La historia de la humanidad nos provee de lecciones que jamás llegamos a interiorizar. Nos asombramos de las innumerables tragedias e injusticias que han asolado este mundo al tiempo que prometemos no volver a caer en ellas. Pero caemos. Y lo hacemos con tal previsibilidad que la esperanza en un futuro mejor se nos antoja un sueño quimérico. Ahí están los hechos, en nuestro imaginario social, demasiado candentes para ser meramente olvidados. Para contrarrestarlos y vivir en un absurdo vacío nihilista, la indiferencia y la ignorancia, antídoto eficaz.
Inmersos aún en una crisis financiera global a la que nos hemos acostumbrado ingenuamente (¿realmente existe?) para el gozoso triunfo de los jerifaltes de este mundo mentiroso, echar la vista atrás puede resultar una ilustrativa enseñanza para afrontar con un poco más de espíritu y dignidad un futuro que promete repetir el bucle injusto de la historia. Y qué mejor forma para ser instruidos que a través del cine, de la mano firme y sabia del maestro John Ford, narrando en imágenes el descarnado relato que John Steinbeck confeccionó en Las uvas de la ira. No nos resultará ajeno el agónico periplo de una familia de desheredados por el páramo que en la década de los 30 era lo que muchos había catalogado como la "tierra de las oportunidades", Estados Unidos. De hecho, la odisea de estas gentes humildes, desesperadas y profundamente humanas filmadas por Ford no distará mucho de las que deben sufrir esos seres invisibles que se deslizan por nuestras ciudades movidos por el hambre y la necesidad, empujados por demagogos imbéciles a los márgenes de una sociedad inclemente y olvidadiza. Los campamentos de jornaleros de Las uvas de la ira no pueden ser muy diferentes a los barracones en los que se hacinan cientos de rumanos, marroquíes o subsaharianos a lo largo y ancho de los campos de Andalucía u otro lugar del mundo, incluso saldrían perdiendo en una comparación proporcional. Y han pasado ya más de 70 años. Muestra enervante de la inutilidad de la historia y sus asignaturas aprendidas.
Quizás por todo ello visionar esta película clásica, obra maestra con mayúsculas, se eriga como toda una experiencia enriquecedora para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y empatía ante la desgracia de otros. Cómo pemanecer impasibles ante la incredulidad de Tom Joad (maravillosamente interpretado por Henry Fonda) cuando, tras pasar cuatro años en la cárcel, regresa a su hogar y sólo encuentra una casa abandonada, campos arrasados, familias desplazadas y sombras de hombres que se esconden en su propia tierra. Como ese alucinado de Muley (la breve interpretación de John Qualen, asiduo en el cine de Ford como secundario, sólo me suscita elogios desaforados), un granjero cuyas propiedades desaparecieron bajo el rugido de los tractores y que ahora es incapaz de abandonar el lugar donde nació, buscando razones comprensibles para su desgracia mientras es perseguido por las autoridades corruptas.
Tom tiene suerte y su familia aún no ha partido hacia su particular El Dorado, California. Lo esperan en una renqueante camioneta que no sólo deberá cargar con el gran número de familiares y enseres, sino también con el inmenso pesar del desarraigo y la incertidumbre de un futuro hostil. Ma Joad (una Jane Darwell superior, ganadora del Oscar a la actriz secundaria) es quien mejor ilustra esa oscura realidad a través de una mirada introspectiva cargada de dolor y resignación; sabe que el hogar, la pertenencia a la tierra, es la piedra que vertebra a la familia, más allá de ella, la descomposición es un hecho inevitable.
Tras de la partida, se abre ante el espectador una abrumadora road movie donde cada parada es un nuevo golpe contra el espíritu dispuesto e ingenuo de la familia. Acuden a la tierra soñada con un panfleto amarillento bajo el brazo que ofrece trabajo para 800 trabajadores de Texas, Tenesse y Oklahoma, su patria. Pero obvian que, quizás, ese papel de esperanza haya llegado a otras miles de familias hambrientas con el mismo ímpetu por trabajar e idéntica falta de recursos. Y efectivamente así es, cuando llegan a California encuentran un desolador panorama en el que son expulsados de las ciudades y empujados a guettos de trabajadores donde se malvive y se muere con total impunidad, sin que a nadie le importe el más mínimo ápice. La escena en la que los Joad llegan al primer campamento, con ese retrato realista de rostros sucios, embrutecidos y desesperados filmados con cámara subjetiva, lento el caminar de la furgoneta propicio para la contemplación, es puro cine, es deliciosa sentimentalidad hecha imágenes, abrumadora dosis de humanidad.
Nada se asemeja a lo que habían soñado con fingida credulidad. Quedan atrapados en un mundo en el que nadie los quiere, donde el trabajo escasea y la competitividad se torna en lucha de supervivencia. La Depresión económica que sufre Estados Unidos tras los felices años 20 se abre en todo su macabro esplendor ante los ojos cansados de los Joad. La situación de estos cientos de miles de desheredados de poco importa a un Gobierno más preocupado por aplastar cualquier brote de disensión entre las masas castigadas, los denominados "agitadores", simpatizantes del socialismo que apenas tuvieron cabida durante un año dentro del feroz sistema capitalista, prácticamente aniquilados de raíz.
Las uvas de la ira no tiene fin. La odisea atormentada de los emigrantes continúa. No puedo evitar citar las palabras finales de Ma Joad ante la desesperanza de su marido; "Los golpes nos dan fuerza. Nacen y mueren nuevos seres. Y sus hijos nacen y mueren también, pero nosotros estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos. Saldremos siempre adelante, porque somos la gente". Esa gente aún camina por nuestro mundo, luchando por un hogar donde formar una familia, una vida, en fin. Steinbeck narró esta historia universal e imperecedera, John Ford la tradujo al cine con una brillantez exquisita; ambos contribuyeron con su particular tributo a este mundo que los admira.
Las uvas de la ira es una experiencia intangible; es el retrato descarnado del género humano. Su valor trasciende lo cinematográfico; es Arte.
Inmersos aún en una crisis financiera global a la que nos hemos acostumbrado ingenuamente (¿realmente existe?) para el gozoso triunfo de los jerifaltes de este mundo mentiroso, echar la vista atrás puede resultar una ilustrativa enseñanza para afrontar con un poco más de espíritu y dignidad un futuro que promete repetir el bucle injusto de la historia. Y qué mejor forma para ser instruidos que a través del cine, de la mano firme y sabia del maestro John Ford, narrando en imágenes el descarnado relato que John Steinbeck confeccionó en Las uvas de la ira. No nos resultará ajeno el agónico periplo de una familia de desheredados por el páramo que en la década de los 30 era lo que muchos había catalogado como la "tierra de las oportunidades", Estados Unidos. De hecho, la odisea de estas gentes humildes, desesperadas y profundamente humanas filmadas por Ford no distará mucho de las que deben sufrir esos seres invisibles que se deslizan por nuestras ciudades movidos por el hambre y la necesidad, empujados por demagogos imbéciles a los márgenes de una sociedad inclemente y olvidadiza. Los campamentos de jornaleros de Las uvas de la ira no pueden ser muy diferentes a los barracones en los que se hacinan cientos de rumanos, marroquíes o subsaharianos a lo largo y ancho de los campos de Andalucía u otro lugar del mundo, incluso saldrían perdiendo en una comparación proporcional. Y han pasado ya más de 70 años. Muestra enervante de la inutilidad de la historia y sus asignaturas aprendidas.
Quizás por todo ello visionar esta película clásica, obra maestra con mayúsculas, se eriga como toda una experiencia enriquecedora para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad y empatía ante la desgracia de otros. Cómo pemanecer impasibles ante la incredulidad de Tom Joad (maravillosamente interpretado por Henry Fonda) cuando, tras pasar cuatro años en la cárcel, regresa a su hogar y sólo encuentra una casa abandonada, campos arrasados, familias desplazadas y sombras de hombres que se esconden en su propia tierra. Como ese alucinado de Muley (la breve interpretación de John Qualen, asiduo en el cine de Ford como secundario, sólo me suscita elogios desaforados), un granjero cuyas propiedades desaparecieron bajo el rugido de los tractores y que ahora es incapaz de abandonar el lugar donde nació, buscando razones comprensibles para su desgracia mientras es perseguido por las autoridades corruptas.
Tom tiene suerte y su familia aún no ha partido hacia su particular El Dorado, California. Lo esperan en una renqueante camioneta que no sólo deberá cargar con el gran número de familiares y enseres, sino también con el inmenso pesar del desarraigo y la incertidumbre de un futuro hostil. Ma Joad (una Jane Darwell superior, ganadora del Oscar a la actriz secundaria) es quien mejor ilustra esa oscura realidad a través de una mirada introspectiva cargada de dolor y resignación; sabe que el hogar, la pertenencia a la tierra, es la piedra que vertebra a la familia, más allá de ella, la descomposición es un hecho inevitable.
Tras de la partida, se abre ante el espectador una abrumadora road movie donde cada parada es un nuevo golpe contra el espíritu dispuesto e ingenuo de la familia. Acuden a la tierra soñada con un panfleto amarillento bajo el brazo que ofrece trabajo para 800 trabajadores de Texas, Tenesse y Oklahoma, su patria. Pero obvian que, quizás, ese papel de esperanza haya llegado a otras miles de familias hambrientas con el mismo ímpetu por trabajar e idéntica falta de recursos. Y efectivamente así es, cuando llegan a California encuentran un desolador panorama en el que son expulsados de las ciudades y empujados a guettos de trabajadores donde se malvive y se muere con total impunidad, sin que a nadie le importe el más mínimo ápice. La escena en la que los Joad llegan al primer campamento, con ese retrato realista de rostros sucios, embrutecidos y desesperados filmados con cámara subjetiva, lento el caminar de la furgoneta propicio para la contemplación, es puro cine, es deliciosa sentimentalidad hecha imágenes, abrumadora dosis de humanidad.
Nada se asemeja a lo que habían soñado con fingida credulidad. Quedan atrapados en un mundo en el que nadie los quiere, donde el trabajo escasea y la competitividad se torna en lucha de supervivencia. La Depresión económica que sufre Estados Unidos tras los felices años 20 se abre en todo su macabro esplendor ante los ojos cansados de los Joad. La situación de estos cientos de miles de desheredados de poco importa a un Gobierno más preocupado por aplastar cualquier brote de disensión entre las masas castigadas, los denominados "agitadores", simpatizantes del socialismo que apenas tuvieron cabida durante un año dentro del feroz sistema capitalista, prácticamente aniquilados de raíz.
Las uvas de la ira no tiene fin. La odisea atormentada de los emigrantes continúa. No puedo evitar citar las palabras finales de Ma Joad ante la desesperanza de su marido; "Los golpes nos dan fuerza. Nacen y mueren nuevos seres. Y sus hijos nacen y mueren también, pero nosotros estamos vivos y seguimos caminando. No pueden acabar con nosotros, ni aplastarnos. Saldremos siempre adelante, porque somos la gente". Esa gente aún camina por nuestro mundo, luchando por un hogar donde formar una familia, una vida, en fin. Steinbeck narró esta historia universal e imperecedera, John Ford la tradujo al cine con una brillantez exquisita; ambos contribuyeron con su particular tributo a este mundo que los admira.
Las uvas de la ira es una experiencia intangible; es el retrato descarnado del género humano. Su valor trasciende lo cinematográfico; es Arte.
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