3'5/10
El product placement o incursión de elementos publicitarios en el desarrollo de una película, nos ha dejado casos paradigmáticos a lo largo de la historia del cine que han abierto el debate acerca de la moralidad de estas prácticas y su consecuente influencia en el espectador. Cómo olvidar esos caramelos con los que Elliot fraternizaba con E.T. y que dispararon las ventas de la empresa que los fabricaba, o esa desgarrada despedida de Tom Hanks en Náufrago de su fiel amigo Wilson, curiosamente el nombre de una marca deportiva. Sin embargo, ninguna de estas muestras cinematográficas de product placement se acercan ni de forma remota al desvergonzado uso de una marca farmacéutica (concretamente Pfizer) como elemento central de la trama exhibido en esta Amor y otras drogas.
La sensación suscitada es que estamos asistiendo a una película concebida a modo de folleto informativo sobre las bondades de una empresa multinacional que, curiosamente, no es identificada por su respeto a reglas tan básicas como la vida humana (y si no, acudan a las abundantes investigaciones que la acusan de efectuar experimentos con niños africanos). Así, el personaje principal de la historia, como representante farmacéutico, se desvivirá por conseguir que los médicos más afamados de la ciudad receten los productos de la marca que publicita sacando a relucir sus dotes de galán deslenguado y hábil estratega; hasta que un día el amor llega a su vida tras conocer a una chica en la consulta de un médico al que pretende engatusar.
De este modo, podemos apreciar cómo la trama se subdivide en dos vertientes claramente discernibles; por un lado, la relación pasional con la chica que se inicia bajo el compromiso de no llegar al enamoramiento que los sumerja en un noviazgo estable; y por otro, la exitosa carrera profesional del chico como representante farmacéutico, que posibilita que la marca Pfizer sea pronunciada en cada escena o alguno de sus numerosos productos de promoción queden bien visibles en primer plano. De hecho, incluso el contexto en el que se desarrolla la cinta, alrededor del año 2000, parece que haya sido elegido para introducir el fenómeno social desencadenado por la venta de la Viagra, producto estrella de Pfizer.
La sensación suscitada es que estamos asistiendo a una película concebida a modo de folleto informativo sobre las bondades de una empresa multinacional que, curiosamente, no es identificada por su respeto a reglas tan básicas como la vida humana (y si no, acudan a las abundantes investigaciones que la acusan de efectuar experimentos con niños africanos). Así, el personaje principal de la historia, como representante farmacéutico, se desvivirá por conseguir que los médicos más afamados de la ciudad receten los productos de la marca que publicita sacando a relucir sus dotes de galán deslenguado y hábil estratega; hasta que un día el amor llega a su vida tras conocer a una chica en la consulta de un médico al que pretende engatusar.
De este modo, podemos apreciar cómo la trama se subdivide en dos vertientes claramente discernibles; por un lado, la relación pasional con la chica que se inicia bajo el compromiso de no llegar al enamoramiento que los sumerja en un noviazgo estable; y por otro, la exitosa carrera profesional del chico como representante farmacéutico, que posibilita que la marca Pfizer sea pronunciada en cada escena o alguno de sus numerosos productos de promoción queden bien visibles en primer plano. De hecho, incluso el contexto en el que se desarrolla la cinta, alrededor del año 2000, parece que haya sido elegido para introducir el fenómeno social desencadenado por la venta de la Viagra, producto estrella de Pfizer.
El resultado final es una descompensado esqueleto argumental que padece las constantes fluctuaciones de dos tramas independientes con escasos puntos de apoyo entre ambas, que termina por arrumbar con cualquier intento de componer una comedia romántica eficaz, fundamentalmente porque el film adolece tanto de la comicidad exigida por el género como de un romance creíble y hermoso en su sentido más clásico.
Como medida paliativa, la película cuenta con las notables interpretaciones de Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway, quienes al menos configuran unos personajes relativamente sólidos y atractivos que salvan de la mediocridad más absoluta al producto final. El primero de ellos despliega un ingenioso abanico de tics histriónicos que contrastan con una carrera labrada en películas dramáticas y con un registro interpretativo antagónico; mientras que Hathaway recorre el camino inverso al pasar de sus iniciales comedias para adolescentes (Princesa por Sorpresa) a propuestas algo más exigentes en cuanto a carga emocional se refiere (aunque ya había demostrado cierto talento en la última película de Jonathan Demme, La boda de Rachel), como la requerida aquí para dar vida a una enferma de Parkinson con un miedo atroz a suponer una carga para alguien. En otra dimensión queda la compleja papeleta de aparecer desnudos en un tercio de la trama.
Es una lástima que el buen trabajo del plantel de actores no sea suficiente para hacer de esta película una proposición recomendable. Su director tampoco ayuda en demasía, probablemente porque este no es el medio en el que está acostumbrado a desarrollar su labor cinematográfica. Y es que sorprende sobremanera descubrir en los títulos de crédito de una película como esta al efectista y gran admirador de las grandes historias épicas, Edward Zwick, responsable de títulos como El último samurai o Diamante de Sangre. Hemos de suponer no sin cierta malicia, los suculentos beneficios reportados por este trabajo, ya sea en forma de medicamentos para la líbido o en abundante material promocional; bolígrafos, post-it, paraguas, imanes para el frigorífico y un largo etcétera.
A esta Amor y Otras Drogas le falta mucha saña para desvelar ese ecosistema salvaje del mundo farmacéutico (algo que buscaba el libro en el que se basa escrito por Jamie Reidy) y otro tanto de ternura para dar sentido a una historia de amor con demasiadas luces y sombras.
Como medida paliativa, la película cuenta con las notables interpretaciones de Jake Gyllenhaal y Anne Hathaway, quienes al menos configuran unos personajes relativamente sólidos y atractivos que salvan de la mediocridad más absoluta al producto final. El primero de ellos despliega un ingenioso abanico de tics histriónicos que contrastan con una carrera labrada en películas dramáticas y con un registro interpretativo antagónico; mientras que Hathaway recorre el camino inverso al pasar de sus iniciales comedias para adolescentes (Princesa por Sorpresa) a propuestas algo más exigentes en cuanto a carga emocional se refiere (aunque ya había demostrado cierto talento en la última película de Jonathan Demme, La boda de Rachel), como la requerida aquí para dar vida a una enferma de Parkinson con un miedo atroz a suponer una carga para alguien. En otra dimensión queda la compleja papeleta de aparecer desnudos en un tercio de la trama.
Es una lástima que el buen trabajo del plantel de actores no sea suficiente para hacer de esta película una proposición recomendable. Su director tampoco ayuda en demasía, probablemente porque este no es el medio en el que está acostumbrado a desarrollar su labor cinematográfica. Y es que sorprende sobremanera descubrir en los títulos de crédito de una película como esta al efectista y gran admirador de las grandes historias épicas, Edward Zwick, responsable de títulos como El último samurai o Diamante de Sangre. Hemos de suponer no sin cierta malicia, los suculentos beneficios reportados por este trabajo, ya sea en forma de medicamentos para la líbido o en abundante material promocional; bolígrafos, post-it, paraguas, imanes para el frigorífico y un largo etcétera.
A esta Amor y Otras Drogas le falta mucha saña para desvelar ese ecosistema salvaje del mundo farmacéutico (algo que buscaba el libro en el que se basa escrito por Jamie Reidy) y otro tanto de ternura para dar sentido a una historia de amor con demasiadas luces y sombras.
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