Crítica de La última estación; Tolstói y la religión del pueblo


5/10

Una de las nociones que más fulminantemente podemos extraer de esta película alemana con evidentes tintes americanos es la temeraria apuesta que el director Michael Hoffman plantea a la hora de concebir su obra, centrándola en los últimos días de un personaje histórico de indiscutible complejidad como es León Tolstoi.

Su pensamiento, imbricado en el portentoso desarrollo de sus magnas obras Guerra y Paz y Anna Karenina, evoluciona desde unos planteamientos puramente aristocráticos propiciados por el seno de la familia nobiliaria en el que nace, hasta unas ideas catalogadas como anarcopacifistas que sirvieron de inspiración para grandes líderes posteriores como el príncipe Piotr Kropotkin. La inutilidad de la guerra (participó en la guerra contra Turquía sirviendo en el Cáucaso, experiencia de la que extrajo su novela Los Cosacos) y el vacío que deja en el corazón de los hombres supusieron hechos suficientemente traumáticos para la adopción de un nuevo rumbo que le llevarían a criticar las instituciones eclesiásticas, renunciar a sus posesiones materiales, apostar por la no violencia activa e incluso convertirse en vegetariano. Todo ello forjó algo muy parecido a una religión tolstoiana con un buen número de seguidores que debieron de resignarse a la clandestinidad.

En La última estación la acción se centra en los últimos meses de vida del anciano escritor, así como en las tensas relaciones que se desatan entre él y su esposa, la condesa Sofía Andreevna, a tenor de la disposición del primero a renunciar a sus derechos de autor, donándolos al pueblo ruso tal y como le insta a hacer su consejero personal (Paul Giamatti). Como testigo de excepción, el joven Valentín Bulgakov se infiltrará en la vida de la finca Yásnaya Poliana, enfrentándose a la dicotómica situación a la que lo someterán las diferentes partes en disputa.

La película se abre con sentido del ritmo, una música omnipresente y una cierta tendencia a la contemplación de los paisajes. La historia que narra es, por otro lado, de gran interés por la ilustración del conflicto de intereses que se debate en un primer momento de forma velada hasta, finalmente, explotar en medio de la tranquilidad de la vida familiar. No obstante, a lo largo de la cinta, la impresión de que la historia le viene grande a Hoffman se intensifica de forma preocupante. La aparición de subtramas que no aportan nada al argumento principal, como el enamoramiento del joven Bulgakov (James McAvoy) con una de las trabajadoras del lugar (Anne Marie Duff); la comicidad intrascendente y sumamente irritante que resta credibilidad y seriedad al conjunto; o el escaso oficio para la recreación de diálogos; someten a la película a una tediosa dinámica de enfrentamientos verbales y luchas soterradas que terminan por suscitar la desvinculación del espectador.

Suerte que Hoffman cuenta con un plantel de actores que le salva la película. Principalmente con una dupla de veteranos en estado de gracia y reconocidos con sendas nominaciones en la pasada edición de los Oscar; Helen Mirren y Christopher Plummer. Ambos intérpretes, en el rol de Sofía y Tolstoi respectivamente, realizan un notable trabajo únicamente estropeado por las situaciones grotescas o mal medidas a las que los somete el director. Es posiblemente Mirren la que en mayor medida sufre las inclemencias de un personaje desquiciado y detestable al que, no obstante, la veterana actriz dota de credibilidad y portento. Y es los temores de Sofía bien podrían extrapolarse a la actualidad, asemejándose preocupantemente a la inefable ministra de Cultura Ángeles González Sinde y su consciente persecución hacia aquellos que no respeten los derechos de autor. Desgraciadamente, hoy día no contamos con personalidades de la talla de Tolstoi, que aun siendo uno de los escritores más grandes de la época, decide donar su pensamiento al pueblo para el disfrute y educación de este. Naturalmente, planteamientos tan escasamente materialistas no han subsistido en la sociedad contemporánea, donde autores y no autores parecen crear para ellos mismos en una actitud endogámica francamente detestable.

Más allá de críticas apegadas a la más ferviente actualidad, La última estación supone un interesante acercamiento a la figura de Tólstoi por los propios hechos que narra, pero que adolece de ritmo y profundidad en lo que transmite. La formación clásica de Hoffman (Restauración, El sueño de una noche de verano) parece no servir a los propósitos de una trama compleja a la que no sabe dar salida al abrir diversos frentes que no conducen a nada. Lo más remarcable de la película es, sin duda, las interpretaciones del dúo protagonista, dos actores veteranos de una talla inconmensurable que merecen seguir recibiendo papeles a través de los que demostrar toda la experiencia recabada a lo largo de una vida ante las cámaras.

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