Bajo la temeraria premisa de crear una de las obras cinematográficas más blasfemas, irreverentes y ofensivas de la historia, los Monty Python se emplearon a fondo y con gran acierto en dilucidar las grandes claves del significado de la vida, aunque con una acidez y humor corrosivo que alcanza cotas mucho más elevadas que las despegadas en sus dos películas precedentes. El sentido de la vida se construye en base a una sucesión de sketches correspondientes a las distintas etapas de la vida humana, desde el mismo momento de la concepción hasta la muerte, engarzados por historias tan dispares como absurdas, con el fin último de intentar desentrañar algunas de las ideas fundamentales de nuestra naturaleza humana.
Ahora bien, que esta sinopsis apresurada no lleve lugar a equívocos; los Monty Phyton no ofrecen aquí respuestas elaboradas acerca de su apreciación personal de todo aquello que les rodea, más bien se mueven acordes a un afán deconstructivo de la cultura occidental que les ha sido transmitida e inculcada. Pocos salen indemnes de una crítica despiadada a lo que redundantemente se ha llamado la cultura superior occidental; políticos, burgueses, religiosos, soldados, intelectuales y un largo etcétera desgranado a través de lo políticamente incorrecto.
Y es que los Monty Phyton se mueven en esa peligrosa línea infranqueable de lo blasfemo y, por tanto, censurable, que rige la vida en sociedad y decreta aquellos que están dentro o fuera de ella. Suerte que el grupo haya utilizado el humor como herramienta de asedio, algo que no es tomado demasiado en serio aunque sus resultados suelan ser implacables. En todos los regímenes autoritarios siempre se ha permitido en mayor medida las manifestaciones cómicas de cualquier asunto que las arduas reflexiones, panfletos políticos o ensayos sesudos de la materia, ignorando que el impacto incitado por un gag o chiste aparentemente inofensivo puede rebasar las dimensiones del mismo. Los Monty Phyton juegan con esta dimensión de la realidad de forma brillante, atrincherando su despiadada crítica social en la presumible superficialidad de sus hilarantes sketches.
Y, desde luego, ¡qué hilaridad! Como ese número musical inolvidable parodiando las trabas sexuales impuestas por el catolicismo en la piel de un padre con 63 hijos que, no obstante, no duda en cantar que “todo esperma es sagrado”, aunque ello signifique la superpoblación de su casa del típico barrio obrero inglés. Tras esta demostración pública de orgullo católico, esa fantástica conversación entre un matrimonio protestante asombrado de la vulgaridad de sus pobres vecinos; ellos, afortunadamente, no están sujetos a esas restricciones aunque sí a su estereotipada frigidez estirada.
La etapa de crecimiento no es más asequible. Si no que se lo digan a esos pobres alumnos que deben sufrir las lecciones prácticas de sexo de un profesor abnegado que lleva a clase a su mujer para mostrar el funcionamiento básico del coito. Y tras ella, la guerra y su absurdo consecuente, aunque la flema británica no deje ver el horror zulú. Más allá y de reseñable diversión, el sketch de un matrimonio que elige por menú la conversación que disfrutarán esa misma noche o la cena indigesta de un hombre orondo (por decir algo) que termina por vomitar todo lo que come hasta explotar.
El sentido de la vida es una descacharrante sátira del género humano en toda su amplitud en la que se suceden historias dispares de humor surrealista. Es una lástima que, con esta película, los Monty Phyton decidiesen poner fin a su aventura en el cine juntos, al parecer por discrepancias internas y deseos de conformar una carrera independiente. Algunos tuvieron más suerte que otros; Terry Gilliam ejercitó su imaginación desbordante en proyectos que le reportaron gran fama entre un público consolidado (El rey pescador, 12 monos) y John Cleese se elaboró una trayectoria como cómico de cierta importancia; pero el resto se terminaron por retirar tras algunos papeles de escaso interés. El sentido de la vida fue un broche de excepción (con Premio Especial de Jurado de Cannes de 1983 incluido) a una breve aunque intensa carrera conjunta de risas absurdas y críticas descarnadas.
Ahora bien, que esta sinopsis apresurada no lleve lugar a equívocos; los Monty Phyton no ofrecen aquí respuestas elaboradas acerca de su apreciación personal de todo aquello que les rodea, más bien se mueven acordes a un afán deconstructivo de la cultura occidental que les ha sido transmitida e inculcada. Pocos salen indemnes de una crítica despiadada a lo que redundantemente se ha llamado la cultura superior occidental; políticos, burgueses, religiosos, soldados, intelectuales y un largo etcétera desgranado a través de lo políticamente incorrecto.
Y es que los Monty Phyton se mueven en esa peligrosa línea infranqueable de lo blasfemo y, por tanto, censurable, que rige la vida en sociedad y decreta aquellos que están dentro o fuera de ella. Suerte que el grupo haya utilizado el humor como herramienta de asedio, algo que no es tomado demasiado en serio aunque sus resultados suelan ser implacables. En todos los regímenes autoritarios siempre se ha permitido en mayor medida las manifestaciones cómicas de cualquier asunto que las arduas reflexiones, panfletos políticos o ensayos sesudos de la materia, ignorando que el impacto incitado por un gag o chiste aparentemente inofensivo puede rebasar las dimensiones del mismo. Los Monty Phyton juegan con esta dimensión de la realidad de forma brillante, atrincherando su despiadada crítica social en la presumible superficialidad de sus hilarantes sketches.
Y, desde luego, ¡qué hilaridad! Como ese número musical inolvidable parodiando las trabas sexuales impuestas por el catolicismo en la piel de un padre con 63 hijos que, no obstante, no duda en cantar que “todo esperma es sagrado”, aunque ello signifique la superpoblación de su casa del típico barrio obrero inglés. Tras esta demostración pública de orgullo católico, esa fantástica conversación entre un matrimonio protestante asombrado de la vulgaridad de sus pobres vecinos; ellos, afortunadamente, no están sujetos a esas restricciones aunque sí a su estereotipada frigidez estirada.
La etapa de crecimiento no es más asequible. Si no que se lo digan a esos pobres alumnos que deben sufrir las lecciones prácticas de sexo de un profesor abnegado que lleva a clase a su mujer para mostrar el funcionamiento básico del coito. Y tras ella, la guerra y su absurdo consecuente, aunque la flema británica no deje ver el horror zulú. Más allá y de reseñable diversión, el sketch de un matrimonio que elige por menú la conversación que disfrutarán esa misma noche o la cena indigesta de un hombre orondo (por decir algo) que termina por vomitar todo lo que come hasta explotar.
El sentido de la vida es una descacharrante sátira del género humano en toda su amplitud en la que se suceden historias dispares de humor surrealista. Es una lástima que, con esta película, los Monty Phyton decidiesen poner fin a su aventura en el cine juntos, al parecer por discrepancias internas y deseos de conformar una carrera independiente. Algunos tuvieron más suerte que otros; Terry Gilliam ejercitó su imaginación desbordante en proyectos que le reportaron gran fama entre un público consolidado (El rey pescador, 12 monos) y John Cleese se elaboró una trayectoria como cómico de cierta importancia; pero el resto se terminaron por retirar tras algunos papeles de escaso interés. El sentido de la vida fue un broche de excepción (con Premio Especial de Jurado de Cannes de 1983 incluido) a una breve aunque intensa carrera conjunta de risas absurdas y críticas descarnadas.
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