En ocasiones, una mirada puede aportar una luminosidad inalcanzable para dos deliciosas horas de mordacidad desmedida. Cuando esta mirada se cruza con la viva imagen del amor verdadero, ese que permanece a pesar de todo y de todos, en el rostro absorto de quien se sabe hechizado irremediablemente hasta el fin de sus días por el encanto que irradia la placidez de un ser entregado a un sueño al fin realizado; el universo parece girar con armonioso ritmo en torno a ese improbable dúo reunido por el azaroso destino. La felicidad albergada es tan inmensa que no se desborda, no se derrama arrasando con incontenible pasión lo que antes era una quimera, sino que fluye por las venas como un reconfortante alivio por todas las desdichas sufridas en una vida de suerte dispar. Las víctimas habituales son ahora los felices y silenciosos vencedores de una batalla tan real como la vida misma, que nos empuja hacia el amor con nuestro inocente engreimiento, haciéndonos caer en las redes de los viles aprovechados, profesionales de la mentira y embaucadores de los más tiernos corazones. Suerte que nunca es tarde si el amor es verdadero; lo que parecía muerto, derrotado, resignado, resurge con el ímpetu de una juventud recobrada por las dulces mieles del encuentro con esa alma gemela, según la terminología tradicional, que nos completa, nos eleva y nos empuja a vivir con autoconsciente libertad.
El Apartamento es una lección magistral de cómo trasladar al fotograma en movimiento emociones tan rotundas e inmortales como las que encierra las relación entre la pizpireta Fran Kubelik y el bonachón C.C.Baxter, desveladas en un final antológico para la historia del cine y su posterior devenir, como una atronadora caja de Pandora romántica abierta a golpes de azar y sufrimiento de sus protagonistas. Un sufrimiento marcado por la crueldad de una historia que zarandea al abnegado oficinista de la planta 19 de una aseguradora neoyorkina hacia la desesperación velada por el entusiasmo gratuito en una vida solitaria en la que los aprovechados se rifan sus servicios como una máquina expendedora de favores nunca lo suficientemente correspondidos.
El bueno de Buddy presta su céntrico y acogedor apartamento a los jefes de la gigantesca empresa en la que trabaja anónimamente con la esperanza de un ascenso que lo reivindique más allá de la masa trabajadora homogénea y alienadora. Estos superiores llevan allí a las ingenuas muchachas que creen en las falsas promesas de una clase tan previsible como execrable, la de aquellos hombres que utilizan su poder para subyugar a todo al que se le antoje con el único objetivo de cumplir sus deseos. Este es también el retrato de un colectivo, el de la mujer, maltratado por una sociedad machista, que no caballeresca, que las oprime y exprime en su juventud y luego las abandona en su madurez, tanto si han sido desposadas como si han quedado solteronas.
El señor Sheldrake es el vivo ejemplo de un directivo de éxito, casado y con dos hijos, que periódicamente embauca a alguna de sus empleadas con promesas de amor y de un improbable matrimonio. La última víctima es la vivaz señorita Kubelik, ascensorista del edificio y golpeada una y otra vez por el amor no correspondido. La ilusión crece de nuevo en ella, pero pronto se percata de que vive de nuevo en una mentira, por ello se reafirma como mujer independiente, cortándose su cabello y arrumbando con los clichés que asolan a las de su clase. Pero nunca es fácil romper con el prototípico galán en una relación destinada al sufrimiento perpetuo. Tal y como dice la señorita Kubelik en un pasaje de la película; “estoy destinada a enamorarme del hombre equivocado”. Como antítesis, el señor Baxter, un hombre entusiasta y romántico que la cuida cuando, tras un trágico episodio de intento de suicidio en su propio apartamento al que acudió con Sheldrake, ella queda a su cargo, abandonada una vez más por el hombre casado. Sus destinos se unen accidentalmente. Dos animales heridos, moribundos, abandonados, se encuentran y lamen sus heridas. Pero hay algo más; el amor.
El Apartamento es la obra culmen del gran Billy Wilder, y esto no es una afirmación gratuita teniendo presente el enorme historial de uno de los más grandes directores que ha dado Hollywood a lo largo de su historia. En esta película de 1960 (de la que se han cumplido recientemente 50 años desde su estreno), Wilder repitió el éxito de público y crítica de su cinta anterior, Con faldas y a lo loco, pero fue más allá y triunfó del mismo modo en la ceremonia de los Oscar, en la que consiguió cinco estatuillas incluyendo la de Mejor Película, Guión (compartido con el inmortal I.A.L. Diamond), Director, Dirección Artística y Montaje, además de otras cinco nominaciones sin recompensa entre las que destacaban la de sus actores principales; Jack Lemmon y Shirley McLaine. El trabajo de ambos como esa particular pareja de víctimas en un mundo de aprovechados roza la perfección en este complejo drama de tintes cómicos al que aportaron frescura, versatilidad y dulzura en cada instante que era necesario a unos personajes inolvidables, que quedaran inermes al paso del tiempo en la mente de cada uno de nosotros, cinéfilos que jamás rechazarán ver, una vez más, una cinta deliciosa, cruel, romántica, sincera e inmortal como esta.
El Apartamento precisa de un lugar de excepción dentro de este blog, un lugar que nace de la admiración profunda al genio que la concibió, del deleite de su visionado, de la ensoñación de su melancólica historia de amor que marcó nuestras vidas para siempre, como un proyector que repite en bucle una obra maestra con mayúsculas.
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