel funciona, y muy bien de hecho. Supone una interesante apuesta por un cine sin grandes pretensiones que ha cosechado un éxito moderado en su paso por Cannes, Sundance y San Sebastián, donde se alzó con el premio de la sección Horizontes Latinos (recordemos que está producida por Gael García Bernal y John Malkovich). Una película que juega con el realismo mágico enraizado en Sudamérica y el retrato social y descarnado de una realidad que el propio Luna ha observado en su país; la ausencia frecuente de la figura paterna en las familias mexicanas y las consecuencias desencadenadas en los niños.
Si tienen la oportunidad, no duden en ver una película que apenas llega a los 90 minutos de metraje y que sorprende por su arriesgada y ecléctica apuesta.
De todo ello parece querer hablar el actor, productor y ahora director mexicano Diego Luna en esta interesante, atípica y contenida fábula sobre la autoridad y los efectos nocivos de los actos de los adultos sobre los niños. Para ello, Abel encuentra en el surrealismo mexicano (que con tanta maestría ya desarrolló Luís Buñuel en su país de acogida) su particular piedra de toque para ilustrar esa realidad (valga la contradicción) traumática en una familia humilde de tres hijos y una madre abandonados por un marido ausente y un tanto desorientado.
Abel tiene 9 años y acaba de regresar a casa tras permanecer internado en un centro de salud mental con motivo de su extraña conducta; no habla, su mirada queda fija invariablemente y es incapaz de relacionarse con ningún miembro de su entorno a raíz de que su padre se marchase sin previo aviso. Ahora, una vez asentado en su hogar, Abel adquiere una actitud extraña, habla a sus hermanos con autoridad, trata a su madre con un respeto íntimo, comienza a presidir la mesa cuando comen; en fin, adopta la figura de su padre con una madurez impropia de un niño que apenas ha comenzado a vivir. El problema surge cuando su verdadero padre regresa a casa tras dos años de ausencia y queda perplejo ante lo que acontece en ella; los rencores con su mujer aflorarán y la extrañeza de hijo, el cual no lo reconoce y cree que es su cuñado, terminarán en una previsible situación muy similar a la de su arranque.
La película, sencilla y pequeña, no habría pasado de ser una mera anécdota si no hubiese contado con una interpretación asombrosa del joven protagonista, Christopher Ruiz- Esparza, quien dota de un verismo demoledor a su personaje, haciéndolo creíble incluso a pesar de la extravagancia de su planteamiento. Diego Luna demuestra aquí su buena mano en la dirección de actores y en la recreación del espacio íntimo del hogar familiar, jugando en todo momento con lo dramático de la situación y los chispazos de ingeniosa comicidad que jalonan la trama (véase ese momento en el dormitorio entre madre e hijo).
Abel funciona, y muy bien de hecho. Supone una interesante apuesta por un cine sin grandes pretensiones que ha cosechado un éxito moderado en su paso por Cannes, Sundance y San Sebastián, donde se alzó con el premio de la sección Horizontes Latinos (recordemos que está producida por Gael García Bernal y John Malkovich). Una película que juega con el realismo mágico enraizado en Sudamérica y el retrato social y descarnado de una realidad que el propio Luna ha observado en su país; la ausencia frecuente de la figura paterna en las familias mexicanas y las consecuencias desencadenadas en los niños.
Si tienen la oportunidad, no duden en ver una película que apenas llega a los 90 minutos de metraje y que sorprende por su arriesgada y ecléctica apuesta.
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