Retrospectiva Woody Allen; Zelig, la danzante aventura del hombre-camaleón

 8/10
Con la hiperactividad que siempre le ha caracterizado aún vigente, Woody Allen parece no encontrar fin al ingenio desbordante que lo encumbró como uno de los creadores más interesantes de la historia del cine, y a sus 80 años su carrera como realizador está lejos de concluir a menos que la naturaleza inexorable siga su curso de forma abrupta. Coincidiendo con el estreno de su película número 40, a la que nos referiremos próximamente, desde este blog nos proponemos echar la vista atrás y rendir la atención merecida a una de sus películas más arriesgadas, geniales e innovadoras de toda su carrera; Zelig.
Concebida como un falso documental, Zelig nos narra la insólita existencia de Leonard Zelig, un hombre alienado en la empatía desmedida respecto a las personas que lo rodean  y su consecuente pérdida total de identidad, es decir, su inusual capacidad para adoptar la personalidad física y psicológica de todo aquél con quien comparta su mera compañía; un hombre camaleón. Así, veremos gracias a un extenso archivo visual las extrañas manifestaciones públicas de un portento natural que atrae la evidente atención del mundo científico, ya sea junto al Papa Pío XI y su repentina reconversión a la fe católica, a Al Capone, Herbert Hoover o incluso  junto a Adolph Hitler y su fastuoso triunfo sobre la voluntad del pueblo alemán. Una sucesión de personalidades de la década de los 20 que presenciarán cómo su características personales son absorbidas por un enclenque con poderes extravagantes y una sorprendente falta de percepción de los mismos, propiciando, aún más si cabe, la comicidad de las situaciones.
Desarrollada de acuerdo a las técnicas narrativas del género documental, la película encuentra en la fotografía en blanco y negro a su mejor aliado para alcanzar la mayor veracidad posible en las imágenes recabadas de la década de los 20, únicamente interrumpidas por intervenciones a color de personas que vivieron de cerca el fenómeno y ahora, en el presente de los años 80, prestan su testimonio a semejanza de tantos documentales sobre hechos históricos. Se cuenta, además, que para adquirir la textura granulada, incluso degradada, propia de las proyecciones de la época, Allen y su equipo de fotografía pisoteaban los fotogramas filmados para cosechar ese resultado; la imagen era, por tanto, muy semejante a las primeras películas de Chaplin o el cine mudo de comienzos de siglo.
Y es que Woody Allen apenas puede camuflar su desaforada admiración a una época en la que el cine crecía al calor del jazz, la bonanza económica del periodo de entreguerras y la prensa de masas. Precisamente este fenómeno, el de las masas (al que brillantemente puso nombre Ortega y Gasset en La rebelión de las masas) es el protagonista velado de una película que gira en torno a un personaje perdido en la ingente homogeneidad de estas. Fueron muchos los investigadores estadounidenses que enfocaron esta tendencia como un signo inequívoco del paso a la edad contemporánea, además de una oportunidad idónea para domeñar de forma global a un público que consumía masivamente todo tipo de productos según dinámicas observables de imitación. Es decir, en los años 20 se logró canalizar el impulso emotivo o material de la población a través de técnicas de publicidad y propaganda (si no es lo mismo, en efecto) que pretendían empatizar los gustos de millones de personas. Hombres-camaleones, al fin y al cabo, que adaptaban sus necesidas vitales al del resto de congéneres de forma inconsciente aunque inevitable.
Evidentemente, Allen ofrece una mirada mucho más dinámica y desternillante de todo este fenómeno. Con su particular sentido del humor, el genio neoyorkino construye una historia original y emotiva que no elude la pertinente historia de amor con un abnegada doctora (Mia Farrow) que no ceja en su intento de desvelar las razones de esta extraña enfermedad. A raíz de su relación con Eudora Fletcher y el amor cómplice que brotó de forma natural de la misma, Leonard alcanzará al fin el equilibrio que tanto ansiaba, encontrándose a sí mismo como la persona que nunca conoció.
En la opinión de este humilde crítico, Zelig se erige como una de las mejores películas de Woody Allen por el sorprendente uso del lenguaje documental en un discurso fílmico de ficción. Es impactante, original y desbordante en su imaginativa puesta en escena. Y por si fuera poco, su banda sonora, concebida como una regreso al pasado musical, supone un divertidísimo acompañamiento que se repite constantemente en nuestra mente una vez finalizada la sesión. Brillante Allen, una vez más.

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