Cuadernos de... Fernando León de Aranoa. La voz de los que no quieren ser escuchados

Existen pocos directores de cine en España que hayan hecho de su obra un vehículo para despertar conciencias y mostrar injusticias, aunque, paradójicamente, sea un género, el realista, bastante labrado en nuestro país. Como en todos los ámbitos, abundan los oportunistas, aquellos que se adhieren a la última corriente en boga, al sentimiento colectivo de angustia en torno a cualquier tipo de asunto, o al deliberado uso de ciertas técnicas para su propio lucimiento. El cine social no nace de la creación artística, del intelecto o de las musas, sino que vive arraigado a la contemplación activa de la cotidianeidad que nos rodea. Vivimos en sociedad, y como seres sociales experimentamos nuestras alegrías y quebrantos dentro de una comunidad que, en la mayor parte de las ocasiones, vive en la misma medida esas experiencias. El problema surge cuando esta comunidad se resquebraja y polariza, tal y como ha ocurrido en nuestro país, y los sentimientos permanecen ocultos en la intimidad del hogar; nos despreocupamos de lo que acontece a nuestro alrededor, perdemos nuestra perspectiva social. El director de cine debe suplir ese vacio, esa distancia creada absurdamente entro nosotros, mediante una cámara que funcionará como el ojo necesario que nos desvela el mundo dónde vivimos.
Desgraciadamente, esa coherencia en la mirada del realizador es un rara avis en nuestro cine que nos permite enfocar nuestra atención a los que sí vertebran su obra en torno a un ideal, a una denuncia, a un retrato descarnado. Fernando León de Aranoa es uno de esos directores cuya maestría tras las cámaras nos ha mostrado realidades tan demoledores como absolutamente actuales.
Lo realmente alentador de Aranoa es su juventud, 42 años para ser exactos, que nos certifica dosis de buen cine de forma indefinida. Y es que debutó muy joven, en 1994 con tan solo 26 años y recién licenciado en Ciencias de la Imagen por la Complutense, con su alabado cortometraje Sirenas, augurando un tema en el que el realizador madrileño reincide a lo largo de toda su carrera (en concreto en la reciente Amador), el de la figura mitológica de la sirena y su traslado al presente de los suburbios. 
 Sin embargo, el verdadero punto de arranque de su carrera cinematográfica lo marca Familia, su primer largometraje fechado en 1996 con el que cosechó un enorme éxito de crítica y que le valió el Goya al Mejor Director Novel (también fue nominado al mejor Guión), así como el Premio del Público y Fripesci de la Seminci de Valladolid. Esta supone una radical apuesta, algo alejada aún del cine social que desarrollará años más tarde, que engarza con cierto surrealismo subterráneo como herramienta para tratar el tema de la familia. Aranoa centra su mirada en un plantel de actores que interpretan el papel de miembros de una familia presidida por Juan Luis Galiardo, quien los contrata y simula no estar al corriente; una farsa que nos induce a reflexionar acerca de las relaciones de parentesco, en muchas ocasiones orquestadas como una representación perpetua de roles inamovibles.
Dos años más tarde llegó Barrio y Aranoa se destapó como la voz más aventajada del cine social español. En esta plástica aproximación a los suburbios madrileños, concretamente el barrio de San Blas, Aranoa nos relata al vida diaria de tres adolescentes cualquiera en el soporífero verano madrileño, en el que toda actividad que se salga de la norma sirve para escapar del opresivo ambiente que viven en sus hogares. Se trata de un verismo sin concesiones, duro, seco y muy cercano al docudrama que le valió a Aranoa una merecida consagración como director, alzándose con el Goya al Mejor Director y Mejor Guión, así como con la Concha de Plata de San Sebastián. Con tan sólo dos filmes como bagaje profesional, el realizador madrileño había conseguido tantos premios como otros a lo largo de una carrera de décadas. Su fórmula era de una simpleza pasmosa; únicamente filmaba lo que veía, con ese detallismo que lo caracteriza, incitando a que el espectador tomara sus propias conclusiones. Pocos son los discursos que se esfuerza en sermonear.
Como si cogiese aliento ante tal abrumador reconocimiento, Aranoa pensó detenidamente la aventura fílmica en la que se embarcaría. A modo de interludio, en 2001 realizó un interesante documental, Caminantes, en el que sigue los pasos de la marcha zapatista que recorrió buena parte de México hasta llegar a su capital, México D.F., para protestar contra la opresión hacía la población indígena en las zonas rurales del país. Sin embargo, el gran proyecto de Aranoa, esa obra ya inmortal en la historia de nuestro cine, no llegaría hasta 2002.
Los lunes al sol es la cima creativa (hasta ahora) de un realizador que encontró en la historia de unos desempleados de una ciudad costera del norte del país la excusa necesaria para componer toda una sinfonia de detalles cotidianos, imágenes tan bellas como reales, gestos que lo significan todo, ese humor negro tan característico en su obra. Se rodeó, por si fuera poco, de uno de los repartos más atractivos de la última década, encabezado por un inconmensurable Javier Bardem, y seguido por Luis Tosar, Celso Bugallo, Nieve de Medina, Enrique Villén y un gran José Ángel Egido. Y es que sería absurdo aglutinar en apenas unas líneas todas las sensaciones y emociones encontradas que es capaz de desatar en el espectador una cinta como esta. El consejo más sensato es, sin duda, correr a verla si aún no se ha disfrutado de esa oportunidad. Los premios, por otro lado, volvieron a llover sobre Aranoa; cinco Goyas, incluyendo el de Mejor Película y Director (así como un gran reconocimiento a sus actores), y la Concha de Oro de San Sebastián, un festival que se ha rendido una y otra vez ante el genio incontestable del joven madrileño.
En su posterior proyecto, Aranoa no escatimó en valentía. Princesas (2005) es un drama social que gira en torno al mundo de la prostitución y las dinámicas que mueven a las mujeres sin piedad, como la inmigración y la lucha por el mercado. El tema nunca ha sido tratado en España de una forma tan frontal y realista como lo llevó a la pantalla Aranoa. El compromiso que demostraron Candela Peña y Micaela Nevárez (ambas galardonadas con sendos Goya) en sus respectivos roles de princesas de la calle únicamente puede ser entendido desde la más absoluta disposición al talento del director, muy alejado de los tradicionales clichés que gravitan en torno al asunto y sin remilgos a la hora de filmar la pura realidad de estas mujeres. Algo que le valió, por otro lado, la censura de muchos. No obstante, la película volvió a entrar en el reparto de premios; compitió en Sundance y fue nominada a mejor Película y Guión Original, además de los galardones a sus protagonistas y a la Mejor Canción, compuesta por Manu Chao. Un retrato, de este modo, necesario en estos tiempos de mirar hacia otro lado cuando la realidad se afea a nuestro alrededor.  
Y ahora, tras cinco años de silencio, sólo interrumpido la filmación de uno de los cortometrajes que compusieron Invisibles, un documental para Médicos sin Fronteras que daba voz a aquellos desheredados, seres invisibles para el resto; Aranoa regresa con un título, Amador, que recupera de nuevo esa vertiente social que lo ha encumbrado como la voz más versada del cine social español. Recientemente la hemos reseñado y remitimos directamente a la misma.
Fernando León de Aranoa es una de esas figuras que hace reconciliarnos con un cine español acostumbrado a darnos demasiados disgustos. Su cine es concebido sin complejos, sin más trabas que la propia contemplación de una realidad palpable a la que no siempre prestamos atención. Un cine social que conecta, desde una perspectiva actualizada, con el movimiento neorrealista italiano, con ese Vittorio De Sica que ponía la cámara ante personas de la calle que narraban sus experiencias con la credibilidad con la que eran dotados inherentemente. Aranoa es ya, hoy por hoy, la voz de aquellos que no quieren ser escuchados.

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