La megalópolis de Tokio puede llegar a albergar un gran número de lecturas contradictorias en función de los ojos a través de los que se mire; desde el explosivo maremagnun de color que domina las noches virtuales de la ciudad vertical, hasta el avispero desnaturalizado que supone el paradójico desligamiento humano en un espacio tan reducido como superpoblado. Lost in Translation despliega esta ambigua relación de amor-odio hacia una ciudad tan hostil como atractiva para el curioso viajero, quien siente cómo su mundo conocido se tambalea al son de la bocina perpetua y la pulsación compulsiva del último aparato electrónico, o simplemente es arrollado por el vertiginoso equilibrio entre la tradición más aferrada y la modernidad inexorable. Efectivamente, Tokio es un personaje más de una pequeña película que nos habla de la incomunicación en los tiempos modernos; de esa confusión hipnótica que nos avasalla cuando la rutina y el estrés congenito del mundo supuestamente desarrollado se aparta para dejar paso a una extraña inactividad que se nos antoja alienadora en medio de ese vórtice continuo de movimiento.
La absoluta empatía que el espectador entabla con esos dos náufragos urbanos, extraños en una ciudad sin límites, es una revelación de la naturaleza misma de la película, ya que es desde nuestra posición meramente circunstancial de público a través de la que nos percatamos de lo absurdo de la existencia de un mundo creado para que no veamos más allá de nuestra propia experiencia o quehacer diario. Bob Harris y Charlotte son los protagonistas de esa revelación fundamental; dos personas perdidas ante la incomunicación de un mundo que no entienden y encerrados en un búnker cuya seguridad sólo la garantiza el aislamiento.
Ya poco les queda de una vida que dejaron en sus países de origen. Bob es un conocido actor estadounidense en franco declive que acude a la capital nipona a rodar un anuncio de whisky con la resignada certeza de que su carrera artística ha acabado y ya sólo puede salir adelante gracias a la admiración de los japoneses por sus viejas películas. Charlotte, por el contrario, es una joven desorientada recién licenciada en Filosofía, que llega a Japón de la mano de su novio fotógrafo, quien tan sólo tiene tiempo para trabajar. Los caminos de Bob y Charlotte se cruzan en la cafetería del hotel, donde acuden cada noche para calmar el temible jet lag y distraerse con el ir y venir de los huéspedes eclécticos que se alojan en él, entablando una relación sincera y profunda que los conducirá a un improbable romance de tan solo tres días aglutinados por la necesidad mutua y la coherencia de un mundo compartido, extranjeros curiosos en un periplo por una ciudad misteriosa en la que recorrer juntos sus insólitos caminos.
La absoluta empatía que el espectador entabla con esos dos náufragos urbanos, extraños en una ciudad sin límites, es una revelación de la naturaleza misma de la película, ya que es desde nuestra posición meramente circunstancial de público a través de la que nos percatamos de lo absurdo de la existencia de un mundo creado para que no veamos más allá de nuestra propia experiencia o quehacer diario. Bob Harris y Charlotte son los protagonistas de esa revelación fundamental; dos personas perdidas ante la incomunicación de un mundo que no entienden y encerrados en un búnker cuya seguridad sólo la garantiza el aislamiento.
Ya poco les queda de una vida que dejaron en sus países de origen. Bob es un conocido actor estadounidense en franco declive que acude a la capital nipona a rodar un anuncio de whisky con la resignada certeza de que su carrera artística ha acabado y ya sólo puede salir adelante gracias a la admiración de los japoneses por sus viejas películas. Charlotte, por el contrario, es una joven desorientada recién licenciada en Filosofía, que llega a Japón de la mano de su novio fotógrafo, quien tan sólo tiene tiempo para trabajar. Los caminos de Bob y Charlotte se cruzan en la cafetería del hotel, donde acuden cada noche para calmar el temible jet lag y distraerse con el ir y venir de los huéspedes eclécticos que se alojan en él, entablando una relación sincera y profunda que los conducirá a un improbable romance de tan solo tres días aglutinados por la necesidad mutua y la coherencia de un mundo compartido, extranjeros curiosos en un periplo por una ciudad misteriosa en la que recorrer juntos sus insólitos caminos.
La hija de Francis Ford Coppola, Sofia Coppola (quien ya había apuntado maneras en su anterior película, Las vírgenes suicidas), confecciona aquí un delicioso relato urbano sobre la incomunicación con una ironía y una ternura inéditos en el panorama cinematográfico actual, apoyada por una interpretaciones memorables de su dúo protagonista. Por un lado, ese actor desconcertante que haya una comicidad desarmante en la risibilidad de sí mismo, un Bill Murray en estado de gracia que demuestra la vena dramática y nostálgica que de forma tan idónea calza con su hastiado personaje en una de las mejores interpretaciones de su carrera. Por otro, la frescura desbordante de Scarlett Johansson, quien por 2003 se confirmaba como la alumna aventaja de su generación por la ternura que demostró en la cinta de Coppola, a partir de la cual ascendió a la categoría de las grandes actrices actuales. Juntos, conformaron una pareja inolvidable tanto por la química evidente entre ambos como por la elevadora historia de amor que vivieron entre silencios y miradas cómplices.
Lost in tanslation se erige ya como la película de más corta edad de esta sección en la que venimos recogiendo nuestras cintas favoritas, y no es casualidad. La película de Coppola se convirtió desde el mismo momento de su concepción en un clásico moderno por el depurado estilo visual de su directora, el guión pausado y medido que elaboró ella misma, las interpretaciones de sus dos aliados , o la nostálgica historia de amor que no puede más que suscitar una sonrisa perenne en el rostro del espectador entregado. La incomunicación en las grandes ciudades deja paso, pues, a pequeñas historias románticas como esta, filtradas entre los bloques de hormigón y las luces de neón, brotes verdes entre la gran inmensidad gris. El final; una interrogación desgarrada y enigmática entre susurros y lágrimas con sabor a despedida; un beso que da vida, aliento y esperanza.
Lost in tanslation se erige ya como la película de más corta edad de esta sección en la que venimos recogiendo nuestras cintas favoritas, y no es casualidad. La película de Coppola se convirtió desde el mismo momento de su concepción en un clásico moderno por el depurado estilo visual de su directora, el guión pausado y medido que elaboró ella misma, las interpretaciones de sus dos aliados , o la nostálgica historia de amor que no puede más que suscitar una sonrisa perenne en el rostro del espectador entregado. La incomunicación en las grandes ciudades deja paso, pues, a pequeñas historias románticas como esta, filtradas entre los bloques de hormigón y las luces de neón, brotes verdes entre la gran inmensidad gris. El final; una interrogación desgarrada y enigmática entre susurros y lágrimas con sabor a despedida; un beso que da vida, aliento y esperanza.
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