Dulce Cine de Juventud; Cocodrilo Dundee


Sin lugar a dudas, Mick Dundee tenía el cuchillo más grande de esa selva de cemento que es Nueva York. Y si no, que se lo digan al gamberro que, con navaja en mano y con el inequívoco sello estilístico de un Michael Jackson post-thriller, se topó con el aguerrido cazador de cocodrilos australiano que, por si fuera poco, estaba acompañado por una bella dama a la que impresionar con ese atractivo rústico sin igual, dejándonos una de esas frases que permanecerán ajenas al paso del tiempo en la categoría de rúbricas emblemáticas de la historia del cine. Hemos de suponer que tras el batallar con animales salvajes y peligrosos cazadores furtivos en su tierra natal, el caos reinante de la civilización occidental no suponía al bueno de Dundee un reto especialmente complejo que salvar con su característico aplomo, más aún cuando su compañera de viaje y circunstancial guía turística del extraño entorno tecnológico circundante, había quedado embelesada por su masculinidad tras ser rescatada de las fauces de un cocodrilo curioso mientras se refrescaba en tanga en un charco de aspecto cuanto menos sospechoso.
Su inédito reportaje encomendado por el periódico neoyorkino regentado por su padre bien merecía pasar noches al raso con animales salvajes y cazadores merodeando el campamento, o asistir a danzas milenarias en torno al fuego de aborígenes maquillados para la ocasión. Disfrutar de la compañía del excéntrico cazador también suponía un claro aliciente, sobre todo cuando se disfrazaba con una celeridad pasmosa con las pieles de un canguro muerto y daba una lección de humildad a los atronadores furtivos que perseguían a esos amigables animales saltarines
Cocodrilo Dundee suponía el punto cúlmen de la época de romance vivido en los 80's entre la cultura australiana y la industria cinematográfica estadounidense, en un fenómeno ilustrado por todo un conjunto de películas que bebían de la iconografría insular y por el transvase de realizadores y actores australianos al establishment americano. De hecho, la película protagonizada por Paul Hogan fue un rotundo éxito en taquilla que además le reportó un Globo de Oro como mejor actor de comedia y una nominación al Oscar al Mejor Guión Original en virtud a una historia concebida por él mismo. Más tarde llegaría una secuela que reeditaría su gloria en las cifras de recaudación pero que fracasaría consecuentemente en el aspecto cualitativo. De su tercera entrega, sencillamente, resulta conveniente no hablar. 
Cocodrilo Dundee es una divertida comedia en la que se revisitan los consustanciales estereotipos atribuidos a las diferentes culturas y el impacto de estos en outsiders ajenos a un universo presumiblemente de características globales. Desde nuestra concepción etnocéntrica de la realidad, resulta difícil admitir que alguien no conozca la utilidad formal de un bidé (aunque sea un instrumento extraño para la mayoría de nosotros en cuanto a su uso), sin embargo, Mick Dundee tuvo un arduo trabajo en su descodificación, que resultó ser más interesante aún que su cometido principal (de este modo se acabaría con el problema de frotarse la espalda en la ducha). Todo ello, resulta un evidente compendio de clichés culturales que no por ello dejaban de ser sumamente divertido. Y es que ser espectadores de la trepidante aventura de un cazador de cocodrilos de los más profundo de Australia en la meca del mundo industrializado no tiene precio, más aún si su inocencia e ingenuidad propicia situaciones tan desternillantes como las escenificadas en las elegantes fiestas a las que es invitado con honores.
Obviamente, y como no podía ser de otra forma, la relación entre Dundee y la chica (Linda Kozlowski, posteriormente su mujer en la vida real) acabó en un tormentoso romance con una legendaria declaración pública de amor en una estación de metro atestada de gente tras una frenética carrera de la muchacha en busca de su aguerrido cazador. Menos más que los curiosos viandantes se prestaron a ejercer de palomas mensajeras e incluso de circunstancial suelo sobre el que caminaron los amantes para su esperado reencuentro en medio del clamor popular. Un final feliz edulcorado para una comedia que con el tiempo se reivindica como una divertida aventura armada en torno al carisma de Paul Hogan.

Películas para Dos Vidas; Quemar Después de Leer

Tras el mal sabor de boca de la crítica inmediatamente inferior, es hora de recuperar una de las cintas con las que más he disfrutado en las salas de cine y en el salón de mi casa. Hablo de algo totalmente nuevo, que no se ha visto en toda la Historia del Cine. Yo siempre defino esta película como "el arte por el que dos directores consagrados quedan bien dirigiendo a un reparto estelar con una historia que no va de nada."
Y es que realmente el punto fuerte de la película reside en que tiene el guión más absurdo que se haya escrito jamás. Cualquier purista convencido diría que no merece la pena sentarse ante una Olivetti o ante el Microsoft Word para escribir tamaña sarta de tonterías. Sin embargo, tengo que confesar que algo palpita en mi ser cada vez que veo Quemar Después de Leer.
Con una dirección ejemplar, a cargo de los hermanos Coen, dos de los mejores cerebritos que el Séptimo Arte ha dado nunca, el metraje posee un encanto que nadie llega a adivinar. No es su libreto ni su banda sonora. Posiblemente sea que es el ejemplo de película que enfada ya que cuando finaliza su proyección tienes la sensación de que has invertido un dinero en una historia que, aparentemente, no tiene ni pies ni cabeza.
Pero el tiempo me ha enseñado que muchas veces existe algo que impide que las impresiones negativas se apoderen de uno al término de una película. Algunos, los que más me conocen, lo llaman "George Clooney". Prefiero "el absurdo".
Y, ¿por qué este calificativo a priori despectivo? Pues porque los hermanos Coen, allá por 1998, concibieron la primera de las películas que conformarían la "trilogía del absurdo". Hablamos de O´Brother. Pocos años después, en 2005, nos sorprendieron (aunque también nos dejaron indiferentes) con Crueldad Intolerable y en 2008 cerraron su ciclo idiota con Quemar Después de Leer. Todas tienen un denominador común, George Clooney, uno de los actores más respetados de la última década. Sus interpretaciones están a la altura de las imbéciles exigencias de tres películas que divierten, enganchan y entretienen. 
Si a la gran interpretación de Clooney le equiparamos a un ejemplar Brad Pitt interpretando uno de los mejores papeles de toda su carrera, el cóctel se nos hace aún más dulce. Sin embargo, faltan ingredientes. John Malkovich, dando el toque de surrealismo, y Tilda Swinton, el de femme fatale endulzan aún más la hora y media de diversión asegurada con una película que, advierto, rompe con cualquier convencionalismo o tópico cinematográfico. 
Los Coen son mayorcitos para hacer lo que les de la gana y se lo tomaron a pecho. Pero, al contrario que otros realizadores, saben cuando toca reírse de la especie humana y cuando toca analizarla. No es País para Viejos y Valor de Ley son pruebas irrefutables de la versatilidad narrativa nacida de la mente de Joel y Ethan Coen. Precisamente la esposa de Joel, Frances McDormand, es el hilo conductor de Quemar Después de Leer. Ella desata los acontecimientos y acaba poniendo la guinda a un absurdo como jamás volveremos a ver. 
¿Por qué es divertida? Porque las interpretaciones son exquisitas. Nadie está a salvo de la ironía y el sarcasmo con el que los Coen nos reflejan a cada uno de nosotros en esta cinta. Porque Clooney, Pitt y Malkovich son lo suficientemente sublimes como para enamorarnos cada vez que aparecen en pantalla. Porque podemos salir de la rutina viendo algo nuevo salido de esa mazmorra de los androides llamada Hollywood.
Valle Inclán habló del "esperpento" como género para su producción literaria. Los Coen se suman a lo esperpéntico que resulta todo lo que rodea al ser humano (el dinero, la belleza o el sexo) para realizar una mofa digna de cualquier gran teatro del mundo. Imperdibles son todas las secuencias porque, aunque sea la película más estúpida que veremos nunca, también hay que estar atento a lo que ocurre. Por muy imbécil que sea su planteamiento posee su nudo y su hilarante desenlace, fruto de las mentes más crueles.

Crítica Piratas del Caribe IV; Cualquier tiempo pasado fue mejor

4/10
 
Comienzo esta crítica lamentado profundamente el resultado final de esta pseudo continuación de la ya mítica trilogía de los bucaneros comandados por ese gran y ampliamente versátil intérprete llamado Johnny Depp. Son numerosos, millones, los fans de los amaneramientos de Jack Sparrow, quizá sea por eso que son los que más rápido le encuentran una disculpa o, por lo menos, una explicación a tamaña tomadura de pelo a la que fui sometido el otro día en alguna sala de un cine de cuyo nombre no quiero acordarme por diversos motivos.
Alejada queda aquella época en la que Sparrow enamoró por primera vez a toda esa legión de admiradores que consideran a Johnny Depp como el alma mater de la película. Efectivamente lo es. Pero he de reiterar mi objeción a una interpretación que rozaba los límites de la sobreactuación en la primera entrega, allá por La Perla Negra y que se ha transformado en una sobrecarga para el actor. En la cuarta entrega de Piratas del Caribe, Depp se echa él solito todo el peso de un metraje que no le hace justicia alguna. Escenas irrisorias, de enésima duración, luchas y peleas sin sentido alguno. Todo por el hecho de no perder el dichoso sentido del espectáculo.
Bien es sabido que al director de esta cuarta película, Rob Marshall, le encanta hacer un espectáculo de todas sus películas. Lo intentó con Memorias de una Geisha, casi lo consigue con Nine y lo bordó con Chicago, un Oscar que perdió a favor del gran Roman Polanski por su El Pianista. Sin embargo, la marcha de tres de los pesos pesados de la anterior saga ha hecho que esta cuarta entrega sea tan irregular como innecesaria. Por si fuera poco, he conseguido echar de menos a una actriz a la que mis ojos no pueden más que esquivar, Keira Knighley. Pero eso no es todo. Orlando Bloom se ha convertido en, permítame la referencia a Terenci Moix, uno de mis inmortales del cine. Jamás pensé que dos actores que ni me van ni me vienen fueran a tener tanto peso en la trama de hasta tres películas. Y para más inri, uno de mis villanos favoritos, Davy Jones, tampoco aparece en esta cuarta entrega.
Si a eso le sumamos la aparición de una Penélope Cruz más perdida que la Perla Negra en una pecera y al desaprovechamiento de dos actores secundarios de la talla, experiencia y porte como Ian McShane y Geoffrey Rush, apaga y vámonos. Ambos se marcan buenas escenas en sus respectivos papeles pero al carecer la película de guión alguno, resultan de lo más intrascendentes. Sin embargo, en 137 minutos de película, aparecen en muy contadas ocasiones y siempre de una manera incidental. No invitan al espectador a identificarse con ellos. Barbosa ya no es el de antes y Barbanegra abusa de su propia leyenda. Y de la Cruz, mejor ni hablemos.
Gracias a esta película, mi opinión sobre la exacerbada interpretación de Johnny Depp ha cambiado radicalmente. Era uno de mis puntos flacos a la hora de ver la saga por enésima vez. No me gustaban los gestos de Depp, me ponían nervioso y me recordaban al mejor Jim Carrey. Pero ver esta cuarta entrega ha colmado un vaso que jamás pensé que fuera a llenarse. Ahora miro a Jack Sparrow como un auténtico personaje que ya está en los libros de la Historia del Cine. En taquilla reventará, ya lo está haciendo. Pero las sensaciones y el sabor de boca que esta película dejan en el espectador están bastante alejadas de las ya inmortales aventuras dirigidas por Gore Verbinski.
Sin embargo, uno de los flacos favores que hay que hacerle a esta película es la absorbente banda sonora. Nacida de la mente de Klaus Badelt, el encargado de orquestar y ponerle el aura de la eternidad ha sido el gran Hans Zimmer. El resultado salta a la vista y el espectador con concentración auditiva podrá disfrutar de una partitura, cuanto menos, genial.
Mención aparte merecen los efectos especiales. El abuso de los mismos nunca ha sido bueno. Y en esta ocasión estamos ante un despliegue provocado por la empresa de George Lucas, Industrial Light & Magic, que sobresale por las eternas dos horas y cuarto de duración del metraje.
Me da mucha pena ponerle una puntuación tan baja a las buenas intenciones de hacer una secuela o una decente película de aventuras. Pero la tomadura de pelo se paga. Y si podemos evitar que se haga la quinta y alargar una agonía sacando tramas de donde no las haya, valga esta reseña para intentar ponerle un poco de cordura al asunto.

[Retrospectiva Woody Allen] Días de radio

7/10

Woody Allen, además de hacer buenas películas, es especialista en homenajear a los grandes mitos que la Historia de la Humanidad ha legado. Referencias, una detrás de otra, a grandes momentos, personajes, instrumentos, artistas, políticos o intelectuales de toda condición social, geográfica e ideológica. 
De los hechos e ideas de todos los anteriores, Allen se sirve continuamente para hilvanar diálogos mordaces que radiografían al ser humano. Seguimos a continuación con la idea que planteamos en esta reseña por la cual estamos absolutamente embelesados por la forma de rendir culto que tiene el director neoyorquino de todo aquello que le ha servido para aprender más acerca del comportamiento humano. Woody Allen no es Sigmund Freud pero conoce de una manera sublime como funciona el engranaje de este planeta habitado por seres tan distintos.
Fruto de esas mentes distintas nació, a finales del siglo pasado, una serie de cerebros prodigiosos inventaron un sistema de transmisión de ondas sonoras que acabaría por denominarse radio. Este medio de comunicación resultó ser el más exitoso desde su invención hasta que la televisión acaparó el lugar en los hogares que antes pertenecía a los sintonizadores en los cuales se forjaron decenas de regímenes políticos que gobernaron los designios de medio mundo durante lustros.
Pero la radio no solo fue un instrumento de propaganda sino también una forma de hacer llegar al público, a los trabajadores, la "realidad" de lo que estaba sucediendo a su alrededor. La información estaba muy controlada por los magnates (siempre nos acordaremos de Hearst y Pulitzer) que aseguraban cada palmo de voz que se transmitía desde su espectro radiofónico. Noticiarios, radionovelas y mucha música formaban parte de la parrilla de la radio de principios, e incluso mediados, del siglo XX. La importancia que tuvieron las ondas de radio en la Segunda Guerra Mundial no la tuvieron las armas o los periódicos. Escuchar a Roosevelt declarando la guerra a Japón tras el ataque a Pearl Harbor, a Churchill llamando a la calma a los habitantes de Londres en 1940 tras los bombardeos de la Luftwaffe, a Hitler arengando a sus batallones o a Mussolini en uno de sus míticos mítines en Roma eran la prueba fehaciente de que la radio marcó la vida de dos generaciones que crecieron con el miedo que los políticos de la época inculcaban ante sus arriesgadas propuestas.
Pero la radio no solo nos dejó momentos para el miedo durante la Segunda Guerra Mundial. Orson Welles llegó a ser uno de los personajes más odiados durante el año 1938. Su retransmisión de La Guerra de los Mundos acongojó a millones de personas en la Norteamérica de la época. Los marcianos estaban a punto de aterrizar en un mundo que no estaba preparado para recibirlos (como tempoco en 1996 cuando Tim Burton los trajo de nuevo en Mars Attacks!!).
Y toda esta parrafada para hablar de Días de Radio, una película que narra precisamente esto. Todas las historias familiares que surgieron a raíz de la escucha de los sintonizadores de radio en los hogares, todas las controversias políticas que nacieron de una época en la que la única ventana al mundo era ese aparato que posteriormente sería sustituido por la bien llamada "caja tonta".
En 1987, Woody Allen decidió hacerle un bien merecido homenaje a la radio, también presente en su niñez y su juventud en el Nueva York de los años 40 y 50. Las grandes obras del blues, el jazz y la música clásica, grandes historias de superhéroes, famosos concursos y retransmisiones deportivas primaban en las parrillas radiofónicas de la época dorada de la radio. En la película es un niño judío el que vive pendiente de todas las historias que la radio cuenta y, en base a lo que escucha, va tomando forma su comportamiento con sus semejantes. Cuando eres niño y escuchas las grandes hazañas de grandes héroes, siempre se te subía algo por el estómago. Deseabas con todas tus fuerzas tener los objetos que acompañaban el día a día de nuestro personaje favorito. Yo me críe con Batman, ya en la televisión, así que puedo alcanzar a comprender qué es lo que se sentía.
Un guión muy dulce y amable acompaña cada uno de los planos de este exquisito homenaje a un medio de comunicación que, por muchos años que pasen, jamás desaparecerá. Sin embargo, puede pecar de ser excesivamente almibarada y lejana a la irónica forma de ver la realidad de Allen. Pero de vez en cuando, merece la pena salirse del registro y trazar otro dibujo de las mismas realidades. Yo no puedo seguir hablando de la película sin pedirte, estimado lector, que te acerques a una obra maravillosa de un realizador que supo como nadie reflejar las inquietudes de toda una generación a través de un transistor. Con interpretaciones muy correctas, excepto la de mi odiada Mia Farrow, a la cual sigo sin poder soportar, Días de Radio es un exquisito plato para un buen rato de cine.

Crítica Medianoche en París; Vuelve nuestro mejor Woody

8/10

Cierto aura sublime ha rodeado siempre a las películas de ese pequeño genio neoyorquino que, neurótico e ingenioso, nos ha regalado desde 1965 una larga lista de películas y libretos dignos de los más pormenorizados manuales de Historia del Cine. Woody Allen, si estuviésemos en la Antigua Grecia, sería uno de los grandes dioses de ese Olimpo al que, indirectamente, todos tratamos de llegar en nuestra vida con nuestro trabajo. Algunos con más suerte que otros. 
Pero como todo ser humano, Allen tiene sus fallos. Y cuando comete un error, se nota. ¿Por qué? La respuesta es sencilla. Sus diálogos son impecables retratos de la conducta humana y nadie como él ha sabido retratar los miedos, fobias, adicciones y síntomas de las mejores y peores formas de comportamiento en una raza, la humana, tan excesivamente complicada de estudiar. Y Woody lo hace mejor que nadie. Por eso, cuando detectamos una película "menor", enseguida nos damos cuenta. Es por eso que los expertos en cine clasificaron la filmografía del director en "mayores" y "menores".
Cuando hablamos de los fallos de Woody Allen es imposible no recordar las tres últimas películas que ha realizado. Si bien, este que os escribe, solamente salva Si la Cosa Funciona, tanto Vicky Cristina Barcelona como Conocerás al Hombre de tus Sueños son piedras en el zapato de un director que nos tiene acostumbrados a reinar sobre todos los demás. Por su ingenio, por su ironía, por su sarcasmo pero, sobre todo, por sus verdades.
Medianoche en París supone la vuelta al mejor cine al que nos tenía acostumbrados Allen. Si bien, durante los noventa tuvo una época en la que sus "obras menores" nos acostumbraron al que parecía el ocaso de un genio, en 2005 vimos como el director neoyorquino resurgía como el ave Fénix con, la que a mi parecer, es una de sus mejores películas y mi particular cinta favorita: Match Point. A continuación, Scoop y El Sueño de Casandra nos recordaron que la vuelta a los orígenes todavía era posible.
La nueva cinta de Allen nos transporta a París, en compañía de un impresionante Owen Wilson ejerciendo las veces de una suerte de Woody, aquel de las Manhattan, Annie Hall o Bananas. Neurótico, harto de su vida y cuestionándose durante la mayor parte del libreto su existencia en este mundo. Wilson, un actor con un registro bastante limitado, da el perfil de una manera sublime sorprendiendo incluso al espectador más escéptico. 
Acompañado de su novia, una discreta pero hermosa Rachel McAdams y sus conservadores suegros (inolvidables los diálogos entre Wilson y Kurt Fuller sobre la "bondad" de los miembros del Tea Party norteamericano), nuestro protagonista aterriza en una nueva vida, una realidad totalmente distinta que le sirve de evasión a su monótona y casi arruinada vida. 
París ha sido desde hace décadas uno de los templos de la cultura, donde las interacciones entre los grandes artistas, literatos, escultores, pintores, músicos o cineastas han dado las mejores obras de la Historia de la Humanidad. Por las calles de Montmartre han paseado los mayores genios de la pintura de finales del siglo XIX y principios del XX. Por las orillas del Sena se han inspirado los más grandes literatos mundiales para retratar una sociedad venida a formar la segunda "edad de oro" tras el Renacimiento, como afirma Allen en la propia película. Nuestro protagonista acaba inmerso en un universo donde Picasso, Buñuel (impecable la mención a El Ángel Exterminador), Hemingway, Matisse, Toulouse-Lautrec o Scott Fitzgerald le aconsejan sobre su propio destino, su novela y, sobre su vida. Paradójicamente, todas las opiniones de estos genios influirán sobre el futuro del personaje de Owen Wilson.
El espectador acaba totalmente hipnotizado por el tremendo encanto que posee una cinta que recupera la magia que su director nos trasladó en aquella La Rosa Púrpura del Cairo. Sin embargo, con la simpleza que le caracteriza, Woody Allen huye de recursos técnicos y se dedica a lo que mejor sabe hacer: contar historias. Y en esa historia, además de un gran Owen Wilson, encontramos a dos actores que realizan dos de los mejores papeles de sus carreras. En primer lugar, hablamos de Michael Sheen (El Desafío: Frost Contra Nixon) que teje en la cinta un personaje extremadamente "pedante", como lo calificará la actriz revelación del metraje, Carla Bruni, esposa del presidente francés Nicolas Sarkozy. Sheen devora a sus acompañantes en todas las secuencias que protagoniza con un texto altivo y una barba prolongada que le da un aire distinto, alejado del rostro amable al que nos tiene acostumbrados. En segundo lugar, mencionamos a un excelso Adrien Brody. Su recreación del pintor catalán Salvador Dalí es sencillamente sublime y bastará recordar su portentosa interpretación con una sola palabra: "rinoceronte".

Hay que recomendar esta película a todos los amantes del cine de Woody Allen. Hay que recomendar Medianoche en París a los amantes de los exquisitos acordes de clarinete del director, presentes en un magnífico prólogo en el que se nos van mostrando diversos lugares de la ciudad antes de adentrarnos en la gran evasión a la que se nos ha invitado. Hay que recomendar esta película a todos aquellos que quieren huir de su presente buscando una salida en un pasado idealizado. Todos desearíamos tener un sueño del estilo al que vive Owen Wilson en la medianoche parisina. Los mejores diálogos de Allen y una oda a la vida, al pasado y a lo mejor de lo que es capaz el ser humano son los puntos clave que se dan cita en esta película que hipnotiza desde el primer minuto por su sencillez y su calidad narrativa.
Si a este que os escribe le invitan a una cena con Shakespeare, Bécquer, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Stanley Kubrick, Hitchcock y Marlon Brando os puedo asegurar que jamás volveréis a saber de mi existencia. Por eso te invito, querido lector, a que acudas al cine, te deleites con el regreso del mejor Woody Allen y pienses cual sería tu "regreso al pasado" con tus más admiradas personalidades del mundo del arte.
Lo mejor, ahora mismo, es perderse en esta gran película que, de manera sencilla y exquisita, nos embauca y nos enamora sólo como el mejor Woody Allen es capaz de hacerlo.

Crítica The Company Men; Los ricos también lloran

 6/10
La crisis financiera que asola desde el pasado año 2008 buena parte del mundo occidental se ha constituido, además de como un auténtico quebradero de pesares para políticos ineptos y corruptos, en una fuente de inspiración para la legión de creadores que pululan por Hollywood con hambre voraz de nuevas ideas y acontecimientos que narrar. Pasados unos años, incluso podremos hablar de un subgénero cinematográfico en torno a las causas y consecuencias de la depresión económica, con películas como la que hoy reseñamos, Wall Street 2 o todas aquellas que aún se encuentran en fase de producción; complementando la nutrida oferta documental que analiza con mayor profundidad el asunto, donde sobresale la recientemente estrenada en nuestro país Inside Job.
The Company Men es, ante todo, un buen ejemplo de cine de diván. Las hondas heridas ocasionadas por el colapso del sistema reclaman una reflexión acorde con la gravedad de los hechos que, de alguna manera, provea de las claves pertinentes para la comprensión de tamaña catástrofe. Se ha vendido tanto humo que, cuando este se ha disipado, la claridad del cielo ha permitido vislumbrar la mentira en la que hemos estado viviendo durante años. Tanto es así que no sólo los ciudadanos de a pie, el eslabón más débil de esta maquinaria implacable, han sufrido los efectos del síncope del capitalismo; los directivos enfundados en elegantes trajes con maletín incorporado también han sentido en primera persona las secuelas de las vergonzosas estrategias de expansión de sus empresas, que, golpeadas por el súbito y caprichoso vaivén de las acciones, no han tenido más salida que recortar plantilla entre sus atribulados hombres de negocios.
Ahora, como el  Bobby Walker de The Company Men, estos ejecutivos deben enfrentarse a una realidad exenta de primas y retribuciones desorbitadas aunque con un extenso sumario de hipotecas correspondientes a los numerosos caprichos facilitados por un nivel de vida insostenible. No obstante, lo más difícil no es renunciar al Porsche recién comprado o al exclusivo club social del que se es miembro, sino reconocer, en el íntimo pesar del desempleado, que todo ha acabado, que las oportunidades brindadas a tu familia son desterradas de raíz, que ya eres uno más en la gran masa de perjudicados y una nueva vida te espera para ser construida.
El personaje interpretado por un competente Ben Affleck sufre lo indecible antes de percatarse de todo ello, sin embargo, una vez que la vergüenza se difumina por la necesidad, toma conciencia de todo lo que ocurre a su alrededor: su estatus de director de ventas de una importante empresa internacional pronto queda reemplazado por el de un peón de obra que lucha cada día por conseguir un sueldo digno. Lo curioso es que, como espectador, nunca se siente ni el más mínimo ápice de lástima por las derivas de Walker y sus veteranos compañeros de fatigas, pues la certeza de que han estado lucrándose de forma injusta durante años a costa de los verdaderos trabajadores se antoja más poderosa que el drama personal de cada uno de ellos.
Quizás ese extrañamiento emocional con los personajes de la película de John Wells sea una de las razones de un producto demasiado gris que genera más indiferencia que pasión. Suerte que Wells cuenta con un atractivo reparto encabezado por el citado Ben Affleck y secundado por Tommy Lee Jones, Chris Cooper, Maria Bello y un entonado Kevin Costner; que, junto a una dirección eficaz, elevan hasta ciertas cotas de calidad el resultado final. The Company Men, al fin, aporta un enfoque interesante al tratamiento de la crisis económica mostrando los frutos envenenados de una época de bonanza desenfrenada entre aquellos que colaboraron en fomentarla. La principal moraleja extraída es que los ricos también lloran y, desde nuestra posición de meros ciudadanos de segunda, no podemos dejar de experimentar cierto regocijo ante el derrumbe de unas vidas cimentadas sobre el barro de nuestro trabajo.

Películas para Dos Vidas; Amelie

Las grandes historias que jalonan nuestras vidas son un material artístico voluble susceptible de adoptar formas divergentes según la capacidad de quien las moldee. El terreno de los sentimientos humanos, de su devenir emocional, es limitado, no está sujeto a una evolución por la que se creen o muten nuevas manifestaciones del sentir individual. Sin embargo, el arte, ya sea en formato cinematográfico, pictórico o literario, sí que está sujeto al cambio, a un dinamismo que lo impele a seguir experimentando con un material permanente y natural al que adherir nuevos enfoques con el único objeto de no caer en el tedio más absoluto. La originalidad del creador se antoja, pues, imprescindible para suscitar la sorpresa en el espectador, como si de un mundo nuevo desplegado ante sus ojos se tratase.
En este sentido, la obra del francés Jean Pierre Jeunet es la sublimación de ese arte que hace que la realidad adquiera tintes insólitos, a pesar de que la materia prima no sea más que un producto cotidiano. El amor como sentimiento floreciente y delirante ha sido tantas veces abordado como películas y libros han sido concebidos, sin embargo, en escasas ocasiones su tradicional esquema (chico conoce a chica o viceversa) fue sujeto de una deformación fantástica como la que desarrolla Jeunet en su Amelie, suscitando esa vaga (e inquietante) sensación de estar asistiendo a un espectáculo totalmente nuevo y original. Y es que la película no es más que un tortuoso camino hacia el encuentro con 'el otro', con esa persona con la que siempre soñaste, aquella que supliera las carencias de tiempos pretéritos; una travesía hacia el amor, al fin y al cabo.
Amelie Poulain es un chica introvertida, incapaz de entablar una relación profunda con nadie debido al lastre de una infancia solitaria marcada por la muerte prematura de su madre y la inutilidad emocional de su padre. Aislada, de este modo, del mundo al que pertenece, la muchacha halla en la fantasía y en su desbordante imaginación al compañero que le fue negado a lo largo de su infancia, sembrando así un particular placer por los detalles, las preguntas absurdas o las historias disparatadas nacidas de su febril ingenio. En su madurez, esa peculiar agudeza la utiliza Amelie para constituirse como la silenciosa defensora de los débiles, los tímidos y las causas perdidas, una revisión femenina del icónico justiciero 'El Zorro'; una actitud que, por otro lado, se evidencia como un vano intento de acercarse a las personas que la rodean manteniendo esa distancia de protección interpuesta por su incapacidad para relacionarse libremente.
Jeunet desgrana paulatinamente y con gran maestría ese juego de tímidas aproximaciones de su protagonista, cuyas fronteras de defensa se tambaleen de forma temeraria cuando el extraño chico que recoge los trozos desgarrados de las fotografías de un fotomatón, aparece en su vida tal y como ha estado esperando durante años. Pero su inseguridad extrema la emplaza a crear un singular pasatiempo de identidades ocultas y gymkanas por la ciudad para retrasar la decisión definitiva que, finalmente, deberá tomar si no quiere dejar escapar la oportunidad que el azaroso destino le ha concedido para amar y ser amada.
De este modo, la película nos conduce en un apasionante recorrido por el universo mágico de Amelie, en el que toda una amalgama de personajes nostálgicos, tiernos o sencillamente desequilibrados completan la insólita atmósfera musical y cromática que hace de esta película todo un hallazgo visual y narrativo. La luz líquida, de un amarillo crepuscular, de los exteriores se tiñe de verde en el café parisino, para dar paso a las tonalidades cálidas del hogar de la protagonista, en una mutación constante asociada con el sentir de la misma e hilvanada por la presencia ubicua de los compases concebidos por el soberbio talento de Yann Tiersen. Aquí, la cámara del realizador no es más que el punto de fuga de la mente inquieta de Amelie, dando lugar a una desquiciada composición de digresiones fantásticas televisadas, juegos visuales y montajes fotográficos animados ajenos a la coherencia formal del medio en el que se inscribe. Todo adquiere visos de excitante delirio, como una fábula introspectiva sin reglas ni límites; tan sólo una desbordante creatividad como axioma ineludible.
Amelie es humor, melancolía, amor y ternura. Una bocanada de aire fresco e hilarante frente a la rutina y la sobriedad del 'mundo real' que invita a soñar, a viajar más allá del estado 'normal' de las cosas, a concebir la realidad como un juguete al que vestir con las prendas que nuestro espíritu nos dicta. Un lúcido alegato, al fin, contra la mezquindad emocional y a favor de la espontaneidad de las bondades humanas. Una película que marca un hito en la historia del cine por su transgresora capacidad de sorprender hasta a el más resabiado espectador y que encandila por su inusitado gusto por la fantasía, tanto visual como narrativa. Un placer, pues, para todos los sentidos.

Series de Televisión; The Borgias

Siempre que aparece una serie de este estilo suelen salir tambien de debajo de las piedras centenares de expertos que se ubican en la corriente del llamado "escepticismo televisivo". Esta denominación podría enmarcar a todos aquellos que analizan cada segundo de cada ficción de la pequeña pantalla para poder criticar simple y llanamente (aunque a veces, con mucha razón) comportamientos de los guionistas que poco tienen que ver con lo realmente sucedido.
Yo no proclamo la inexactitud histórica pero todos sabemos de qué pie cojeamos. La objetividad es un mito viviente y aún hoy, para los que tenemos la ingrata suerte de estudiar Periodismo, es uno de esos preceptos máximos y dogmas de fe a los que debemos llegar algún día. Los periodistas somos como una suerte de budistas que esperan llegar a su "nirvana".
Efectivamente, la objetividad en la ficción televisiva histórica es algo que resulta casi quimérico. Nuestro viaje por el éxito comenzó en 2005 cuando la Meca de la Televisión, la Home Box Office (HBO) realizó con un presupuesto de 100 millones de dólares por temporada una de las series más exitosas de la historia de la pequeña pantalla: Roma. Un recorrido por una de las más apasionantes tramas urbanas de la Roma imperial y que tenía a carismáticos personajes como lúcidos protagonistas. Vorenus, Marco Antonio, César y toda la sarta de arpías y sátrapas que poblaban los palacios romanos estaban reflejadas en una serie que pasará a la Historia por querer narrar cientos de relatos de una manera apabullante y que posteriormente quedó en un exceso de metraje y una apabullante puesta en escena que bien mereció cada dólar invertido en su producción. Roma fue uno de los primeros ejemplos en la televisión actual de que la objetividad no estaba tan diáfana como se pretendía. Hay teorías, procedentes de los historiadores más ávidos, que investigan la procedencia real de cada uno de los personajes que aparecen en el metraje.
En todas estas series hay una obsesión por encontrar un equilibrio entre la realidad / Historia y la ficción / licencias narrativas. Al final nos preocupamos más de si Marco Antonio realmente concibió a sus hijos con Cleopatra en un campamento entre Tebas y Alejandría que de intentar disfrutar con una superproducción como nunca jamás volveremos a ver. Por si fuera poco, se nos introducía en una espiral de sexo y violencia que a poca gente gustó en su primer visionado pero que fue sustituyendo por altas dosis de calidad en la redacción de todos y cada uno de sus veinticuatro capítulos de una hora de duración.
En segundo lugar, y dos años después, el actor irlandés Jonathan Rhys Meyers estrenaba bajo el auspicio de la productora Showtime una serie muy popular sobre un tema muy recurrente en la Historia como son los seis matrimonios del rey Enrique VIII y el fatídico destino de algunas de sus esposas. Con un planteamiento tan atractivo, a Los Tudor le llovieron los palos nada más comenzar. Nadie se imaginaba al orondo y rosado monarca británico con aquel porte esbelto que poseía Rhys Meyers. Sin embargo y a pesar de su flagrante éxito, las inexactitudes históricas en la serie son evidentes. Muchos de los acontecimientos ni siquiera sucedieron o están confundidos de una manera bastante escandalosa. La muerte de Ana Bolena o Tomás Moro, el nacimiento de Bolena, la fundación del Vaticano o algunas fechas de guerras imposibles de librar por Enrique VIII son algunos de los ejemplos más demostrados de una serie que terminó con su cuarta temporada pero que le dio numerosas alegrías tanto a su productora como a sus intérpretes, resucitando las carreras de Sam Neill y Jeremy Northam o relanzando la de Jonathan Rhys Meyers.
Es normal que para el estreno de The Borgias la mayor parte de los historiadores ya estén de uñas a ver lo que se encuentran en esta serie que bebe, sobre todo, de Los Tudor en su planteamiento aunque difiere en su temática. Especialmente atentos se hallan los expertos españoles que, viendo como nos tratan fuera de nuestras fronteras, están a la espera de cualquier atisbo de ineficacia narrativa para comenzar a dar palos a diestro y siniestro.
Tras ver el episodio piloto (en versión original, por supuesto) este escritor os anima y os exhorta a no perder el hilo de una serie que promete seguir en la estela de las grandes ficciones históricas. En España tendremos ocasión de verla en Cuatro aún sin fecha confirmada aunque ya podemos ver las correspondientes promos que nos ponen la miel en los labios.
Puedo afirmar que la serie tiene todos los ingredientes necesarios para convertirse en un éxito. Jeremy Irons ha sido siempre un intérprete formidable y lo sigue demostrando a sus 62 años encarnando de manera sublime a Rodrigo Borgia, heredero de la familia española que llega como miembro de la curia a Roma y se convierte en Vice-Cardenal del papa Inocencio VIII. La trama comienza con la muerte de dicho pontífice y se nos van retratando las intrigas que rodean a una saga familiar que ha sido objeto de las más diversas teorías y conspiraciones. Los cuatro hijos de Rodrigo Borgia (Juan, Gioffre y, sobre todo, César y Lucrecia) serán el origen de los desvelos del protagonista y de nosotros, los espectadores ansiosos de ver cada uno de los capítulos de una serie que ya ha conquistado su terreno en Estados Unidos y Canadá como perfecta heredera de la recientemente desaparecida Los Tudor.
Creada por Michael Hirst, guionista de todos los episodios de la trama de Enrique VIII, The Borgias supone la primera incursión de un director consagrado como es el irlandés Neil Jordan (Juego de Lágrimas, Entrevista con el Vampiro, Michael Collins) en el terreno televisivo. Diálogos sólidos, una ambientación perfecta de la ciudad de Roma en el año 1492, cuando Rodrigo Borgia comienza sus fechorías, y un tema inicial que invita al visionado de cada capítulo es lo que se nos ofrece en esta nueva apuesta de la cadena Showtime, la cual sigue teniendo en Dexter a su buque insignia dentro de la alta competencia inserta en la nueva ficción televisiva norteamericana.
Sólo hemos visto un episodio, el piloto, pero las sensaciones son más que excelentes. Yo, gran amante de la Historia y de las artes interpretativas de Jeremy Irons, encuentro en esta serie un aliciente para seguir creyendo que todavía existen posibilidades de poder ver buenas tramas en televisión alejadas de los condicionantes adolescentes o de los tópicos harto repetidos de las series que se están estrenando recientemente. La fidelidad a ficciones como Mad Men, Dexter, House o Breaking Bad son garantía de calidad.
Y ahora más que nunca. Mi compañero Jesús Benabat tuvo el placer de hablar sobre sus sensaciones acerca de la llegada de la primera temporada de Juego de Tronos a la pequeña pantalla, en lo que supone una nueva serie de HBO que está enamorando a centenares de miles de espectadores y que, junto con The Borgias, se convierte en una de las apuestas más importantes para este 2011 en lo que a televisión se refiere.

Películas Para Dos Vidas; Con la Muerte en los Talones

Al son de violines y tambores escuchamos una de las bandas sonoras más emblemáticas de la Historia del Cine. Así comienza Con la Muerte en los Talones. El compositor Bernard Herrmann realizó un portentoso trabajo realzando el impetuoso suspense de esta película que nació de la mente del gran guionista Ernest Lehman. 
Hay poca gente que todavía no haya contemplado esta maravilla por la que siempre habremos de dar las gracias a ese orondo director llamado Alfred Hitchcock. Y también hay muy poca gente que admita que no ha visto en su vida ninguno de los metrajes realizados por el aclamado realizador británico, apodado no sin razón, "el maestro del suspense". Y especialmente ésta película, una de las más famosas del genial director donde tenemos oportunidad de perdernos en una maraña de espías, confusiones y terceras identidades que nos harán disfrutar de lo lindo.
Con la Muerte en los Talones fue realizada en 1959 y estrenada con un éxito atronador que aún, hoy en día, dura entre las generaciones más recientes de cinéfilos. Todas y cada una de sus secuencias son magia pura del cine. Hitchcock era único a la hora de hacernos temblar en el asiento del cine y, ahora, en las ediciones de vídeo doméstico donde ver Psicosis o Los Pájaros en una noche oscura no es lo más recomendable.
Un director que explotó los recovecos más profundos de la mente humana en cintas de corte más psicológico como Sabotaje, Marnie o Frenesí, realizó en esta ocasión una simple y diáfana película de suspense y espionaje donde tenemos oportunidad de recrearnos con uno de los intérpretes más maravillosos que la Historia del Cine nos legó, un Cary Grant en estado de gracia que nos obsequia con, posiblemente, una de las secuencias más impresionantes jamás rodadas la cual se halla en el imaginario colectivo de millones de amantes del buen cine. Hablamos de la secuencia donde está a punto de morir abatido por los disparos de una avioneta fumigadora en mitad del desierto más árido de la zona central de Estados Unidos. 
Sin embargo, no es solamente esta escena por lo que Con la Muerte en los Talones merece ser recordada por siempre. Interpretaciones sublimes de grandes actores como James Mason, Eva Marie Saint o Martin Landau sostienen un guión fácil pero con más de una trampa que el espectador debe intentar resolver a medida que transcurren los minutos de esta gran película.
Nos encontramos también con un libreto castigado por la censura de la época. Es por ello que algunas partes de la película están montadas a posteriori con un doblaje bastante más deficiente que la cinta original. El sexo era un elemento tabú en aquella mitad del siglo XX y por ello los censores decidieron meterle la tijera al metraje dañando por siempre el resultado final.
Algo que debemos tener en cuenta a la hora de ver la película es el elemento llamado MacGuffin, una palabra acuñada por el propio Hitchcock en el que se fija un objetivo dentro del guión a través del cual todos los personajes se van interrelacionando. Pero la trampa está en que ese objetivo no es nada, no representa nada en particular sino que simplemente es una excusa para tejer alrededor de uno o varios personajes una serie de acontecimientos que lo irán llevando a un destino, a veces simpático, otras veces muy desagradable.
Con la Muerte en los Talones representa lo mejor del cine clásico. Cary Grant fue el galán por excelencia de una época en la que las mujeres (y muchos hombres) bebían los vientos por cada película que aparecía de este formidable intérprete británico. Su soltura en la gran pantalla y su química con el espectador hicieron que trabajase hasta cuatro veces con Alfred Hitchcock, siendo ésta la última de ellas tras Encadenados, Sospecha y Atrapa un Ladrón. Ingrid Bergman, Joan Fontaine y Grace Kelly tuvieron la oportunidad de deleitarse con la compañía en escena de un actor tan grande como universal.
George Kaplan siempre será ese personaje del que todos los amantes del cine de Hitchcock siempre tendremos como cabecera de los guiones de uno de los directores sagrados para todo buen aficionado al buen Séptimo Arte, ese del que siempre nos acordamos cuando vamos a las salas de cine y no encontramos más que bazofias indeseables fruto de una economía de mercado que nos está castigando día si y día también.

Crítica Perdona pero quiero casarme contigo; Moccia se reinventa en su culto al pseudorromanticismo

 2/10
Cuando el cine no te dota de argumentos suficientes por esgrimir aunque tu intención no sea otra que dilapidar malévolamente el producto en cuestión, es mejor despojarse de la pedantería consustancial del cinéfilo exigente y entregarse, en un ejercicio francamente reparador, a la crítica más feroz que tu mente vapuleada por la película te permita expresar. El antecedente mas cercano lo encontramos en esa revisitación patria de la obra literaria de Federico Moccia, 3 metros sobre el cielo, la cual desempeñó a la perfección su papel de salvavidas de las maltrechas arcas comerciales del cine español a la vez que provocaba la náusea entre los espectadores que no tenían los ojos empañados en lágrimas ante tamaño caudal de emociones desatadas por el suspense de una historia de amor tan honda y veraz.
Curiosamente, cuando el trágico recuerdo de la película se iba difuminando en la memoria, el bueno de Federico Moccia regresa de nuevo a las pantallas, esta vez dirigiendo la adaptación de su propia novela, con la intención de convertirse en el héroe indiscutible de toda una generación de jovencitas entregadas a ese compendio de clichés, comicidad forzada y pseudorromanticismo que compone el universo creativo y sentimental del escritor-director italiano. Es una lástima que sus películas no sean aptas para un sector del público al que las dosis ingentes de edulcorante rosa pueden causar efectos irreversibles en su salud mental, más aún si los conceptos que manejan en torno al amor o el compromiso van más allá de una sucesión de vaivenes absurdos en la historia de una pareja cuyo fin último y previsible es la sílaba afirmativa en el día más importante de la vida de cualquier persona; la boda (léase en clave irónica).
Lo cierto es que en la primera entrega de lo que promete ser una saga primordial en la historia del cine (B, de bodrio), Perdona si te llamo amor, Moccia conseguía alcanzar ciertas cotas de comicidad gracias a la herencia residual del ritmo apresurado e hilarante del género cómico italiano de los 70, todo ello al servicio de una historia convencional aunque hasta cierto punto tolerable sostenida por el atractivo de sus dos actores protagonistas. En esta secuela, Perdona pero quiero casarme contigo, el terreno avanzado a medias por su director es desandado de forma fulminante gracias a una peligrosa carencia de ideas con un mínimo de originalidad y a un evidente desconocimiento del medio cinematográfico en el que se mueve. Y es que, a pesar del éxito cosechado en el terreno literario con novelas a las que me abstengo de enjuiciar, Moccia debería haber sido apercibido de que la traslación literal de diálogos y soliloquios narrativos del papel a la pantalla, sencillamente no funcionan, de hecho, lastran una película que en la mayor parte del metraje se asemeja más a un anuncio de bombones o de perfume para jóvenes que a un verdadero producto fílmico. 
 La estética y la puesta en escena tampoco socorren la linealidad del tejido argumental. Moccia recurre redundantemente a los primeros planos, a los travellings eternos para imprimir cierto ritmo, a la música para silenciar la simplicidad de los diálogos, al mismo tiempo que realiza digresiones fantásticas (cuando los personajes hablan para sí mismos) con recursos más propios de una sitcom televisiva de bajo presupuesto o incluso de una obra de teatro de instituto. Y todo ello no es debido precisamente a una financiación limitada, si se tiene en cuenta que la productora que respalda al proyecto es nada menos que Medusa Films, división cinematográfica del gigante mediático de Silvio Berlusconi, Mediaset. Nos resulta fácil imaginar a 'Il Cavaliere' gozando en su mansión una lluviosa tarde de domingo de la película de su amigo Moccia, identificándose con el atractivo del maduro Raoul Bova, encantador de 'velinas' veinte años (o cincuenta en el caso del primer ministro italiano) más jóvenes aunque entregadas a las bondades de su atractivo físico (o económico). Ese, al fin y al cabo, es el verdadero espíritu de macho italiano que ha defendido a lo largo de su vida y que puede anticipar su esperada jubilación, para el alborozo de su pueblo y del mundo.
Perdona pero quiero casarme contigo es una muestra más de los niveles subterráneos a los que está descendiendo la comedia romántica en su particular proceso de mimetización con los subproductos norteamericanos. No hay sorpresas, ni giros inesperados, ni imaginación, ni siquiera romanticismo verdadero, tan sólo una ridícula simulación de lo que realmente es una relación de pareja. La película de Moccia repasa todos los lugares comunes del proceso de madurez del noviazgo (comenzar a vivir juntos, conocer a los suegros, fraternizar con las cuñadas, la pedida de mano y, al fin, la boda) aunque comprimiendo los tiempos a apenas unas semanas y exagerando hasta lo grotesco cada una de las etapas, incluida la de las dudas prematrimoniales. El resultado es una comedia sin gracia, previsible y con momentos que se internan en el bochorno más absoluto.
A tenor de las consecuencias en las que han derivado sus ambiciones artísticas, cada vez resulta más necesario que alguien le diga al bueno de Federico Moccia; "Perdona, pero no quiero volver a saber de tí".

Series de Televisión; Juego de Tronos

Es un hecho incontestable; las fronteras interpuestas entre los formatos televisivos convencionales y la producción cinematográfica tradicional han sido arrumbadas finalmente propiciando un transvase de calidad y presupuesto desde la industria del séptimo arte hasta el mercado masivo de la pequeña pantalla. Para aquellos que aún guardaban ciertas reticencias en legitimar este movimiento iniciado por series como Hermanos de Sangre, Los Soprano o The Wire, la cadena de cable estadounidense Home Box Office (HBO) ha dado un rotundo golpe de autoridad en el panorama televisivo con una nueva propuesta de ficción de tintes épicos, tanto en su argumento como en su despligue financiero, que promete marcar el definitivo hito histórico de la gran época dorada que estamos viviendo desde nuestros hogares.
Juego de Tronos (Game of Thrones) no es ya sólo una muestra más del rigor creativo de una productora independiente que ha suplido la carencia de originalidad de Hollywood, sino la traslación definitiva del espectáculo cinematográfico a un formato seriado de infinitas posibilidades narrativas al que se adhieren elementos hasta este momento inéditos en el espectro catódico. Lejos quedan ya las historias convencionales filmadas según patrones rutinarios y con un indisimulado conservadurismo formal; la televisión de hoy es un estimulante laboratorio de apuestas transgresoras que no eluden la violencia, el sexo o el humor más negro para cautivar a una audiencia masiva global. En ese sentido, la nueva serie de HBO concentra en sí misma muchos de esos ingredientes y les añade un escenario totalmente nuevo, inaudito, reservado hasta ahora para las grandes superproducciones cinematográficas. Juego de Tronos podría haber sido una saga fantástica al estilo de la trilogía de El Señor de los Anillos, no en vano se basa igualmente en una serie de novelas (Canción de Hielo y Fuego) escritas por George R.R. Martin; sin embargo su singularidad viene dada por su adaptación a un formato episódico que puede elevarla a una categoría antológica.
Al menos sus responsables, la plana mayor del panorama televisivo entre los que destacan Tim Van Patten (Los Soprano, Boardwalk Empire), Brian Kirk (Los Tudor, Luther), Daniel Minahan (Deadwood, True Blood) y Alan Taylor (Roma, Bored to Death); van a poner todo su empeño en conseguirlo con el respaldo económico suficiente para lograr una ambientación fiel al original literario. Juego de Tronos en un proyecto majestuoso que ya en su capítulo piloto sienta las bases de lo que promete ser todo un espectáculo visual sustentado en un tejido argumental complejo subdividido en diferentes tramas y en las interpretaciones sólidas de un elenco actoral encabezado por el siempre convincente Sean Bean.
Llega el invierno... y con él la oscuridad de una época cruda y larga en la que la amenaza de criaturas salvajes y las ambiciones enconadas por el trono de los siete reinos se extiende como una sombra preludio de aventuras y empresas por llevar a cabo. La acción se abre paulatinamente, con cierto aire enigmático, tenebroso, en los confines del Muro, en un bosque helado donde unos soldados se enfrentan a un enemigo incierto, temido desde hace siglos. El pulso del primer acto es brillante, algo grotesco, pero con un sentido del ritmo deudor de las grandes obras del suspense, hasta dar paso a un desarrollo más disperso aunque no menos cruento. En este primer episodio, los personajes son esbozados con cierto hondura por una cámara curiosa, con el genuino estilo de Van Patten (pues ya en televisión podemos hablar de cierta autoría), que enlaza los tres grandes bloques de una historia que confluye en la lucha por el tan ansiado vértice de poder, a través de una sólida narración enmarcada por el ambiente gris, frío e implacable de Invernalia.
Una obertura que anticipa algunas de las bondades de una serie en la que la violencia, el sexo sin tapujos y las truculentas relaciones entre sus protagonistas van abriéndose paso en el flujo discursivo de los episodios, hilvanados por un necesario componente adictivo emplazado en el final de cada uno de ellos (o al menos eso se intuye tras la primera entrega). La expectación en torno a Juego de Tronos ha estado, pues,  justificada a tenor de la calidad indiscutible de su inicio demoledor, por lo que las sombras de dudas acerca de si logrará mantener el pulso en su posterior desarrollo están desacreditadas. La HBO ha apostado fuerte y su consecuencia directa no puede ser otra que la competitividad de un mercado que vive un esplendor al que auguramos una larga existencia. Millones de espectadores ya han quedado prendidos por este espectacular entrega de fantasía épica que adapta lo inadaptable según los propios directivos de la cadena, y aún quedan otros once capítulos por disfrutar, además de una segunda temporada confirmada. La aventura continua..nosotros no nos la perderemos.

Dulce Cine de Juventud; Señora Doubtfire

 Era refinada, eficiente, cándida, laboriosa, amable, tenía buena mano con los más pequeños... una perfecta niñera británica para armonizar un familia desestructurada por el traumático divorcio de sus progenitores. No obstante, como diría John E. Brown en el antológico final de Con faldas y a lo loco; "Nadie es perfecto", y la encantadora señora Doubtfire resultó no serlo por el nimio detalle de esconder una verdad tan frívola como que en realidad era Robin Williams travestido magistralmente en anciana en un arrebato desesperado por disfrutar del tiempo que el juez le negaba para estar con sus tres hijos. Suerte que su amor tenía más vigor que su ignorancia manifiesta en tareas del hogar ordinarias como cocinar, hacer la colada o servir de consejero amoroso de su propia mujer; una misión francamente engorrosa si, de forma paralela, debe ocultar su identidad (no siempre de forma cuidadosa, y si no que le pregunten a su hijo adolescente cuando descubrió a la dulce nannie haciendo pis desde las alturas), al mismo tiempo que intenta conseguir un trabajo digno o sortear las exigencias de una inspectora social asfixiante y demasiado exigente.
En resumen, todo un clásico del género cómico familiar con una decena de escenas memorables conectadas por el talento indiscutible de un comediante total venido a menos pero con una carrera de éxito arrolladora en la década de los 90. Y es que nadie como Robin Williams para hacer de la personalidad disociativa de su personaje un ejemplo perfecto de comedia amable, divertida y saludable con la que seguir profiriendo carcajadas tras un ingente número de visionados en televisión. Es lo que tienen los clásicos (cada uno en su categoría); el tiempo no causa los estragos inherentes a su naturaleza, sino que se reivindican entre tanto producto cínico y sin gracia.
En ese sentido, Chris Columbus siempre tuvo meridianamente claro que su carrera como cineasta no era más que una excusa para hacer un poco más feliz al espectador medio, y así lo demuestra en Señora Doubtfire, conjugando ternura con cierto toque gamberro al jugar con el profundo contraste entre el candor de la anciana y la masculinidad incontenible del hombre que cobija bajo su apariencia; de hecho, nunca se vio en el lugar una abuela que bien podría haberse presentado al rookie del año de baloncesto, a la reina de la pista de baile con aspiradora y escoba como acompañantes al más puro estilo Risky Bussines, o a lanzadora olímpica de peso, en este caso de kiwis, como el que sobrevoló con asombroso tino hasta la nuca del galán de turno, Pierce Brosnan.
Y es que el bueno de Daniel Hillard tenía razones para guardar cierto rencor hacia este personaje (y a su coche), pues con su encanto irresistible conquistaba a su ex mujer (Sally Field no puede desembarazarse de esa vis neurótica que la caracteriza y que hace las delicias de sus seguidores), al mismo tiempo que se internaba peligrosamente en la vida de sus hijos como sustituto paterno; algo que no impidió que la señora Doubtfire (o lo que quedaba de ella tras la ingesta apresurada de varios whiskys) lo salvara de una intoxicación (previamente planeada) por pimienta en su comida que dejó al descubierto la farsa que había iniciado con la sesión de maquillaje más divertida de la historia del cine (categoría en la que consiguió el Oscar). Las cosas, finalmente, no le salieron nada mal a Hillard-Doubtfire y a pesar de las mentiras piadosas vertidas durante su doble vida, su ex mujer comprendió las locuras que se pueden llegar a cometer por el amor irrefrenable hacia unos hijos.
Robin Williams (consiguió el Globo de Oro por este papel) debería ser recordado en la posteridad con interpretaciones tan decididamente histriónicas como la que lleva a cabo en esta deliciosa Señora Doubtfire, pues todo en ella, cada gesto, cada voz impostada, cada escena disparatada, es una clase magistral de comedia en estado puro en la que resulta imposible contener la risa. Qué felicidad produce seguir recordando películas como esta, clásicos de un género en peligro de extinción, pero con un patrimonio que permanecerá en el tiempo. Les dejo con una muestra de lo que se han perdido aquellos que han sorteado las innumerables reemisiones televisivas de la cinta. 

                                                                         

Fallece Sidney Lumet, la voz de la Norteamérica oscura


Nueva York despidió anoche a uno de los cineastas norteamericanos más prolíficos de la época dorada del Séptimo Arte. Sidney Lumet fallecía a los 87 años con una tremenda filmografía a sus espaldas. Nadie como Lumet para indagar en los entresijos más ocultos de su propia condición de norteamericano. Un hombre que conocía como ninguno los secretos más sombríos del ser humano y los explotó en todas y cada una de sus películas.
Su primera obra, su debut como director, se ha convertido en uno de los grandes clásicos que jamás se han rodado en Hollywood. 12 Hombres Sin Piedad fue una de las apuestas más interesantes de aquel 1957 llegando a estar nominada a la Mejor Película, Director y Guión Original. Eso es lo que se suele llamar "un buen comienzo".
Lumet ha trabajado con los mejores actores y actrices que jamás vimos pasar por la gran pantalla. Desde Henry Fonda a Marlon Brando pasando por Paul Newman, Rod Steiger, Faye Dunaway o Al Pacino. Todos ellos dieron un vuelco a su carrera tras colaborar con este cineasta al que tanto le debe el moderno cine social norteamericano. 
Ahora, a ese cine lo calificamos como indie, pero Lumet ya supo como indagar en los más oscuros sentimientos del ser humano mucho antes de que esta corriente terminara de triunfar. Sidney Lumet recorrió la geografía de Estados Unidos buscando historias en las que sentirse identificado él mismo y rodar con la libertad de no plegarse a los designios de una industria con la que jamás quiso tener nada que ver.
Incluso su última película, Antes Que El Diablo Sepa Que Has Muerto, poseía ese aura que identificó el lado más corrosivo de la América antipática. Indudablemente, la calidad de esta última película no se puede comparar con obras maestras como Veredicto Final, Network: Un Mundo Implacable, Equus (con el incomparable Richard Burton), Tarde de Perros, Serpico, Asesinato en el Orient Express o Piel de Serpiente
En todas ellas, desde la más profunda de las Américas hasta ambas costas, Sidney Lumet consiguió trazar un mapa por la dejadez, la corrupción, el amor, la mentira, el soborno, la amistad, la bondad y la maldad del ser humano. 
Sidney Lumet fue un hombre reconocido por sus compañeros de profesión. Y sin que a él le entusiasmasen demasiado los premios, fue nominado en cuatro ocasiones para el Oscar al Mejor Director (Doce Hombres Sin Piedad, Tarde de Perros, Network y Veredicto Final). También tuvo su oportunidad de optar al Oscar al Mejor Guión por Príncipe de la Ciudad. Naturalmente, y como le pasó a los grandes nombres de la Historia del Cine, no recibió premio alguno por ninguna de estas películas y la Academia, en un acto de pentimenti decidió otorgarle el Oscar Honorífico en 2004.
Es por ello que dedicamos desde este rincón cinematográfico nuestro recuerdo a un director magnífico que nunca dejó de trabajar para dar a conocer lo que pensaba del mundo que vivía a su alrededor. Gracias a Lumet, hoy podemos disfrutar de todo un catálogo fílmico inimitable que ya jamás podremos borrar de nuestras cinéfilas memorias.
Descanse en paz, Sidney Lumet.

Crítica HappyThankYouMorePlease; Hablemos de amor...

6/10
La comedia romántica con el inconfundible sello 'indie' norteamericano parece que prosigue en su ardua conquista del terreno monopolizado por los grandes estudios y las rutilantes estrellas mediáticas del género; y lo hace filtrándose por las rendijas de un mercado profundamente competitivo a través de apuestas originales que encuentran un foro idóneo en festivales alternativos como Sundance. Hace dos años, una comedia pequeña aunque de gran interés titulada (500) días juntos y protagonizada por Joseph Gordon-Levitt y Zooey Deschanel consiguió abrirse camino entre el gran público internacional con una narración que rompía los esquemas tradicionales del género, con una cadencia más pausada y tintes dramáticos que conferían mayor hondura a sus personajes, en contraposición a la llanura intelectual exhibida por el ingente número de productos estandarizados y pseudorrománticos que fabrica Hollywood cada año.
Josh Radnor, vértice narrativo de una de las series cómicas más 'legendarias' de toda una generación, Cómo conocí a vuestra madre, se une a este movimiento cinematográfico joven y alternativo al embarcarse en un ambicioso proyecto personal en el que pretende contar de forma diferente una historia de amor (en este caso tres) que no deja de obedecer a la típica dinámica de 'chico-conoce-a-chica'. HappyThankYouMorePlease es una comedia romática que deforma los códigos homogeneizados de su categoría al introducir variables y elementos contradictorios en su desarrollo discursivo. Sólo así podemos entender la cadena de casualidades que llevan a su protagonista (el propio Radnor), un aspirante a escritor con escaso éxito, a iniciar una curiosa amistad con un chico de edad incierta al que encuentra desamparado en el metro cuando se dirigía a una importante reunión que resultó ser un fracaso mayúsculo. Su inesperada paternidad sobrevenida por la negativa del niño a regresar con su familia de adopción, lleva a Sam Wexler a compaginar esta nueva vida con el romance tormentoso al que se ve abocado cuando conoce a una dulce camarera (Kate Mara) de la que queda prendido inmediatamente.
La acción de la película escrita, dirigida y protagonizada por Radnor, se desgaja asimismo en otros dos ejes argumentales enlazados que nos presenta los problemas amorosos de una vitalista chica con alopecia (una excepcional Malin Akerman) incapaz de elegir a la persona correcta para sentirse feliz; y las diatribas existenciales de una pareja joven conmocionada por la noticia de un embarazo inesperado. Si bien es cierto que las historias tienden a cruzarse de forma fluida y sin grandes obstáculos narrativos, el interés de estas es cuanto menos discutible, y su yuxtaposición a lo largo de la trama suscita una cierta sensación de estar siendo entretenidos mientras el relato principal se va desarrollando hasta su esperado final.
El trabajo de Radnor en la dirección es suficientemente eficaz como para mantener la atención activa del espectador a lo largo de toda la película, inyectando un ritmo sosegado y configurando una atmósfera teñida de un ligero tono melancólico y derrotista con la gran urbe neoyorkina como telón de fondo y actor imprescindible de la trama. 
Las emociones desatadas van jalonando la narración a impulsos inconscientes, como si la apatía exhibida por el personaje central sólo fuese interrumpida por el énfasis romántico del momento preciso, en el que su naturaleza de esperanzado escritor emergiera entre el pesimismo de su fallida carrera profesional. Por ello adopta durante cierto tiempo a un chico que lo necesita a pesar de las consecuencias que ello puede acarrearle, o sugiere a la chica a la que acaba de conocer una disparatada proposición por la que ella se mudaría a su casa durante tres días para corroborar si su amor fulminante es real. Ese espíritu apasionado e insensato se esfuerza en escapar de un angustioso desánimo que lo paraliza y le imposibilita entregarse completamente a todo aquello que ama; un círculo vicioso del que quizás se evada gracias a una canción, una oda a la certidumbre, al optimismo más entregado e inconsciente.
HappyThankYouMorePlease (consiguió el Premio del Público en Sundance 2010) supone una interesante y necesaria aportación alternativa a un género castigado por la previsibilidad y el cinismo supuestamente transgresor de sus actuales planteamientos, al erigirse como un inocente (y hasta cierto punto autocomplaciente) juego de niños  en torno a un asunto tan trascendente como el amor. Niños grandes que luchan por despojarse de todo aquello que los arrastra hacia la tristeza y la autodestrucción, hasta brotar con el ímpetu ilusionado de una madurez plena y colmada de ternura, pasión y cariño. Quizás haya que mirar más allá, en nuestro interior, en el del otro. Qué mejor forma para concluir que con una sonrisa, una historia por escribir en nuestra febril imaginación de espectador.

25 años de fantasía, 25 años de Píxar

La factoría de sueños Píxar cumple 25 años de existencia y desde aquí le rendimos un sencillo homenaje con este video retrospectivo a través de sus doce largometrajes de animación y veinte cortometrajes que han hecho las delicias de jóvenes y adultos en las salas de cine de medio mundo. Son tantas historias trepidantes y emotivas las regaladas por este estudio que aún hoy es complejo vislumbrar su importancia en la configuración de la historia del cine moderno. Disfruten de su creación, gocen de esta lección de sentimientos animados.

Crítica En un mundo mejor; Entre el perdón y el castigo

8,5/10
El cine europeo no es precisamente el irrenunciable punto de referencia del espectador de cine español, más proclive a los productos seriados y ocasionalmente originales de la industria norteamericana. Y todo ello a pesar de los evidentes nexos de unión históricos, culturales y sociales compartidos como consecuencia del espacio físico que ocupamos y de la unión política-económica establecida entre los pueblos. Una verdadera lástima a tenor de las excelentes películas que recurrentemente son realizadas dentro de las fronteras comunitarias. La que hoy presentamos, es un ejemplo ideal para corroborar esta tesis. 
En un mundo mejor es la nueva película de la directora danesa Susanne Bier, una de las voces europeas más legitimadas de la actualidad, quien ya sorprendió a muchos hace dos años dentro del homenaje que el Festival dedicó a Dinamarca con su fascinante y desgarrada Después de la boda (2006). Antes, ya había filmado El amor de mi vida (1999), cuyo éxito de público la encumbró como figura de referencia en su país, Te quiero para siempre (2002), englobada en el movimiento artístico Dogma 95 iniciado por los también daneses Thomas Vinterberg y Lars von Trier; y Hermanos (2004), seleccionada por los festivales de Sundance, Toronto y San Sebastián, donde se alzó con sendas Conchas de Plata a sus intérpretes protagonistas. Incluso ha tenido la oportunidad de realizar su primera incursión en Hollywood de la mano de dos actores consolidados como Benicio del Toro y Halle Berry en su notable Cosas que perdimos en el fuego (2007). Ante estas credenciales, las expectativas suscitadas en torno a su nueva película están plenamente justificadas.
Y, ciertamente, no ha defraudado. Susanne Bier construye un intenso y profundo drama que reflexiona sobre la violencia y las dinámicas del caos que fluyen subterráneamente en la sociedad occidental desarrollada realizando una sugestiva comparación con otra cultura supuestamente inferior (en este caso la africana), en la que curiosamente se repiten y asemejan muchas de las actitudes que brotan en su reverso amable, la otra cara del mundo identificada aquí con la aséptica y feliz Dinamarca.
Como nexo de unión, un médico sueco que trabaja periódicamente en un campamento de refugiados de un lugar indeterminado del continente africano atendiendo, apenas con los medios mínimos, a un flujo incesante de enfermos y heridos sin mayor esperanza que ser recogidos por un espíritu amable. Cuando no se encuentra realizando estas labores humanitarias, viaja a Dinamarca para estar con sus dos hijos y su mujer, de la que se encuentra en proceso de separación. El mayor de sus hijos, de diez años, sufre un acoso constante en el colegio por parte de una banda de chicos que le increpan por ser sueco. Sin embargo, su vida mutará radicalmente cuando conozca a Christian, un chico confuso y lleno de odio que acaba de perder a su madre y regresa con su padre desde Londres; el cual sembrará en su existencia complejas dicotomías acerca de la actitud que tomar dentro de una sociedad aparentemente plácida y pacífica pero en la que se producen subterfugiamente brotes espontáneos del caos que es, en sí mismo, el ser humano.
La realizadora danesa narra con poderoso sentido del ritmo una historia que penetra en la mente del espectador con una alienante y vaga sensación de empatía con los dos paradigmas que se plantean como posición a mantener en el juego interactivo de la vida en sociedad. Por un lado, una actitud pasiva y coherente con los valores morales instituidos como normas en el estado social representada por la figura del médico; por otro, la conducta activa y represiva de la que hace gala Christian. En un mundo mejor analiza las dinámicas de autoridad y dominación que se desarrollan en las relaciones humanas, como un juego de poder en el que el más fuerte prevalece mediante el uso consciente de su superioridad. Christian (una suerte del Max Demián de Herman Hesse) utiliza sus prematuras dotes intelectuales y técnicas para controlar a su nuevo amigo, educado por su padre en los valores (podríamos decir cristianos) del perdón y la tolerancia, al igual que el inefable caudillo africano aterra a toda la población de la región con sus viles secuaces armados.
La colisión entre ambas concepciones se produce en más de una ocasión a lo largo de la película; desde la venganza violenta de Christian contra el abusador del colegio, una actitud ante la que es difícil permanecer en la coherente posición de condena a la que el acto impele, hasta el momento en el que el médico se ve sobrepasado por la situación y facilita el linchamiento del asesino, una escena que concentra en sí misma buena parte del espíritu pesimista de la cinta, con una hondura dramática difícil de ver en el cine actual. El debate queda abierto; la sociedad al borde del caos, a un paso del desorden que nos lleva al exterminio; se trata de elegir entre perdonar o castigar.
En un mundo mejor conmueve y fascina por igual. Más allá de la evidente profundidad de la trama, Susanne Bier filma con un estilo demoledor, sabe cuando ralentizar la imagen, cuando mantenerla sobre el rostro del personaje, cuando dar el giro que añada un significado complementario a la escena; apuesta por un lenguaje fílmico de una belleza cruda, desgarrada e hipnótica, dirige como una cineasta total heredera de los grandes nombres del cine dramático, y además innova en el aspecto formal con nuevos recursos que domina con pasmosa soltura.
 Por si fuera poco, se rodea de una terna de actores que aportan un verismo y unos matices a la trama sorprendentes; el mejor ejemplo, Mikael Persbrandt, toda una institución en Suecia aunque poco conocido fuera de sus fronteras, verdadero centro de la película dando vida al médico solidario y tolerante. Persbrandt realiza una de las interpretaciones más creíbles, dolientes y excepcionales que este humilde cronista ha tenido la oportunidad de disfrutar en los últimos años. Tampoco quedan muy lejos el conocido Ulricht Thomsen (ya trabajó con Bier en Hermanos), Trine Dyrholn, o los dos jóvenes protagonistas, Markus Rygaard y Willian Jonk Nielsen, demostrando el buen hacer de Bier en la dirección de actores poco veteranos.
En un mundo mejor es la película que todo cinéfilo que se precie no debe perderse bajo ningún concepto este año. Su Oscar a la Mejor Película de Habla no Inglesa es tan sólo una credencial más de su portentosa capacidad para conmover y conmocionar al espectador a través de un discurso ambiguo que ahonda en los cimientos mismos de nuestra concepción colectiva de la sociedad.